miércoles, 29 de diciembre de 2010

El tiempo

Cuando Celia era una niña, las semanas adquirían una dimensión extratemporal y se convertían en años. Quizá el tiempo se ralentizó durante los noventa; sin embargo, sus padres no percibían ese letargo que ella, a veces, aborrecía por su infinidad. Si bien los ratos de juegos en el parque se dilataban y retrasaban la llegada de la noche, así ocurría también con las esperas en el dentista, las clases de música, el paseo al colegio, los viajes en coche y las películas soporíferas.

Si le preguntaban cuál sería su edad perfecta, Celia contestaba que los dieciocho años. La independencia, los novios y las salidas nocturnas no podían esperar. Pero el tiempo transcurría lentamente, y la juventud no llegaba. Su cuerpo, inmutable, no mostraba síntomas de desarrollo. Celia se debatía entre los pasatiempos infantiles y las revistas de adolescentes que escondía en el armario. Sin embargo, aunque ansiaba ser adulta y libre, un algo confuso la mantenía anclada a la niñez: ¿quizá el tiempo? Celia renegó de los pintalabios cuando sus amigas abrazaron la coquetería, y siguió divirtiéndose con muñecas mientras las demás bailaban en discotecas light. Creía que ese mundo no estaba hecho para ella, para una niña de trece años cuya vida todavía no había arrancado del todo.

Fue a sus quince años cuando Celia notó que el tiempo se aceleraba. Aunque las horas en el instituto fueran densas y eternas, cuando se acostaba por la noche le parecía que la cama permanecía caliente, como si hiciera apenas dos minutos que la había dejado. Entonces revivía los momentos más notables de la jornada y llegaba a la misma conclusión que la anterior y que la siguiente: el día había sido un silbido, un suspiro, una ráfaga de instantes más o menos conexos entre ellos.

Después de cada cumpleaños, los días parecían más apiñados y la cama más candente. Las semanas eran una sucesión de automatismos y hábitos bien encolados a una rutina sofocante. Los recuerdos, cada vez más difusos e impersonales; la muerte, aunque lejana, cada vez más familiar. Llegaban los dieciséis y traían las salidas nocturnas, los diecisiete con los novios y los dieciocho de la mano de la independencia. Y con cada paso adelante, Celia rogaba volver atrás y exprimir una infancia desvalorizada que ella quiso acelerar.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Estoy

Estoy todo lo que he vivido. Estoy la casa de la playa en la que fui concebida. Estoy las náuseas del embarazo y las proteínas de los alimentos que contribuyeron a mi desarrollo fetal. Estoy el niño que todos creían que era hasta que una ecografía inutilizó los pequeños albornoces azules en los que habían bordado mi otro nombre. Estoy el 19 de marzo de 1990 en el que María Dolores me parió y estoy el traqueteo del tren que me impulsó a la vida. Estoy la teta de mi madre y el cordón umbilical que me unía a ella. Estoy mi osito Pepe, mis primeras vacaciones en los Picos de Europa y la cicatriz de mi barbilla. Estoy todos mis novios infantiles de la guardería y el goteo del melón en verano. Estoy la risa de la ignorancia cándida y las lágrimas de la efímera rabia. 

Estoy el vestido blanco con cuello negro que llevaba el día de mi segundo cumpleaños. Estoy la figura de jirafa que le regalé a mi hermano cuando nació, y estoy la decepción al verla resbalarse de sus manitas. Estoy primero, segundo y tercero de primaria, estoy Paula y Helena. Estoy cada disfraz de carnavales: la bruja, el racimo de uva, el periódico y el pastor. Estoy una niña que se asusta porque su cuerpo comienza a verter sangre sin haberse herido. Estoy la forma que adquirieron mis pechos –y la que tienen ahora-, el crecer de mis caderas y las estrías que lo atestiguan. Estoy las gafas y la pizarra que pierde claridad cuando me las quitaba para evitar sumarlas a la vergüenza del aparato dental que estoy. 

Estoy la confusión de las noches que siguieron a la marcha de mi padre, padre que estoy también. Estoy el instituto en el que entré con prudencia y al que acoplé mis carencias emocionales. Estoy cada profesor que tuve, estoy los amigos que gané y los amigos que he perdido. Estoy la tarde oscura que me recibía al llegar a casa, el violoncello al que amaba y odiaba y los ensayos mudos con la orquesta y con mi voz interior. Estoy el tiempo que pasaba despacio.
Estoy, también, el primer cigarrillo a escondidas y el primer trago de alcohol. Estoy mis cabellos abundantes y sueltos y las sudaderas que les iban a la par. Estoy la libertad que sentí cuando descubrí la otra perspectiva desde la que podía ver el mundo. Estoy el primer chico al que besé y al que tuve que echar de una casa que no era la mía. Estoy cada rasgo de la adolescencia: desengaño, soledad, euforia, egolatría, claustrofobia, impulsividad, prisas y anhelo. Estoy el rebelde rechazo a la autoridad: a la de mis padres, a la de la moda, a la de los medios y a la del gobierno. Estoy las fantasías incumplidas y el sueño de diferenciarme y parecerme por encima de todo.
Estoy todas las notas que han interpretado mis dedos cansados y furiosos; la primera frase de la sonata de Brahms, eso estoy. Estoy Viena, Florencia, Berlín y cada ciudad en la que sonó nuestra música, mi música. Estoy el sí y el no, el hola y el adiós, el hasta siempre. Estoy mi expediente de expulsión y el arrepentimiento y la culpa que me regaló. Estoy el saber que mi padre nunca volvería a vivir en casa. Estoy esa vez en la que dije a Nadal que lo odiaba. Estoy los portazos y las discusiones con mi madre, con mis amigas y conmigo misma. Estoy el descubrimiento progresivo, el no querer saber, la negación y la aceptación resignada.
Estoy mis complejos y mis dietas. Estoy el primer bocadillo que tiré a la basura. Estoy las mentiras y las estratagemas para encubrirme. Estoy la clavícula saliente y la mirada preocupada de mi madre. Estoy la báscula, la psicóloga con ansias de riquezas y la talla 34. Estoy una zombi. Estoy los sollozos de mi padre y la compasión de quienes no sabían pero imaginaban. Estoy el frío punzante y doloroso que estrujaba mis huesos. Estoy el peluche de oveja que me regalaron para amortiguar la angustia de mi pecho. Estoy los seis meses que pasé en el hospital, y estoy la desesperación a la que el ansia de renacer sustituía lentamente.
Estoy la primera vez que pisé la calle con unos pantalones negros y un jersey rojo de cuello alto. Estoy toda mi familia, estoy incluso mi perro y el perro de mis tíos. Estoy Valencia y Albacete. Estoy Liz, Diana, Lucía, Raquel, Marta. Estoy el verano de 2009, el moreno de mi piel, expuesta al cielo las veinticuatro horas del día. Estoy la nueva cara de mi madre, la edad del pavo de mi hermano, el sacrificio de mi gata. Estoy las olas del mar de la primera noche de verano. Estoy el avión que me aleja de lo conocido y que me trae una nueva –pero temporal- distracción malintencionada. Estoy la variedad del metro de Londres. Estoy mi habitación alquilada, la de antes y la de ahora. Estoy exámenes, horas de piscina y cervezas que justifican conversaciones.
Estoy las palabras que escribo, grabo y pronuncio. Estoy el recuerdo de mi infancia y la agridulce añoranza de sus agostos, sus barrigas descubiertas, sus pirris en la cabeza, sus mimos desinteresados, sus primos también infantes y sus viajes en coche en el recién descubierto asiento delantero. Estoy el ir allí y el volver aquí. Estoy también mil dudas y sus dos mil respuestas posibles. Estoy la elección y el descarte. La equivocación, el error, el fallo: como quieras llamarle. Estoy dos piernas, dos brazos, dos ojos, dos orejas e infinitas combinaciones. Estoy nuevas personas, estoy el cambio a mi alrededor. Estoy yo, Irene, pero no soy Irene.

sábado, 23 de octubre de 2010

Observando sensaciones

Cada vez que acabo un módulo del curso de Programación Neurolingüística salgo con miles de conocimientos nuevos y la sensación de haber experimentado una mini-evolución exprés. También me hago muy consciente de todo lo que me queda por aprender, cosa ya no me gusta tanto. Me agobio un poco pensando que quiero descifrar ya todos esos enigmas, sentimientos y comportamientos que se sitúan enfrente de mí, y que sin embargo debo ir poco a poco e integrar paulatinamente en mí los nuevos hábitos que quiero adoptar.

