lunes, 24 de mayo de 2010

Infancia III: La mujer que cose

Para ir al colegio, Alba quedaba todas las mañanas con su amiga Lucía. Estaban en párvulos. Su madre la acercaba a la estación de tren, porque Lucía venía de la ciudad, y desde allí caminaban hasta la escuela, mientras el sol luchaba por salir del cúmulo de nubes.

La razón por la que Lucía soportaba cada día una hora de tren y autobús era que su madre trabajaba en el colegio de Alba como maestra, por lo que decidió matricularla allí y ahorrarse una niñera que la despertara, le hiciera el bocadillo del almuerzo y la llevara y la recogiera de clase de lunes a viernes. Así que las dos, junto con otra maestra, iban al pueblo por la mañana, muy temprano, y volvían a la ciudad después de comer.

El trayecto desde que Alba se encontraba con Lucía hasta que llegaban a la escuela consistía en una sola calle que se recorría en apenas diez minutos. Incluso menos, porque parecía que la madre de Lucía y su compañera llevaban el acelerador puesto. Alba se quejaba porque no podía seguir el paso de aquellas dos adultas. A veces caminaban tan deprisa que se convertían en dos puntitos en el horizonte. “Es como si fueran en patines”, le decía a su madre. A Lucía ese ritmo no le parecía mal. Ni siquiera lo juzgaba como rápido o lento: sencillamente, no pensaba en él. Dedicaba aquel recorrido a hablarle a Alba sobre cosas más interesantes para una niña de cinco años, como los gatos y los perros que quería tener, por ejemplo; cómo les llamaría y el color del carrito en el que los sacaría a pasear. Alba acabó contagiándose de sus ganas de tener una mascota: se imaginaba a su futuro perro, de largas orejas puntiagudas y con un chupete atrapado entre los colmillos, acostado boca arriba en un carrito de bebé azul.

Más o menos a mitad de la calle que desembocaba en el colegio, Alba y Lucía callaban durante unos instantes y miraban hacia su izquierda. La ventana de una de las casas tradicionales de dos plantas dejaba ver a una mujer mayor sentada tras una máquina de coser. Su mesa estaba colocada justo enfrente del cristal, de modo que ella quedaba mirando al exterior. Alba y Lucía la llamaban “la mujer que cose”. Todos los días, invariablemente, la encontraban allí, cosiendo a las nueve menos diez de la mañana. Nunca dejaba de ser una novedad: siempre la observaban y hacían algún comentario al respecto. La imagen no duraba más de dos segundos, lo que les costaba dejar atrás la ventana de la mujer que cose. Aunque al principio ésta ni se inmutaba ante la inspección curiosa y avispada de sus espectadoras, con el paso del tiempo Alba comenzó a advertir su mirada de soslayo. De su boca nacían alfileres; las manos se entrecruzaban, hábiles y rápidas como el caminar de las maestras.

Cuando pasaron a primaria, Lucía se mudó a una urbanización cerca del pueblo. Ya no tenía que coger el tren: su padre la llevaba en coche al colegio. Alba continuó yendo andando, ahora acompañada por la niñera que la madre de Lucía quiso evitar. Al llegar a la altura de la casa de la mujer que cose echaba un vistazo fugaz a su izquierda y la veía, cosiendo, como siempre. Sus ojos coincidían durante un pestañeo y después cada una seguía a lo suyo: Alba apretaba el paso para no llegar tarde -ahora que las maestras habían desaparecido con sus patines ya no sentía la presión de correr-, y la mujer que cose cosía. Lucía ya no iba a la misma clase que Alba, pero en el recreo jugaba con ella y siempre le preguntaba si la mujer que cose continuaba fija en su mesa de labor.

Alba pasó todos los días por la ventana de la mujer que cose durante los seis años que duró la primaria, y ni uno dejó de sorprenderse por que la mujer se levantara tan pronto, a su edad, sólo para coser, cuando tenía un largo día por delante para dedicarse a ello. Cuando Lucía y Alba pasaron al instituto, simplemente la olvidaron: la mujer y su máquina de coser se convirtieron en parte de la amalgama de recuerdos del colegio, como los perros con chupete y las ratas del patio.

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