lunes, 26 de abril de 2010

Yo también

Admitámoslo cuanto antes: no somos originales. Aceptémoslo antes de que nuestro ego se eleve tanto que su caída sea inaguantable.

Éramos felices pensando que teníamos algo de excepcionalidad. Todos nos enorgullecíamos de haber descubierto algún detalle del mundo que nadie más había conseguido captar, o de haber hecho algo por primera vez en la historia de la humanidad, o de conocer un truco para sobrellevar mejor nuestra existencia. Pero no. Sea lo que sea, hagamos lo que hagamos, alguien más lo ha hecho antes, o lo está haciendo en el mismo momento.

Facebook nos demuestra que somos comunes. Los grupos "Yo también..." son una cura de humildad para cualquiera que creía haber descubierto América. Hay quien, tras sufrir la patada en el ego y curarse el moratón, merodea por la red social buscando colectivos a los que adosar su normalidad. Yo también me comí el colacao a cucharadas y me dio tos. Yo también iba a la papelera a sacar punta para hablar con mis amigos. Yo también me ponía las cerezas de pendientes.

Los hay para todos los gustos. Cuando uno sucumbe a la aspereza de las redes sociales puede pasearse por ellas y sonreírse al encontrar ese enunciado en el que ve resumida una parte de su historia privada. Con sólo un click se convierte en miembro de una masa anónima que actúa a la vez como consuelo y como desazón, pues aunque nos identifica con nuestros afines también nos despoja de lo que considerábamos propio y único. Esas ideas eventuales que nos parecieron brillantes y certeras, esas manías que describían nuestra esencia o los guiños que compartíamos con alguien indispensable; ahora resulta que todo eso ya lo han experimentado 1.383.789 personas más. Y sólo en Facebook.

Cuán atrás queda el día en que pensaba que disfrutar del aroma de los subrayadores de colores era un privilegio al alcance de unos pocos custodios. Ingenua de mí, que llegué a creer que solamente yo había advertido la existencia de una especie de "señoras" que te recuerdan lo mona que eras de bebé. Qué individualismo, qué prepotencia. Mi perspicacia reducida a cero una y otra vez a medida que me afilio a cada uno de esos grupos. Facebook me anula.

Nos quedaba una chispa de peculiaridad, aunque fuese ficticia. A mí me gustaba saber que los domingos a las siete de la mañana únicamente yo pedaleaba por el carril bici entre los huertos, escuchando a los primeros gorriones y oliendo las recién nacidas flores de azahar. Sintiéndome la dueña de la mañana durante una hora que el resto de la gente llenaba con resaca y colchón.

Pero ahora sé que miles de personas respiran el mismo oxígeno que yo las mañanas de domingo y, aunque eso no reste al asunto su toque extraordinario, sí me roba la sensación de pertenencia, de monopolio. Los domingos ya no son tan míos como antes...

Facebook: ese nuevo mecanismo de alienación.

jueves, 22 de abril de 2010

La tregua de la naturaleza

Los asientos fríos y duros, las cafeterías caras y las tiendas libres de impuestos: todo había sido invadido por una marea de viajantes, ejecutivos y turistas abandonados en tierra de nadie por los caprichos de la naturaleza. Un volcán cuyo nombre se calificaba como impronunciable –aunque, con una lectura atenta, se tornaba descifrable- había entrado en erupción dos días antes, llenando los cielos de toda Europa de pizquitas de ceniza que, caprichosas y volátiles, impedían a los aviones despegar. Aviones que, pese a reunir todas las innovaciones tecnológicas en sus motores, parecían achicarse, indefensos, frente a la nube de polvo que caía desde las alturas de la Tierra.

Los pasajeros habían dejado de ser pasajeros para convertirse en asilados, si decidían esperar en el aeropuerto a que la nube escampara, o en nómadas, si cargaban con sus maletas y salían a las calles en busca de coche, autobús, barco o tren que los devolviera a sus desatendidas vidas. El informe que su jefe le ordenó escribir al aspirante a ascenso, el turno de enfermera que había de ejercer cuidando a la madre enferma, o la vida, la vida monótona y exenta de consciencia, esperaba a miles de kilómetros de aquella ciudad foránea, desconocida. El viaje de trabajo que había llevado a Viena a ese hombre de negocios, y que en cuatro días había abarrotado su agenda de compromisos insalvables, ahora le permitía inventar unas vacaciones que alargarían su vida en algunas horas, por su imprevisibilidad. En lugar de convertir la resignación en placer, agotó cada céntimo en efectivo en buscar la combinación que le devolviera a su país. Hizo ochenta llamadas al extranjero, se asoció con otros viajeros para pagar coches compartidos a compañías fantasma, sobornó al personal de todos los mostradores esforzándose por hablar un alemán que no conocía para, finalmente, no obtener el anhelado pasaje de tren…