El comportamiento humano es algo que me apasiona. Si ahora volviera a empezar la universidad es posible que eligiera estudiar Psicología, aunque sin encasillarme en ninguna escuela de pensamiento ni seguir al pie de la letra lo que dicte la ciencia: lo haría, más bien, para conocer diferentes visiones del mundo y de las personas y tener una base metódica sobre la que investigar. De todas maneras, hay gente que no ha estudiado esa carrera y ejercen (aun sin quererlo) de psicólogos mucho mejor que algunos titulados. También tengo la impresión de que gran parte de quienes estudian Psicología lo hacen para solucionarse sus propios rollos mentales, razón respetable como cualquier otra.

Al empezar estos dos días de curso decidí, por primera vez, colocarme en la clase en una posición de observadora. He estado más atenta que nunca a las palabras que han utilizado mis compañeros, a los movimientos que han realizado con las manos y con las piernas, a la concordancia entre lo que decían sus labios y lo que expresaban sus ojos. He tratado de concentrar mis cinco sentidos en la causa, y he visto cosas extraordinarias. He captado la inseguridad, el enfado, la ansiedad o la frustración aunque sus propietarios estuvieran repimiéndolos. Aun siendo sutiles, todas esas emociones son apreciables si estamos alerta. Reconocerlas nos da información muy valiosa sobre los patrones de conducta de las personas, y nos permite adivinar por dónde van a salir.

En nuestro interior albergamos un gran abanico de sensaciones, y a lo largo de nuestra vida vamos descubriendo más. Sin embargo, solemos conformarnos con identificar cuatro o cinco de ellas, y olvidamos las demás. Cuando alguien nos pregunta cómo estamos o cómo nos sentimos, la respuesta estándar y automática es "bien" (o "mal", como mucho). Sale de nosotros instantáneamente, sin necesidad de reflexionar. Pero si analizamos nuestro sistema, si nos preguntamos a nosotros mismos qué es lo que realmente sentimos, seguro que la respuesta cambia. Entonces pueden aparecer frases como "me siento pletórico" o "me encuentro angustiado". Si quien nos pregunta es alguien de poca confianza o nos encontramos en un contexto de mera formalidad no es necesario responder de ese modo, siempre que seamos conscientes de qué sentimos realmente. No importa tanto (mejor dicho, no importa en absoluto) lo que expresemos de cara afuera, sino lo que reconozcamos en nuestro interior.

Sentimos emociones continuamente, y las rechazamos o las escondemos en lugar de darles un nombre y aceptarlas como parte de nosotros. Una de las evidencias que he descubierto durante estos días es que debo (debemos) ser conscientes de lo que sentimos, analizarlo, aceptarlo y apadrinarlo. Es así, tanto para las emociones positivas como para las que menos nos gustan (no por ello negativas, porque también de ellas se puede aprender algo bueno). El primer paso para que un sentimiento que no nos está beneficiando desaparezca es saber que lo tenemos, y no esquivarlo ni intentar evitar -casi siempre de forma inconsciente- las situaciones en las que lo experimentamos.

Una vez más, no sé cómo habrá quedado esta entrada. La verdad es que sólo me apetecía reflexionar un poco y poner por escrito todo lo aprendido este fin de semana.

Feliz domingo a todos!

martes, 19 de octubre de 2010

El lenguaje secreto de las palabras

Hoy vengo a hablaros de las palabras.

Utilizamos las palabras para comunicarnos con los demás. Para muchos constituyen la única vía de comunicación e ignoran que el lenguaje corporal e incluso la respiración tienen, en innumerables ocasiones, efectos más potentes sobre nuestros interlocutores que las palabras. De ese tema, sin embargo, ya me ocuparé otro día, no vaya a ser que me desvíe.

Lo que iba diciendo. Las palabras llenan nuestras cabezas siempre que estamos despiertos, y lo hacen cuando dormimos si es que soñamos. Podemos pronunciarlas con los labios si contamos con alguien que quiera escucharlas; se produce así un monólogo si la(s) otra(s) persona(s) no participa activamente de la charla, o una conversación si decide(n) contestarnos, a su vez, con más palabras.

Y gran parte del día la pasamos a solas, cada uno consigo mismo, en amor y compañía en algunos casos y en guerra y discordia en otros. Ni siquiera en esos momentos nuestros cerebros dejan de parir palabras y de bombardearnos con las frases que con ellas construyen. Como sería agotador atender a todo lo que nos decimos a nosotros mismos, nuestra consciencia se agacha y todas esas palabras se almacenan directamente en el inconsciente sin filtro ni reciclaje alguno.

Podría ser que esas palabras que nos dedicamos sean alegres, animadoras y motivadoras. Sin embargo, en la mayoría de casos no es así. Cuando aprendí esto, me sorprendí al darme cuenta de la cantidad de basura que metía en mi disco duro cada día: desde perlas incapacitadoras ("no puedo", "no sé hacer X"), pasando por dulces piropos ("qué imbécil soy", "qué horrible estoy hoy") y acabando con interpretaciones enrevesadas de hechos que me atañían ("no me ha contestado cuando le he hablado, así que me odia y quiere hacerme sufrir". Quizá habría sido más fácil y acertado pensar que, sencillamente, no me había oído, pero ¡ah, el cerebro, ese gran liante!).

Y no sólo cuando estamos solos nos hablamos de este modo: también cuando mantenemos una conversación con alguien (o álguienes). Esto es más venenoso que lo otro, ya que no solamente nos contaminamos a nosotros mismos sino también a nuestro interlocutor, si es que se deja (algo que ocurre frecuentemente).

¿Creéis que las palabras son inofensivas? Voy a poner un ejemplo a partir del cual podréis responderos vosotros mismos. Todas las personas que aparecen en él permanecerán en el anonimato (excepto yo), y si quieren expresar su opinión con nombre y apellidos que abran un blog y lo hagan (no estoy yo aquí para vender argumentaciones ajenas firmadas, oiga!).

Esta conversación tuvo lugar el pasado fin de semana, como resultado de un largo diálogo sobre la felicidad, el poder de la mente y hasta el tarot (tema para otro día). Al final, no sé bien por qué, una amiga me preguntó cuánto tiempo llevo con mi novia. "Casi cuatro meses", contesté. "¿Y todavía no habéis discutido?", se sorprendió. "No". Entonces oí voces a coro por mi izquierda y por mi derecha: "Ya llegará, ya llegará...". Otra vez esa manía tan inherente a la naturaleza humana de encasquetar a los demás lo que nos es propio. "¿Y por qué tiene que llegar?", pregunté yo.

¿Y por qué? No lo acababa de entender. Se me ocurrió otra pregunta, que lancé a la amiga de mi izquierda. Ella lleva cuatro años y pico con su novio, así que ¿quién mejor que ella para aleccionarme sobre las aventuras y desventuras de pareja? En fin, que la pregunta en cuestión era ésta: "¿Tú cuántas veces has discutido con tu novio?". Supongo que me diría que muchas (o pocas, da igual: su respuesta no es lo que interesa en este momento). Entonces encontré otra pregunta mejor: "¿Qué entiendes tú por discusión?". ¡Ah, amiga, ahí te hemos pillao!

