lunes, 15 de noviembre de 2010

Estoy

Estoy todo lo que he vivido. Estoy la casa de la playa en la que fui concebida. Estoy las náuseas del embarazo y las proteínas de los alimentos que contribuyeron a mi desarrollo fetal. Estoy el niño que todos creían que era hasta que una ecografía inutilizó los pequeños albornoces azules en los que habían bordado mi otro nombre. Estoy el 19 de marzo de 1990 en el que María Dolores me parió y estoy el traqueteo del tren que me impulsó a la vida. Estoy la teta de mi madre y el cordón umbilical que me unía a ella. Estoy mi osito Pepe, mis primeras vacaciones en los Picos de Europa y la cicatriz de mi barbilla. Estoy todos mis novios infantiles de la guardería y el goteo del melón en verano. Estoy la risa de la ignorancia cándida y las lágrimas de la efímera rabia. 

Estoy el vestido blanco con cuello negro que llevaba el día de mi segundo cumpleaños. Estoy la figura de jirafa que le regalé a mi hermano cuando nació, y estoy la decepción al verla resbalarse de sus manitas. Estoy primero, segundo y tercero de primaria, estoy Paula y Helena. Estoy cada disfraz de carnavales: la bruja, el racimo de uva, el periódico y el pastor. Estoy una niña que se asusta porque su cuerpo comienza a verter sangre sin haberse herido. Estoy la forma que adquirieron mis pechos –y la que tienen ahora-, el crecer de mis caderas y las estrías que lo atestiguan. Estoy las gafas y la pizarra que pierde claridad cuando me las quitaba para evitar sumarlas a la vergüenza del aparato dental que estoy. 

Estoy la confusión de las noches que siguieron a la marcha de mi padre, padre que estoy también. Estoy el instituto en el que entré con prudencia y al que acoplé mis carencias emocionales. Estoy cada profesor que tuve, estoy los amigos que gané y los amigos que he perdido. Estoy la tarde oscura que me recibía al llegar a casa, el violoncello al que amaba y odiaba y los ensayos mudos con la orquesta y con mi voz interior. Estoy el tiempo que pasaba despacio.
Estoy, también, el primer cigarrillo a escondidas y el primer trago de alcohol. Estoy mis cabellos abundantes y sueltos y las sudaderas que les iban a la par. Estoy la libertad que sentí cuando descubrí la otra perspectiva desde la que podía ver el mundo. Estoy el primer chico al que besé y al que tuve que echar de una casa que no era la mía. Estoy cada rasgo de la adolescencia: desengaño, soledad, euforia, egolatría, claustrofobia, impulsividad, prisas y anhelo. Estoy el rebelde rechazo a la autoridad: a la de mis padres, a la de la moda, a la de los medios y a la del gobierno. Estoy las fantasías incumplidas y el sueño de diferenciarme y parecerme por encima de todo.
Estoy todas las notas que han interpretado mis dedos cansados y furiosos; la primera frase de la sonata de Brahms, eso estoy. Estoy Viena, Florencia, Berlín y cada ciudad en la que sonó nuestra música, mi música. Estoy el sí y el no, el hola y el adiós, el hasta siempre. Estoy mi expediente de expulsión y el arrepentimiento y la culpa que me regaló. Estoy el saber que mi padre nunca volvería a vivir en casa. Estoy esa vez en la que dije a Nadal que lo odiaba. Estoy los portazos y las discusiones con mi madre, con mis amigas y conmigo misma. Estoy el descubrimiento progresivo, el no querer saber, la negación y la aceptación resignada.
Estoy mis complejos y mis dietas. Estoy el primer bocadillo que tiré a la basura. Estoy las mentiras y las estratagemas para encubrirme. Estoy la clavícula saliente y la mirada preocupada de mi madre. Estoy la báscula, la psicóloga con ansias de riquezas y la talla 34. Estoy una zombi. Estoy los sollozos de mi padre y la compasión de quienes no sabían pero imaginaban. Estoy el frío punzante y doloroso que estrujaba mis huesos. Estoy el peluche de oveja que me regalaron para amortiguar la angustia de mi pecho. Estoy los seis meses que pasé en el hospital, y estoy la desesperación a la que el ansia de renacer sustituía lentamente.
Estoy la primera vez que pisé la calle con unos pantalones negros y un jersey rojo de cuello alto. Estoy toda mi familia, estoy incluso mi perro y el perro de mis tíos. Estoy Valencia y Albacete. Estoy Liz, Diana, Lucía, Raquel, Marta. Estoy el verano de 2009, el moreno de mi piel, expuesta al cielo las veinticuatro horas del día. Estoy la nueva cara de mi madre, la edad del pavo de mi hermano, el sacrificio de mi gata. Estoy las olas del mar de la primera noche de verano. Estoy el avión que me aleja de lo conocido y que me trae una nueva –pero temporal- distracción malintencionada. Estoy la variedad del metro de Londres. Estoy mi habitación alquilada, la de antes y la de ahora. Estoy exámenes, horas de piscina y cervezas que justifican conversaciones.
Estoy las palabras que escribo, grabo y pronuncio. Estoy el recuerdo de mi infancia y la agridulce añoranza de sus agostos, sus barrigas descubiertas, sus pirris en la cabeza, sus mimos desinteresados, sus primos también infantes y sus viajes en coche en el recién descubierto asiento delantero. Estoy el ir allí y el volver aquí. Estoy también mil dudas y sus dos mil respuestas posibles. Estoy la elección y el descarte. La equivocación, el error, el fallo: como quieras llamarle. Estoy dos piernas, dos brazos, dos ojos, dos orejas e infinitas combinaciones. Estoy nuevas personas, estoy el cambio a mi alrededor. Estoy yo, Irene, pero no soy Irene.