Los nervios tampoco abandonaron la cabeza de la sobreocupada hija, esposa y madre abandonada en el aeropuerto de Florencia. Su madre la esperaba, moribunda –intuía ella-, en un piso madrileño. Su marido sería incapaz de compatibilizar el trabajo y el cuidado de los niños durante los días que durara el parón aéreo. Ella no dormía desde el domingo, y ya era martes: ¡martes ya, y todavía ningún avión había salido hacia España! Sus pies se movían solos, como si los hubiera apresado una variante del síndrome de las piernas inquietas, de aquí para allá, de la terminal 1 al autoservicio, de los espejos del baño a la terminal 3. Desde casa le decían que no se preocupara: todo marchaba bien, los niños iban al colegio como normalmente y su madre estaba incluso mejor que antes de que ella partiera a Italia, pues sus hermanos hacían turnos para cuidarla. El mundo seguía girando, dentro y fuera del aeropuerto, aunque en las salas de espera las horas parecían ralentizarse hasta el ahogo. Y así, tras dos días de trámites incesantes, se decidió a pagar 3000€ que extrajo de diversas cuentas de ahorro y se embutió en un pequeño coche de dos plazas dispuesta a llegar a Madrid en menos de 24 horas. Sin embargo, medio día más tarde cerró los ojos mientras conducía, sucumbiendo al estirado cansancio que el café no había conseguido menguar.

Así que la propia naturaleza ofreció a los desterrados una tregua, cuatro o cinco días más de completa libertad y anonimato en ciudades misteriosas, y ellos no supieron apreciarla, cegados por las obligaciones y el ritmo cegador de sus vidas. El tiempo se había parado para ellos, estrangulado en los relojes de los aeropuertos, y les invitaba a sumergirse en una dimensión en la que Dios no les cobraría intereses. Pero el pasado y el futuro les ataban a la realidad, impidiéndoles vislumbrar siquiera la otra cara de la moneda, la opción alternativa.

Cuando el tráfico aéreo se reguló y el hombre de negocios aterrizó en su oficina, presentó diligentemente el informe que había redactado en las últimas horas muertas en el aeropuerto vienés. Su jefe le agradeció la dedicación que, incluso en días difíciles como los últimos, había demostrado. El hombre de negocios abandonó el despacho y, al cruzar el umbral de la puerta, estiró los dos hombros, haciendo que la chaqueta se recolocara en su torso. Observó el panorama que debía dirigir ahora que había conseguido el ascenso: las sillas estaban desocupadas aunque no era la hora del café, los archivadores rebosaban papeles que esperaban ser clasificados y a las cristaleras les hacía falta un pase de bayeta. Suspiró. Ojalá pudiera volver al caos de Viena.





martes, 20 de abril de 2010

Cuestión de confianza

Hoy he recuperado mi fe en la humanidad. La perdí el martes pasado, hace exactamente una semana, cuando, al salir de la biblioteca, observé que mi paraguas no estaba donde debería estar, es decir, ni más ni menos que donde lo había dejado. Inquieta, me dirigí a una de las administrativas y le pregunté: "¿Habéis cambiado los paraguas de sitio?". Unas horas antes, cuando había salido a comer, ya me había llevado un susto al no localizar mi paraguas, pero tres segundos más tarde comprobé que se encontraba a unos metros del paragüero. Al parecer, las recepcionistas los habían movido de sitio para que no estorbaran tanto al lado de la puerta.

En fin, que la segunda vez nadie había trasladado los paraguas. Así que algún miserable me había robado mi precioso paraguas a cuadros rojos y verdes que compré en el mercadillo de mi pueblo por cinco euros. Salí de allí preguntándome cómo podía haber gente tan roñosa en el mundo que pudiera estar interesada en robar un paraguas de una biblioteca universitaria. Si aún albergaba alguna esperanza de cambiar el mundo, si todavía creía que la naturaleza humana era bondadosa y honrada, dejé de soñar en aquel preciso instante.