¿Qué entendéis por discusión? Yo, cuando pienso en esa palabra, me vienen otras muchas a la cabeza: gritos, insultos, enfados, llantos, resentimientos, conversaciones aplazadas, temores, falta de respeto, malas caras, silencio. Al final mi amiga llegó a la conclusión de que nunca había tenido una discusión con su novio, solamente pequeños desacuerdos o diferencias de opinión que no comportan malestares. ¿Y por qué no cambiarles la etiqueta y llamar "desacuerdos" (o cualquier otra palabra que defina mejor esos episodios) a esas supuestas "discusiones"? "Lo que pasa es que es más rápido y cómodo llamarlos discusiones", me dijo.

Bien. Claro que es más rápido y más cómodo. También és más rápido y cómodo escribir los exámenes (o en este blog, sin ir más lejos) con lenguaje sms y no por eso lo hacemos (al menos yo). Sin embargo, ¿cómo afectan esas palabras a nuestro inconsciente? Imagina una escena en la que tu pareja y tú intentáis decidir qué película vais a ver este precioso martes (o, si lo preferís, un miércoles, que es más barato). Tu pareja lleva años deseando que estrenen "Campanilla y el gran rescate" y tú matarías por ver la película del caralibro. El desenlace no importa, es irrelevante. Lo que nos interesa es: ¿cómo queda grabada en la mente esa conversación si la archivamos como "discusión"? "Discusión" es una palabra pesada, fuerte, puede que hasta traumática. Ahora quítale carga: rebobina y bautiza la escena como "desacuerdo" o, ¿por qué no?, como "conversación", simple y llanamente.

El lenguaje es rico, y tanto el vocabulario castellano como el catalán están llenos de palabras que colorean nuestro hablar. Son los matices de los vocablos los que determinan nuestra experiencia, nuestro recuerdo y nuestra memoria. Utilizar las palabras conscientemente nos ayuda a reconfigurar nuestras vivencias y nos allana el camino. Esto es lo que yo pienso y lo que he aprendido tras un año y pico mamando Programación Neurolingüística; no quiero decir que sea una verdad categórica y que tengáis que compartirla. Sencillamente, a mí me va mejor desde que la aplico en mi vida.

Y, qué narices, sí que es una verdad categórica. Take it or leave it.

lunes, 11 de octubre de 2010

Reflexiones inexactas sobre Londres

Mi penúltima entrada en este bitácora data de dos semanas después de mi aterrizaje en Londres. Hoy, más de un mes después de mi regreso a la península, revivo este rincón de la red con intención de resumir las conclusiones que he extraído tras casi dos meses trabajando, viajando, saliendo y viviendo en Inglaterra.

Londres… una ciudad gigantesca que conseguía despertarme miles de sensaciones diferentes cada día. Frustración a las ocho de la mañana, cuando la luz se colaba en mi habitación del barrio de Bethnal Green por culpa de la harapienta cortina y me despertaba irremediablemente. Sospecha media hora más tarde, cuando salía a Mansford Street y el albañil de la obra de la iglesia de al lado me preguntaba, como cada día, por qué no contestaba a sus llamadas (le di mi teléfono, me sabía mal decirle que no a pesar de que sabía que no pensaba descolgarlo). Vitalidad antes de comer, contando cuántas personas de cada etnia o cultura me cruzaba mientras paseaba por las calles, y comparando los precios de las sandías las fruterías pakistaníes empotradas en cada esquina.

Modorra a las calurosas dos y diez de cada tarde, la hora de entrar a trabajar. Una mezcla de satisfacción y prisa cuando se formaban aquellas largas colas en las cajas de la tienda y tenía que concentrarme en recordar el código de las bakers potatoes o de el fennel (todavía no sé qué narices es ese vegetal, ni cuál es su traducción en castellano!). Cansancio al cerrar el local a las diez de la noche i un xut d’energia quan acabava de sopar, encenia l’ordinador i hi estaves tu, fent-me carasses i donant-me petons a través de dos pantalles i milers de quilòmetres.

Agobio e impotencia algunos de los primeros días e incluso semanas: la burocracia londinense es desesperante. Para abrir una cuenta en el banco tienes que tener contrato de trabajo, pero resulta que para que te contraten necesitas una cuenta corriente inglesa. También debes estar identificado por un número de la seguridad social, que no te lo asignan si no tienes una dirección propia en Inglaterra… Por suerte para mí, encontré habitación en una casa a los pocos días y pude comenzar las gestiones para convertirme en una perfecta ciudadana inglesa (aunque fuera para poco tiempo).

Euforia cuando me contrataron tras diez días pateando tanto las calles de Londres que ya no encontraba locales en los que dejar mi currículum. Mucha vergüenza cuando me algún cliente se dirigía a mí y yo no entendía si quería salsa al pesto o que le indicara el camino al aseo. Durante los primeros días de trabajo me propuse, sin muchos frutos, captar el cien por cien de las palabras que me dirigían a velocidad de vértigo los innumerables londinenses que pasaban por la tienda cada día, y no tardé en darme cuenta de que resultaba más sencillo y productivo callar, escuchar para ir abriendo el oído y enviarlos al encargado para resolver sus orgánicas dudas.

Energía positiva al salir de la piscina a la que iba algunos días a la semana, a pesar de que me hubieran cobrado unos cinco euros entre la entrada y la taquilla del vestuario. Una confusión mezclada con curiosidad las veces que salí de fiesta con los compañeros de trabajo y oía sus distintos acentos fusionarse y contagiarse entre ellos: un portugués (Djalo), varios nigerianos (Michael y Beatrice), una australiana (Kate), una apátrida nacida en Escocia (Natalie), un polaco (Pszem), una alemana (Anissa), una irlandesa (Linda)… una tienda convertida en pequeña muestra de la sociedad londinense, siempre abigarrada y carente de una identidad firme, pero que crea a cada segundo una nueva personalidad mientras los ciudadanos se incorporan o se marchan para siempre, agotados por el ritmo imparable de la ciudad.

En Londres es imposible estar solo, y a veces incluso sentirse solo. Si la soledad te acecha no tienes más que poner un pie en la calle y, apenas hayas recorrido un par de calles del barrio, alguien se habrá parado a hablarte aun sin excusa para hacerlo. La gente que vive en Londres huye del aislamiento como si les quemara la piel. La ciudad les ha hecho extrovertidos; a algunos hasta el atrevimiento descarado. Muchos llegan allí sin nadie, y el instinto de supervivencia les empuja a buscar a gente entre la que puedan sentirse integrados. Da igual si les cae bien o mal, o si son del tipo de persona con la que se habían prometido no juntarse jamás. Quedarse en casa una noche es pecado casi cualquier día de la semana: Londres vibra de lunes a domingo durante las veinticuatro horas del día, y cada segundo perdido de esa noria se vuelve irrecuperable.

Sé que volveré a Londres, y que la próxima vez que lo haga será para quedarme una temporada más larga. Su inmensidad la hace apta para cualquier objetivo de vida: formar una familia y trabajar, estudiar, salir de noche o deambular por las calles sin más destino que la próxima parada de metro o el siguiente parque. Londres es una ciudad que te atrapa sólo si te dejas, pero supone un placer abandonarse a sus encantos.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Sólo una señal

I'm back!!! Sí, he salido de Londres vivita y coleando, y llevo ya más de tres semanas en España durante las cuales he tenido tiempo de acostumbrarme y reacostumbrarme a la vida en la península.