Y sin embargo hoy mi paraguas me estaba esperando en el mismo lugar en el que lo vi por última vez. He echado un vistazo por casualidad, sin confiar realmente en que estaría allí. Ha sido como un dejà vu: en un primer momento no he dado crédito a mi percepción. Me resultaba difícil pensar que alguien, tras confundir su paraguas con el mío, había sido lo suficientemente considerado, honrado y desinteresado como para regresar a la biblioteca y devolver el objeto equivocado. Muchos en el lugar del anónimo despistado se habrían felicitado por tener en su haber, de repente, un precioso paraguas que nadie les iba a reclamar. Así que, querido anónimo dadivoso, si estás leyendo esto, gracias por hacerme creer de nuevo en la generosidad y la solidaridad humanas. Te invitaré a una birra si algún día te conozco.

Esta sorprendente anécdota me viene como anillo al dedo para enlazar con la conferencia a la que asistí ayer por la tarde. Rosa Maria Calaf, corresponsal -hasta hace un año- en múltiples países para Televisión Española, ofreció una charla magistral en un centro de Bancaja, en Valencia. Me enteré de milagro gracias a mi madre y a la radio, por este orden. Y es que, aun estudiando en una facultad de Comunicación, lo de enterarse de las interesantes actividades extrauniversitarias que, de vez en cuando, se organizan en nuestra querida ciudad, es tarea complicada. La verdad es que esperaba encontrarme con profesores y compañeros de clase, y no vi ni uno. Los segundos aún tienen excusa -como he dicho, nadie nos informa de nada-, pero la ausencia de los primeros no tiene por dónde cogerse.

Así que ahí estaba yo, abierta a escuchar lo que esa cultivada mujer de pelo rojo y flequillo decolorado tenía que decir. Su charla fue, cuanto menos, reveladora. Aprendí más en hora y media de monólogo que en toda la carrera -en favor de los profesores, tengo que decir que sólo estoy en primero-. El tema principal era la diversidad global y el choque de culturas, y la atención que conceden los medios de comunicación a unas noticias o a otras -algo que, fijaos, siempre depende de si el hecho en cuestión nos afecta o no a los blanquitos occidentales-. Según Calaf, los medios transmiten un modelo de valores subvertido que no contribuye a crear una sociedad crítica y activa, sino una adormecida y manejable -lo que se dice empanada, vamos-.

Asimismo, hizo hincapié en la creciente concepción de los medios como negocio. La idea es que han de limitarse a dar dinero, a ofrecer lo que la gente quiere, a subir las audiencias como la espuma. Esto me recordó a ese sabio conferenciante de Telecinco que nos deleitó con sus sabias opiniones a principio de curso, y que dejó caer perlas como "la telerrealidad es como un pseudoteatro del siglo XXI" o "nosotros emitimos lo que la gente nos pide: a quien no le guste, que cambie de canal". ¿Y la ética? ¿Y los valores? ¿Y la educación, la formación de los teleespectadores, indefensos ante la pantalla? Que yo sepa, cuando mi madre tenía mi edad nadie pedía Grandes Hermanos ni Sálvames. Y en la tele se ponía teatro -del de verdad-, y la gente disfrutaba de ese espectáculo que nunca llegaba en carne y hueso a sus pueblos. ¿Por qué la sociedad sí pide ahora programas de corazón y de realidad? Porque, en algún momento, a un creativo -duele calificarlo de ese modo, pero ciertamente debía serlo- se le ocurrió meter a 10 personas en una casa -o plató, es intercambiable- a jugar a ver quién explotaba antes el micrófono a base de chillidos. Claro que la gente lo pide ahora, pero ¿quién se manifestará en las calles si se eliminan esas aberraciones de la parrilla televisiva? ¿Saldrán a quejarse los jubilados, las parejas aburridas de los sábados noche y los niños que, en ausencia de dibujos animados vespertinos, no pueden sino tragarse tales atentados contra la humanidad? Remito aquí a la escena final de la película El Show de Truman, y aviso que va un spoiler -si alguien conoce el equivalente en castellano, que me lo comunique, plis-: en el momento en que el programa de telerrealidad centrado en la vida de Truman deja de emitirse, dos policías que estaban totalmente enganchados a él desde sus inicios -unos 30 años- preguntan, mientras comen pizza enfrente del televisor: "¿Quieres otro trozo? Bueno, ¿qué ponen ahora?". Supongo que esos diez segundos ilustran esta problemática mucho mejor que todas las palabras de mi artículo. Si alguien todavía no ha visto la película, no sé a qué está esperando. Jim Carrey, ese genial actor dramático -sin ironía-.