Quiero escribir sobre la experiencia, porque los dos meses que he pasado fuera bien lo valen. Cuando me asiente y me adapte al ritmo universitario que he inaugurado una hora atrás me sentaré a reflexionar para que me salga un compendio emocionante que ilustre mi aventura londinense.

Así que esta entrada sólo era para demostrarme a mí misma que puedo mantener vivo un blog aunque lo deje abandonado de vez en cuando durante dos meses.

Feliz comienzo de curso y hasta dentro de unos días!

martes, 20 de julio de 2010

Cómo me hice autosuficiente

Hoy, dos semanas después de mi llegada a Londres, puedo decir que la independiencia me está yendo bastante bien.

Para quien no lo sepa (y serán mayoría) vine a esta ciudad -que, por cierto, no conocía- con la idea de buscar un trabajo que me permitiera, junto con los ahorros de mi corta existencia, pasar un verano diferente y sin demasiadas penurias. De momento creo que ambos objetivos se están cumpliendo: la experiencia está siendo distinta no solamente en cuanto a una época del año concreta, sino respecto a todo. Nunca antes había trabajado "en serio", así que estoy descubriendo lo fucking cansado que es pasar ocho horas de pie repitiendo tareas de lo más rutinarias. Pero me queda el segundo objetivo hecho realidad: estoy sobreviviendo sin pasarlo nada mal. Voy tirando de la cuenta en la que he guardado durante toda mi vida las estrenas (aguinaldos), pagas, sueldos en negro de trabajillos varios... ya que, al haber trabajado sólo tres días, todavía no he visto ni un duro (o mejor dicho, ni un pound) de mi sueldo, evidentemente.

¡Pues sí! Tengo trabajo. Y no es en un Starbucks -menos mal, porque me caen fatal!-, ni en un McDonald's explotador y roñoso, como pensaba yo... Después de repartir más de setenta currículums por las zonas céntricas de Londres me llamaron de varias entrevistas y pruebas, y finalmente he acabado currando en una tienda a diecisiete minutos andando de mi casita. En cuanto entré para dar el currículum pensé que era el sitio ideal para mí, y ¡voilà! Aquí me tenéis, cinco días a la semana, ocho horas al día, con un sueldo para nada despreciable. Está claro que con el alquiler de la habitación, la comida, el transporte -el metro está muuuuy caro, amigos- y los caprichitos varios no voy a conseguir ahorrar, pero como recordaréis el ahorro no estaba entre mis objetivos de partida.

La tienda se llama The Grocery , y vende comida orgánica (sinceramente, no entiendo muy bien qué es eso, porque no concibo una comida que no sea orgánica) y vegana. Allí he visto productos que ni sabía que existían. Es todo bastante carillo, sobre todo la verdura y la fruta: la calidad que tiene es, por lo visto, difícil de encontrar en Londres, ciudad en la que reinan los restaurantes de comida rápida. Los clientes son casi todos en plan alternativo-gafapasta-tatuados-hippies, así como mis compis de trabajo -me encantan!-. De momento, entre los que he conocido solamente hay una inglesa: los demás somos todos extranjeros.

La mayor ventaja del trabajo es que puedo quedarme con la comida cuya fecha de caducidad ha vencido -pero que, ¡ah, amigos!, sigue siendo comestible, que no vendible-. Así que llevo varios días comiendo de gorra, y encima exquisiteces vegetarianas que a otros les cuestan una pasta. Otro punto a favor: lo no caducado puedo comprarlo con un descuento del 20% por trabajar allí, cosa que supone un alivio para mi bolsillo estudiantil (teniendo en cuenta lo que vale aquí el aceite de oliva, estoy más feliz que unas castañuelas).

Claro que no todo va a ser chachipiruli: estar ocho horas de pie en la caja (ya nos podían poner una silla, ¡pero no!) me deja las piernas... en fin, que no sé cómo me las deja, porque ni las siento. De vez en cuando aprovecho para dar una vuelta por la tienda para comprobar que todo está en su sitio y de paso desentumecerme, pero aun así llego a casa casi arrastrándome por las calles. ¿Y qué más? Ooooh! El idioma!!! Normalmente es fácil, sólo tengo que preguntarles a los clientes si quieren una bolsa -aquí se pagan- y pedirles que introduzcan el PIN de la tarjeta de crédito, pero si me preguntan algo... ¡¡¡tiemblo!!! De todos modos me voy acostumbrando al inglés mezclaíllo que se habla aquí -me imaginaba Londres multicultural, pero no tanto: los ingleses deben de suponer el 40% de los habitantes de la ciudad, o ésa es mi experiencia-.

Peeeeeero antes del trabajo tenía que conseguir algo esencial: casa. Y lo hice dos días después de aterrizar en Londres -mientras me alojé en casa de mi primo, que estudia aquí-. Si alguna vez se os ocurre experimentar una aventura de este tipo, os aconsejo que no lo hagáis con una de esas agencias que te prometen un puesto de trabajo asegurado y una habitación en un piso repleto de comodidades, porque por lo que he oído ninguna de esas dos promesas suele cumplirse y, además, todo eso lo puede conseguir uno por su cuenta: y como prueba, yo (muaks, muaks, ¡qué grande soy!). Tengo una habitación sencilla pero cómoda y agradable en zona 2, concretamente en Bethnal Green, y a dos paradas de metro del centro, o sea, de la zona 1. El barrio es todavía más multicultural que las calles principales de la ciudad, y está muy bien conectado mediante autobuses y metro con cualquier zona de fiesta, ocio, turismo, etcétera que podáis imaginar. Vivo en una casa con otras cinco personas -y dos okupas: ¡hola desde aquí!-: tres chicas y un chico españoles y otro chico neozelandés que tiene una cara graciosísima -y es el rey de los ventilacos, ¿eh, Nacho?, o eso sospechamos...-. Mi cuarto da a la cocina y a un jardín hecho polvo que quizá algún día me atreva a adecentar, aunque ahí hay faena más bien para tres o cuatro tardes.

El alquiler es una pasta. Aquí se paga por una semana lo que en Valencia pagaríamos por un mes. No es que no vaya a ahorrar, es que creo que me voy a ir de Inglaterra en números rojos. Vamos, que la aventura londinense me va a salir cara, creo yo. Por la gracia de trabajar en Londres voy a tener que trabajar todo el curso en España, lo que yo os diga...

Hale, ya me he cansado. Otro día sigo con los aspectos turísticos, de la vida diaria, del clima y todas esas cosas que, en realidad, podéis leer en las guías que venden en los aeropuertos.

Mmm... bye!

domingo, 4 de julio de 2010

Londres

Recorde quan tenia cinc o sis anys i desitjava que el dia tinguera més de vint-i-quatre hores, perquè aquestes se’m quedaven curtes. Em gitava tots els dies no més tard de les deu de la nit, incondicionalment. Les cançons dels dibuixos animats o del col•legi espantaven la son i, per molt que intentara fer-les fora del meu cap, m’acompanyaven fins que les mans, esgotades, s’afluixaven i deixaven d’estrènyer les oïdes. Pels matins les ganes d’anar a l’escola em treien del llit sense que ma mare haguera d’insistir-me. A les huit i quart sonava l’escopetada d’eixida i les hores començaven a córrer a un ritme fugitiu que ara em sembla irrecuperable.

Ja fa uns quants anys que em fa vertigen la rapidesa amb la qual passa el temps. Quan tinc estones buides obric les carpetes de fotos de l’estiu passat i m’observe: sóc la mateixa? No, evidentment. En aquelles fotografies Irene tenia dinou anys, i ara en té vint; la seua pell era més morena que ara, cosa que a Londres serà difícil aconseguir; estava convençuda de que aquella felicitat calmada i al mateix temps eufòrica era la màxima a la que podia aspirar, i ara se’n ha adonat que estava, per sort, equivocada. Perquè ara és quan comença a tastar la vertadera plenitud, quan albira la llum que envolta a ella i al món.

L’altre dia vaig estar mirant fotos de paper, de les d’abans. Tinc bastants àlbums que arriben fins als meus catorze anys, més o menys; després les imatges s’acaben i s’espargicen per diferents ordinadors, i moltes han mort a la par que aquelles màquines de vida ínfima. Però la Irene bebè i xiqueta encara viu a la prestatgeria més alta de la meua habitació. Tenia uns ulls blaus i gegants que ara són verds, encara que molta gent continua veient el mar en ells. El mar... aquest mantó interminable és la font de la meua llibertat: saber que puc escapar per ell quan la sensació de claustrofòbia oprimisca el meu cap, o quan haja d’agafar avions que potser canvien inclús la cadència del temps...

A dia i mig d’anar-me’n a Londres per passar-hi, en teoria, tot l’estiu, tindre el mar a prop és el que em salva d’eixir boja. No tinc res preparat, només un bitllet d’avió que em soltarà a una ciutat desconeguda i gegant, inabastable. No sé on viuré, ni on treballaré, ni amb qui gastaré les hores. Però allò que més por em fa és el record de l’estiu passat, potser idealitzat, i el desig de repetir-lo aquests mesos en lloc de trobar-me, de cop, tan lluny de tot el que es queda ací. M’agradaria que tot s’aturara a Espanya i esperara a que jo arribara per tornar a funcionar. Si ja tinguera llesta la màquina del temps viatjaria al passat i em quedaria amb un estiu de platja, sol, viatges senzills i passeigs per la ciutat abrasant. M’agradaria fer un retalla i pega per transportar l’estiu de 2009 a aquests mesos i viure’l de forma pareguda però diferent, perquè tu també hi estaries –i la Irene de 2010 és una versió molt millorada de l’antiga-.

No sé molt bé què pinte a Londres, ni per a què vaig, perquè sent que no estic al moment idoni per viure aquesta experiència. No m’abelleixen aventures ni incerteses a països estrangers: vull un estiu tradicional a la costa, com els que vivia de xicoteta a la caseta del meu avi, ara enderrocada. Vull gaudir-te aquest estiu, encara que el temps transcorre a la velocitat de la llum i el següent està en girar el cantó. Vull recordar el començament de l’estiu cadascuna de les nits de juliol, agost i setembre, i no dubtes que ho faré en la distància. I no serà en anglès sinó en valencià, la llengua en la que pense últimament sense saber exactament per què.

I tanmateix, me’n vaig... hi ha alguna cosa que m’empeny a anar-me’n. Les senyals de les que tant parle són les culpables. Així que es vegem allà... o no? Tens la porta oberta (tot i que no sé si serà la porta d’un apartament, d’un alberg o d’un contenidor...).

Gaudim l'estiu, que aquest mai no tornarà!

miércoles, 23 de junio de 2010

Olas del mar, ones de la mar



L’estiu m'ha sorprés a la mar. Ha arribat com un regal d’aniversari: de la mateixa manera que al regal se l’espera però sempre xoca, l’estiu s'ha plantat a la platja de sobte, encara que el tenia marcat al calendari. Algú em va dir que aquella era la nit més curta de l’any, i jo ho confirme. Qui li furtaria les hores al dia següent, que també va semblar encongir-se? Dormint, parlant, coneixent-te, respirant el teu alè... qui sap si m’he acostumat massa prompte al teu llit? Potser per això vaig caure tres cops en tornar a casa, com la bèstia –sé que no t’agraden- que s’escapa del zoològic i no pot sobreviure a la llibertat... amb la diferència que, a la meua història, la llibertat ets tu.

Tremole quan recorde els teus llavis, expectants, i més càlids que cap altres amb els quals m’haja topat. Una denteta s’escapava de la teua boca al temps que els ulls esdevenien vergonyosos, i baixaven, i miraven no sé on, i sofrien una metamorfosi rere altra, semblant calidoscopis sense ganes d’aturar-se. Una mà molt prima buscava els meus cabells i l’arena que en queia pol•linitzava el coixí. Açò és estiu, i tu series estiu si hi estigueres... clar que pots ser tardor, quan les nits siguen més llargues.

Comence a sospitar que alguna constel•lació protectora ha estat espiant-me durant mesos i finalment m’ha permès tastar un poquet –només un poquet...- açò de la vida. Havies d’arribar ara: ara és quan té sentit. Ho vaig comprendre entre les ones de la mar, i m’ho vaig tatuar a la barbeta deu minuts després. Aquest cop jo no sóc la culpable: ho ets tu, dels meus desmais...

Quan vaig baixar del teu llit tot era estrany: la sensació d'estrangerisme que tinc des de que València és nova ara es multiplicava per mil. El marit de la dona que cus bevia cervesa al portal del costat i m’observava amb mig somriure, divertint-se amb els meus passos indecisos. Em va indicar el camí de tornada a la realitat, però crec que m’he quedat pegant voltes al teu barri, o potser m’he desviat de l’itinerari, perquè des d’aleshores només tinc la ment en tu... en el teu dolor d’esquena pel qual no t’he preguntat –no em posaràs un negatiu, veritat?-, i també en els teus cabells despentinats en una coleta que a tu no t’agrada gens. Pensava en tu quan perdia la consciència i quan demanava, com una xiqueta nyonya, que no em deixaren morir-me. Hui no he somniat en tu, però... no és açò millor?

viernes, 18 de junio de 2010

Mi Barcelona particular




A veces, decidir significaba interferir en los planes que el destino tenía para ella. Por eso no le gustaba dar consejos, ni decir “si yo fuera tú”. Si ni siquiera conocía la fórmula para encaminar su propia vida, ¿cómo podría despejar las equis de otras? Así que, para evitar la culpa de los errores cometidos, decidía dejarse llevar y fiarse de su primer impulso. Desarrolló un sistema de leyes de causa y efecto, de señales que le indicaban, como pistas clarividentes, hasta qué casilla del tablero debía avanzar, o si era más prudente pasar turno y quedarse quieta.

A más equilibrio en la balanza, menos poder de decisión. Ahora oscilaba, sin pausa, de derecha a izquierda y de arriba abajo. Por las mañanas quería irse, y el aire que respiraba olía a promesas, a independencia, a Barcelona. Apenas mes y medio antes había sido capaz de condensar los trámites de dos semanas en un solo día: hartazgo, frustración, pero también intuición y expectativas. A medida que avanzaban las horas, sin embargo, un nudo de arrepentimiento iba deshaciéndose en su estómago, y ya no veía ni las caras ni las calles ni los árboles de Valencia, sino las caras y las calles y los árboles de Barcelona, insólitos, mutantes, por estrenar. La idea de rechazar la plaza no superaba el umbral de su mente: naturalmente la censuraba, sin dificultades, pero no sin dudas. Al cerrar los ojos por las noches se despedía de ella, ondeando una mano imaginaria, suplicándole en su fuero interno que le transfiriera valor para quedarse. Al sonido del despertador Valencia volvía a ser rutina y pasado; Barcelona, sólo futuro.

Las señales se contradecían y se compensaban las unas a las otras: caos. A la espera de la determinante, sus crías no hacían más que confundirla. Se cuestionaba si el hecho de atarse a las personas era tan limitador como le habían dicho. ¿Hasta qué punto merecía su carrera un sacrificio como ése? Millones de balanzas se desequilibraban. La de la vocación, la de los amigos, la de los sueños, la de las prioridades… caos. Se había dejado en manos del universo, y confiaba en que Urano jugara al escondite con Saturno, o que el asteroide 564 se desviara de su trayectoria, para no titubear cuando apareciese la señal definitiva.