"La televisión debe servir a la sociedad, no servirse de ella". "La información no debe ser un negocio, es demasiado importante para dejarla en manos del mercado". "Los medios de comunicación influyen por lo que dicen y también por lo que no dicen: no nos fijan lo que debemos pensar, sino en qué debemos pensar". Algunas de las frases de ayer de Rosa Maria Calaf. Igualitas que la del conferenciante de Telecinco, vamos.

Rosa Maria mostró su preocupación por el futuro de los periodistas jóvenes, algo que me repitió cuando, al acabar el acto, fui a hacerle la pregunta que no había podido formularle debido a la falta de tiempo. Le pregunté qué debía hacer un periodista, recién salido del horno, que fuera consciente de que tenía la responsabilidad de informar al mundo sobre todo lo que no afecta directamente a occidente: los genocidios en los países del Tercer Mundo, a los que no se les da cobertura por no tratarse las víctimas de judíos alemanes; las enfermedades, como la malaria, que acaban cada año con la vida de miles de pobres, pero que no viajan en aviones con destino Europa; la desnutrición, que mata a los niños negros mucho antes de que puedan siquiera manejar un sonajero. La periodista me dijo que lo teníamos difícil, porque si un plumilla de 25 años se niega a redactar una crónica sobre la fiesta de la aceituna de -pongamos por caso- Chinchilla porque considera que atender a la última matanza de una minoría étnica en Burkina Faso es más importante, inmediatamente aparecerán 50 becarios dispuestos a hacer ese trabajo. Su consejo fue claro: hay que crear conciencia entre los estudiantes de Periodismo -y entre la población, en general- para que, dentro de unas generaciones, sea posible otro tipo de información, más humana y defensora de los derechos humanos, que desplace de las portadas de los periódicos generalistas al último partido Barça-Madrid. Y, ante todo, optimismo. Todavía podemos creer en la humanidad; si no, que me lo pregunten a mí y al falso ladrón de paraguas.

domingo, 11 de abril de 2010

Complejo de rica

Siempre he tenido complejo de rica. Rica en el sentido de adinerada, quiero decir. Y no porque lo sea, ni mucho menos: en todo caso, además, lo serían mis padres, dado que yo no trabajo y rara vez lo he hecho. Supongo que todos los complejos tienen su origen, en parte, en el reflejo que creemos proyectar en los demás, en quienes nos miran, en quienes se cruzan con nosotros por la calle. A veces esos reflejos son verdaderos, y otras veces son imaginarios. Por ejemplo, es algo objetivo que yo tengo la frente más ancha de lo normal, y durante años he estado acomplejada por ese "defecto" -ahora lo tengo superado, por lo menos eso creo el 95% de las veces-. Intuyo que mi despejada frente nunca habría supuesto algo de lo que avergonzarme de no haber sido por algunos niños -y no tan niños- que se encargaban de recordarme, día tras día, que mi cabeza no entraba dentro de las medidas estándares y socialmente aceptables.

Ese complejo, aunque su existencia sea rechazable y con el paso de los años no signifique para mí más que una tontería a la que la niña que fui no supo enfrentarse, estaba justificado por varias razones:

1-Mi frente era -y es- grande.
2-La gente convertía este rasgo en risible y sorprendente.

Era un complejo, digamos, real. Igual que la gente acomplejada por una nariz grande, o una voz propensa a los gallos, o unos dientes mal alineados. Vamos, esas características, tan naturales como otras, que la sociedad se ha empeñado en condenar.

Luego están los complejos irreales. Como ese que me lleva persiguiendo durante toda mi vida: el de tener más pasta que la mayoría de la población. Si los complejos reales tenían las dos características antes citadas -la razón por la que uno se acompleja es objetivamente real, y los demás te lo recuerdan incesantemente-, los irreales sólo comparten una con ellos. ¿Adivináis cuál? Pues sí, la segunda.