Y llegó con cinco días de retraso, cinco minutos después de que Celia decidiera rendirse ante el tiempo. “Que sea que no, que sea que no”, pensaba, y los músculos le vibraban y una sensación efervescente nublaba sus papilas gustativas. “Mujer de contradicciones”: su madre no lo entendía, si sólo una semana antes la había llamado emocionada para informarle sobre la última señal que conducía al norte.

Fue que no. La balanza se inclinó, de golpe, al plato derecho. Nada de lo que contenía el izquierdo se evaporó, sino que desertó de su bando y se unió al ganador. Ahora pesaba y se hundía en el suelo. Perforaba todas las capas de la Tierra, dos veces cada una, y luego otra vez en dirección contraria. En ese momento Celia sintió que su termómetro de felicidad subía un grado. Casi corría por la calle. El sol calentaba parques y letreros de bares en los que nunca había reparado. Barcelona estaba ahora allí, fundida con Valencia: millones de toneladas de edificios habían viajado cuatrocientos quilómetros en cinco minutos para que Celia los descubriera. Las urbes encajaban sus esquinas y superponían sus avenidas, la una rellenaba con teleféricos los túneles de la otra.

Todo era nuevo: la sala diecisiete, el quinto paso de cebra, el color del oeste, las escaleras mecánicas, el revisor del tren y los guijarros del camino a casa.


Gracias a todos los que hacéis que Valencia sea mi particular Barcelona :)

jueves, 17 de junio de 2010

La mañana

Es verano, y para ella las noches son más cortas que para nadie: empiezan a las dos de la madrugada y acaban a las seis. Después de lavarse los dientes y la lengua se saca la camiseta ancha, de publicidad, de la forma en que le enseñó su madre y a la que todavía no se ha habituado: cada mano agarra el lado contrario de las faldas de la prenda y estiran rápidamente hacia arriba, creando por un momento la ilusión de que de su interior va a brotar algo atípico, desconocido. Examina el suelo punteado y de paso se mira la tripa -que es de bebé-, ligeramente abombada, recubierta de un fino lanugo que se eriza con sólo acercarse su mano levitadora. Del interruptor de la luz a su cama hay cinco pasos que reduce a dos, y en menos de diez segundos ha involucionado en un capullo inmóvil que será su hogar hasta cuatro horas después.

Duerme por encima de sus sueños, interrumpidos por los ladridos de un perro que se agazapa ante la oscuridad y los conejos. Los escalofríos la asaltan, puntuales, a las cinco de la mañana, y la despabilan con delicadeza, como lo harían los besos de un amante avezado. El perro ya no ladra: aúlla, y otro alarido le ordena, inútilmente, silencio. No importa, quedan dos minutos para que el despertador corte en seco la caricia onírica del viento. Le parece que ha dormido con los ojos abiertos, así que sólo le queda desprenderse de su revestimiento y estrenar, como cada día, el ciclo de las alas. Es temprano, y todavía no las ha integrado en la memoria de la especie. Vuela con ellas conscientemente, se eleva sobre la cama y la taza de leche. Pasa las páginas de una revista sólo con imaginar el gesto de salivarse las puntas de los dedos.

Todavía entre ondas zeta aterriza en la estación de trenes. Ríe al ver la cara de jueves que un hombre trata de esconder detrás de las gafas. No está bien visto reír sola y en público, y pensar en eso le da más ganas de reír. En el vagón se le caen los párpados, hay un magnetismo en las pestañas inferiores que los atrae. Bosteza. Quiere desperezarse, pero eso ya sería demasiado informal. Pegado a los cristales transcurre un mural de huertos, palmeras y barracas al borde de caminos de barro. Todo está bañado por el sol; incluso la sombra. Ahora, simultáneamente, bosteza y ríe: repasa todas las caras de jueves y se ríe.

No es cierto que la felicidad más plena sea aquella cuyo motivo se ignora.

lunes, 14 de junio de 2010

Luz en fase de expansión

Celia se sentía pletórica. Los pedaleos en la bicicleta eran cada vez más acelerados y ligeros: el torrente de pensamientos circulaba por todas sus venas, desde el cerebro hasta las piernas, y éstas lo transformaban en una energía tan poderosa como sutil. Buscaba el reflejo de su luz en los rostros de los peatones: casi todo el que se cruzaba con ella la miraba con extrañeza, como preguntándose por qué en estos tiempos alguien podía no sólo parecer feliz sino también, indudablemente, serlo. Celia se sabía observada y, al contrario que cuando era más joven, disfrutaba con ello. Sin dejar de atender a los semáforos parpadeantes y rodeando las farolas con la destreza de una culebra, sus ojos zigzagueaban de cara en cara emitiendo eléctricos pinchazos. Aunque la mayoría reaccionaba al sentirlos y dirigía su mirada hacia los ojos de Celia –que eran como faros de luz extraterrestre-, sólo ella percibía los colores de sus señales: índigo, magenta, tierra o calabaza. Celia, que hasta entonces no había creído en la existencia de un aura que rodeara a los seres humanos, notaba cómo unas partículas fosforescentes envolvían sus manos y sus brazos, su pecho y su pelo; cómo acariciaban sus labios, entreabiertos, redondeados; cómo surcaban los meandros de sus huellas dactilares… cómo trepaban por el vello transparente de su espalda.

Sólo algunos minutos antes algo se había transmutado en su interior. El interruptor del que dependían todas las conexiones de su cuerpo se había activado después de años encendiéndose y apagándose a voluntad de personas que no eran ella. Hoy, un día de principios de junio en el que llovía y lucía el sol en las cortinas del cielo, Celia había tocado, por fin, su esencia; había amasado su identidad y había descubierto que ésta no era un nombre, ni una serie de adjetivos intercambiables, ni una línea genealógica fuertemente asida a sus espaldas. Su identidad era una luz multidireccional que todos, consciente o inconscientemente, percibían. Los primeros no podían evitar mirarla y participar de ella en la distancia; los segundos se veían controlados por una fuerza superior que les impulsaba a tocarla y a beber de su luz.

Su identidad ya no era su carrera, ni su nacionalidad, ni su afición favorita, ni siquiera su sexo. Ya no era la enfermedad por la que había pasado, ni el círculo de personas con las que salía los sábados por la noche, ni el periódico que leía en el tren por las mañanas. Ya no era dos apellidos arrastrados por un nombre arbitrario, ni era su color favorito; tampoco las dioptrías de sus ojos, tampoco la hermana, la amiga o la alumna de nadie, tampoco su piel resbaladiza y tampoco las monedas de chocolate que le regalaban. Era ella, sin nombre, sin rostro, sin peso ni altura. Nada más que luz en fase de expansión.

martes, 8 de junio de 2010

Estoy emocionada

¿Y si TODO el control de nuestra propia vida residiera en nuestra propia mente?

Llevo días pensando intensamente en esto, aunque el germen de la pregunta lo planté hace ya meses. La humanidad ha pasado siglos creyendo que el mundo exterior tenía el poder de alterar su estado de ánimo y su conciencia. Una palabra fuera de tono dicha por el tendero de la esquina puede amargarnos el día. El típico comentario inocente de la tía abuela segunda del pueblo, “eres igual que tu madre”, puede condicionar toda nuestra vida. El sol despierta nuestra euforia e hiperactividad; las nubes nos apagan el color de las mejillas.

Hemos aprendido a vivir así desde pequeños: pendientes del medio y del resto de la gente. Pero todo eso está fuera de nosotros: nuestro cuerpo y nuestra mente nos pertenecen únicamente a nosotros, así que ¿por qué no manejarlos a nuestro antojo? ¿Por qué no moldear nuestro cerebro igual que podemos moldear nuestras piernas, y viceversa?

Me temo que esto va a ser algo inconexo. Sólo lo aviso.

Los mejores médicos aconsejan a los enfermos de cáncer que mantengan una actitud positiva frente a la enfermedad. Esa advertencia no es gratuita: el cerebro humano no sabe distinguir la realidad de la ficción, y si le decimos que estamos bien, sanos y optimistas, esa convicción se trasladará a todas las células de nuestro cuerpo mediante los intrincados mecanismos de la mente. Por eso las personas negativas, que se anulan a sí mismas mediante “no puedos” y “esto es imposible”, permanecen en el círculo vicioso de la queja y la “mala suerte” hasta que rompen con esa dinámica por alguna razón.

Ya que, como he descubierto, es fácil y factible engañar al cerebro haciéndole creer cosas que –de momento- no son ciertas o no se han materializado, ¿por qué no probar esto en cualquier campo de mi vida? La práctica es complicadilla al principio, pero si se persevera y se cree en la técnica y en los futuros resultados, todo comienza a fluir. Simplemente las expectativas de mayor bienestar y autorrealización me llenan de energía y positividad, y muchas veces no sé cómo canalizar estas sensaciones –finalmente acabo dando saltos por mi casa y cantando canciones del verano del año 2000-.

El cerebro es el órgano al que mayor utilidad podemos darle y, sin embargo, apenas lo utilizamos: sólo aprovechamos un 10% de su capacidad y, encima, el 93% de ese pequeño porcentaje es inconsciente. Nuestra vida se rige por pautas y comportamientos aprendidos hace muchísimo tiempo, en la más tierna infancia, y son esas directrices las que seguimos una y otra vez. Nos tropezamos, nos caemos, pero no aprendemos: simplemente repetimos y repetimos. Estamos a merced de lo que pasa fuera de nosotros: del tiempo meteorológico, de la reacción de otras personas, de la felicidad o la amargura de conocidos a los que, quizá, ni siquiera conocemos tanto. Pero es en nuestro interior donde guardamos todas las herramientas que existen para ser felices y para gestionar absolutamente todo lo que nos pasa, lo que sentimos, lo que pensamos y lo que decidimos hacer con nuestra vida, con nuestro cuerpo y con nuestra mente.

En el libro “Controle su destino” –que os recomiendo-, del asesor y conferenciante experto en Programación Neuro-Lingüística Anthony Robbins, leí algo así como que las personas que obtienen el éxito en lo que desean son las que se atreven a romper límites y experimentar más allá de lo que otros han experimentado. ¿Acaso nunca nadie ha intentado desanimarnos haciéndonos creer que no podíamos hacer algo simplemente porque él no lo había conseguido antes? Pues esto es lo mismo. Continuamente escuchamos mensajes que contienen la palabra “imposible” o “locura”, y nuestro inconsciente se los traga cuales verdades incuestionables. Mis padres me han comentado varias veces que, si cuando eran pequeños les hubieran dicho que a los 40 años podrían conectarse al instante con el habitante más escondido de las antípodas, no se lo habrían creído. Si alguien hubiera osado predecir que en el siglo XIX íbamos a acceder a lo que quisiéramos a través de una pantalla llena de colorines y símbolos, lo más probable es que le hubiesen dicho que eso era imposible y que estaba loco.

Vale, entonces yo estoy loca por pensar que la mente, ese instrumento tan eficaz y poderoso que utilizamos como mero relleno craneal, puede controlar cualquier cosa que nos incumba directamente a nosotros mismos. Sólo os digo que, tarde o temprano, los científicos empezarán a darse cuenta –algunos ya lo están haciendo- del enorme potencial que tenemos los seres humanos metido en la cabeza. Es una leyenda urbana que quienes le practicaron la autopsia a Einstein descubrieron que su cerebro pesaba más: lo que sí es cierto es que estaba atrofiado y replegado en sí mismo. ¿Puede que de utilizarlo tanto? Yo creo que sí. Así que espero que en mi autopsia, y en la de todos vosotros, los forenses se queden con la boca abierta cuando nos abran la cabeza y huelan a podrido –digo yo que así es como debe de oler un cerebro sometido a una explotación constante-.

El tema de la mente es fascinante. La neurociencia está averiguando cosas asombrosas sobre el poder del cerebro que, lamentablemente, no llegan al público masivo. Todos podemos vivir mejor sabiendo cómo funciona nuestro cerebro: el problema es que nadie nos explica cómo sacarle el máximo rendimiento. Queda mucho por investigar, claro está: pero el conocimiento de lo que ya se sabe está en manos de una pequeña parte de la humanidad y esto, en mi opinión, es penoso. Y, en cierto sentido, también es triste que la mayoría de la gente que descubre esta amplia y poderosa faceta de la raza humana lo haga tras atravesar por momentos de crisis, como enfermedades o dudas muy profundas sobre el sentido de su vida. Y digo que esto es triste sólo en cierto sentido porque pienso que, en muchas ocasiones, captar la esencia de todo esto requiere de un proceso que sólo puede ser vivido en primera persona, nunca por boca de otros.

La verdad es que ahora una gran cantidad de asuntos me parecen absurdos en comparación con la exploración del cerebro humano. Me apetece seguir profundizando en este tema, quiero saber, conocer, explotar esa máquina que rige mi vida aunque la mayoría del tiempo no sea consciente. Ya está bien de utilizarlo como mero mensajero de alertas y creencias sabidas, resabidas y obsoletas. ¡A explorarme se ha dicho!

martes, 1 de junio de 2010

Hoy me quejo yo

Las personas solemos mantener, entre nosotros, más diferencias que puntos en común. Nuestras aficiones raramente coinciden; si nos movemos en un grupo de amigos de, pongamos, siete u ocho personas, es difícil que exista un solo gusto que todos compartamos. Pero ahora, tras años de no-investigación, por fin puedo afirmar que he encontrado algo que constituye una pasión universal: la queja.

A los humanos, por lo general, nos encanta quejarnos, así que aprovechamos la mínima contrariedad para entrenarnos en tan improductiva habilidad, incluso aunque esa contrariedad no nos afecte personalmente. De hecho, nuestra queja suele ser más sentida y profunda cuanto más lejano nos queda aquello que la ha provocado. Por ejemplo, la mayoría de la gente nunca protestará por algo tan vinculante como es la manipulación en los medios de comunicación, y sin embargo no dudará en ponerme mala cara cuando “estorbo” su circulación vehicular cuando voy en bicicleta por la calzada –y dale con las bicis, pero es que este tema me toca la fibra-.

Párate a pensarlo. ¿Cuántas de tus conversaciones rutinarias se basan en la queja? Quejarse es algo muy socorrido cuando se nos gasta la cuerda. Cuando ya no tenemos nada más de lo que hablar con la otra persona, un mecanismo interno nos impulsa a llenar el vacío que crea el silencio y empezamos a pagarla con lo primero que nos viene a la cabeza: el tiempo atmosférico, los exámenes, el Gobierno… el caso es quejarse. Y así, muchas veces, nos quejamos de vicio.

Yo solía ser muy quejica. Mi madre se quejaba de que yo siempre me quejara –una característica de la queja es que genera más queja-. Lo cierto es que yo no me daba cuenta, porque pensaba que todas mis quejas estaban plenamente justificadas. Por tanto, me quejaba de que ella se quejara de que yo me quejaba, y luego lo olvidaba todo y me quejaba de otra cosa.

No sé en qué momento me di cuenta de que esa actitud era inaguantable. Ahora ya no me quejo ni la décima parte que hace un par de años, aunque no he abandonado el hábito del todo. Nada es malo en pequeñas dosis y, además, sospecho que la queja es una práctica inherente al ser humano. O al menos me consuela pensar eso.

Todo esto lo he reflexionado después de meses aguantando a un profesor inaguantable –qué paradójico-. De su mala leche he deducido que, como el sueldo no debe de llegarle para pagar a un psicólogo, utiliza las clases como terapia. Marca su postura cabreada y distante desde que se aposenta en la tarima en lugar de en el suelo, que es lo que está al mismo nivel que nuestras mesas. Ésa es su manera de decirnos que es superior a nosotros, estúpidos universitarios inconscientes y autómatas. Una vez acomodado en su trono, reproduce su discurso de dos horas sobre la inutilidad humana de la que, por supuesto, todos –excepto él- participamos. El asunto no pasaría de molesto si, por lo menos, se dirigiera a su auditorio con educación y suavidad, pero no: su tono de voz suena requemado, y no precisamente por el tabaco. Solamente la voz del propietario de alguna mano privilegiada interrumpe la interminable diatriba cuando el profesor le concede el honor de la palabra, que le quita en cuanto tartamudea, a su modo de ver, alguna “sandez”. “Para cagarla, mejor te callas”, ha sido la filosofía que nos ha transmitido durante las últimas sesiones.

Cierto día establecí una conexión entre este profesor mío y un escritor y columnista al que antes leía con gran entusiasmo: Javier Marías. Desde que descubrí sus artículos en El País Semanal me convertí en una fiel seguidora suya, y tomaba como palabra del Señor cada frase que publicaba. Así fue hasta que, no hace mucho, escribió una columna titulada –si no recuerdo mal- “Escenas de ínfima exasperación”. Conformaban el escrito distintos episodios que sacan de quicio al autor y de los que, en consecuencia, se quejaba. Algunas quejas me parecieron bastante lógicas –la imparable proliferación de obras en Madrid-, pero otras me sonaban a queja gratuita –como las barreras de personas que se forman en las aceras y que no dejan avanzar al paso deseado, cosa que, dicho sea de paso, pone de relieve esa moderna tendencia que tenemos los humanos hacia la impaciencia y la prisa-. La columna tuvo sus secuelas y la queja entera se compuso, finalmente, de tres partes, a cada cual más repelente. Al leerlas me di cuenta de que la gran mayoría de sus artículos anteriores eran quejas, pero no quejas basadas en evidencias o expresadas calmada y respetuosamente, sino quejas vomitadas por un hombre frustrado, asqueado y, sin duda, infeliz.

Porque ¿puede ser feliz alguien que, como mi profesor o Marías, no consigue atisbar el lado positivo que cualquier acontecimiento tiene? ¿Y que, encima, se queja de forma que deja entrever el odio y el cansancio por la vida que lleva dentro? Sinceramente, lo dudo. Yo opino que la felicidad se basa, en gran parte, en aprender a relativizar y a aliarse con el tiempo. Si sabemos que, desde nuestro prisma individual, bonito y feo son incompatibles, ¿por qué nos enfocamos en la parte desagradable de la vida? ¿Es que no sabemos que no es en ella donde reside la verdadera felicidad? Me pregunto cómo hemos llegado al punto de que nos fastidie no poder caminar a una velocidad de diez pasos por minuto más que los que damos a la que andamos por la hilera de ancianos que nos impide adelantar. Y aún entiendo menos que un periódico dé importancia a una queja tan banal.

Debemos trascender todo eso. Sí, el mundo está mal y hay mil cosas de las que quejarse, pero por favor, hagámoslo con fundamento y con una perspectiva un poquito más global. Reconozcamos nuestras flaquezas y mostrémonos humildemente al mundo en lugar de intentar manejarlo como si sólo fuera un personaje más de un videojuego. Disfrutemos de lo que hay y centrémonos en lo que necesita realmente nuestras quejas y nuestra ayuda.

lunes, 24 de mayo de 2010

Infancia III: La mujer que cose

Para ir al colegio, Alba quedaba todas las mañanas con su amiga Lucía. Estaban en párvulos. Su madre la acercaba a la estación de tren, porque Lucía venía de la ciudad, y desde allí caminaban hasta la escuela, mientras el sol luchaba por salir del cúmulo de nubes.

La razón por la que Lucía soportaba cada día una hora de tren y autobús era que su madre trabajaba en el colegio de Alba como maestra, por lo que decidió matricularla allí y ahorrarse una niñera que la despertara, le hiciera el bocadillo del almuerzo y la llevara y la recogiera de clase de lunes a viernes. Así que las dos, junto con otra maestra, iban al pueblo por la mañana, muy temprano, y volvían a la ciudad después de comer.

El trayecto desde que Alba se encontraba con Lucía hasta que llegaban a la escuela consistía en una sola calle que se recorría en apenas diez minutos. Incluso menos, porque parecía que la madre de Lucía y su compañera llevaban el acelerador puesto. Alba se quejaba porque no podía seguir el paso de aquellas dos adultas. A veces caminaban tan deprisa que se convertían en dos puntitos en el horizonte. “Es como si fueran en patines”, le decía a su madre. A Lucía ese ritmo no le parecía mal. Ni siquiera lo juzgaba como rápido o lento: sencillamente, no pensaba en él. Dedicaba aquel recorrido a hablarle a Alba sobre cosas más interesantes para una niña de cinco años, como los gatos y los perros que quería tener, por ejemplo; cómo les llamaría y el color del carrito en el que los sacaría a pasear. Alba acabó contagiándose de sus ganas de tener una mascota: se imaginaba a su futuro perro, de largas orejas puntiagudas y con un chupete atrapado entre los colmillos, acostado boca arriba en un carrito de bebé azul.

Más o menos a mitad de la calle que desembocaba en el colegio, Alba y Lucía callaban durante unos instantes y miraban hacia su izquierda. La ventana de una de las casas tradicionales de dos plantas dejaba ver a una mujer mayor sentada tras una máquina de coser. Su mesa estaba colocada justo enfrente del cristal, de modo que ella quedaba mirando al exterior. Alba y Lucía la llamaban “la mujer que cose”. Todos los días, invariablemente, la encontraban allí, cosiendo a las nueve menos diez de la mañana. Nunca dejaba de ser una novedad: siempre la observaban y hacían algún comentario al respecto. La imagen no duraba más de dos segundos, lo que les costaba dejar atrás la ventana de la mujer que cose. Aunque al principio ésta ni se inmutaba ante la inspección curiosa y avispada de sus espectadoras, con el paso del tiempo Alba comenzó a advertir su mirada de soslayo. De su boca nacían alfileres; las manos se entrecruzaban, hábiles y rápidas como el caminar de las maestras.

Cuando pasaron a primaria, Lucía se mudó a una urbanización cerca del pueblo. Ya no tenía que coger el tren: su padre la llevaba en coche al colegio. Alba continuó yendo andando, ahora acompañada por la niñera que la madre de Lucía quiso evitar. Al llegar a la altura de la casa de la mujer que cose echaba un vistazo fugaz a su izquierda y la veía, cosiendo, como siempre. Sus ojos coincidían durante un pestañeo y después cada una seguía a lo suyo: Alba apretaba el paso para no llegar tarde -ahora que las maestras habían desaparecido con sus patines ya no sentía la presión de correr-, y la mujer que cose cosía. Lucía ya no iba a la misma clase que Alba, pero en el recreo jugaba con ella y siempre le preguntaba si la mujer que cose continuaba fija en su mesa de labor.

Alba pasó todos los días por la ventana de la mujer que cose durante los seis años que duró la primaria, y ni uno dejó de sorprenderse por que la mujer se levantara tan pronto, a su edad, sólo para coser, cuando tenía un largo día por delante para dedicarse a ello. Cuando Lucía y Alba pasaron al instituto, simplemente la olvidaron: la mujer y su máquina de coser se convirtieron en parte de la amalgama de recuerdos del colegio, como los perros con chupete y las ratas del patio.