¿Cuándo nació este complejo en mí? Creo que su origen se sitúa en una tarde de viernes de mis diez u once años. Yo estaba con mis amigas, jugando por la calle. Habíamos quedado con los chicos del curso para probar cómo era eso de ir con una pandilla masculina. Casualmente, enfrente de mi casa hay un aparcamiento al aire libre que, por lo general, está bastante vacío, así que nos apalancamos por allí. No recuerdo muy bien cómo, pero al final acabamos en mi casa, subiendo y bajando pisos sin ton ni son, unos 15 niños y niñas enloquecidos. Por suerte, en mi casa no estaba mi madre.

Mi casa es la típica vivienda de pueblo, de tres plantas, con patio, amplia y con balcones al exterior. Vivo en una calle corta en la que sólo un edificio más se encuentra en uso -es un gimnasio-. Mi tatarabuelo construyó todas las casas de la calle hace bastantes décadas y luego puso una plaquita su nombre, así que mi dirección lleva el nombre de uno de mis antepasados. Todas las propiedades han ido heredándose, de generación en generación, hasta llegar a las manos de mi padre y de sus primos. Total, que he tenido la suerte de vivir en una casa por la que mis padres no han pagado un duro y que, encima, tiene un precio considerable en el mercado.

Volvamos a aquel viernes por la tarde, ese día en el que, creo, oí por primera vez lo de "tú eres rica, ¿no? Porque con esta casa...". Si me lo repitieron treinta veces, treinta veces concluí yo: "Es heredada". Ni caso. Ya me habían etiquetado.

Desde entonces, el complejo de rica me ha perseguido. No sé por qué, la gente que viene a mi casa se lleva esa imagen de mí. Es algo extraño, teniendo en cuenta que en mi pueblo hay cientos de casas iguales o más grandes que la mía.

Pero bueno, creo que me estoy desviando. Todo esto era un prólogo para explicar un tema que me viene mosqueando desde hace ya años, porque contribuye a alimentar mi complejo irreal y, además, me hace sentir culpable. Me refiero a la gente que me pide dinero por la calle.

Hasta hace poco tiempo, consideraba que dar limosna era una acción solidaria y plausible. Uno se siente muy bien cuando contribuye a mejorar el bienestar ajeno, y más si sólo le cuesta cincuenta céntimos o un euro, una cifra insignificante comparada con nuestras rebosantes cuentas de ahorro. ¡Claro! El problema es cuando uno se da cuenta de

1-que la cuenta de ahorro no está tan llena, porque somos estudiantes y no trabajamos y
2-que ese "sentirse solidario" es un una sensación efímera que preferimos experimentar antes que el sentimiento de culpa que nos abruma cuando negamos el dinero a un pobre mendigo.

Y yo me pregunto: ¿sentimiento de culpa, por qué? ¿Porque nuestros padres -si somos estudiantes- trabajan para que nosotros podamos comer e ir a la universidad? ¿Porque ahorramos en lugar de tirar el dinero en chorradas?

No digo que esté en contra de todas las donaciones que uno tiene la oportunidad -o, a veces, casi la obligación- de efectuar cuando da un paseo de media hora por la ciudad. Me quejo porque, en la puerta de cada Mercadona, en los escalones de cada iglesia, en las esquinas de las heladerías, hay un mendigo que te pide dinero. Y, en mi opinión, el 90% de ellos podrían salir de la indigencia si le pusieran ganas a la cosa porque, si os fijáis, muchos no pasan de los 40 y son perfectamente hábiles para el trabajo. Aunque, claro, a lo mejor no les mola eso de recoger naranjas y prefieren que los ricos como nosotros les paguemos por el simple hecho de tropezarnos con ellos por la calle. Y lo de recoger naranjas es sólo una propuesta, porque estoy segura de que muchos -y muchas, porque mujeres las hay a montones- serían la mar de capaces de trabajar en una cafetería o en una tienda después de una ducha.

Ahora podría venir el defensor de los pobres y decirme que lo de encontrar empleo no es tan fácil, y que estoy hablando desde los prejuicios, etcétera. Vale, admito que quizá no sea éste el mejor momento para tratar este tema, dado que estamos en crisis y el paro está en un 20%. Pero es que el fenómeno del que hablo no empezó cuando se manifestó la crisis: los mendigos jóvenes están desde que tengo memoria, o sea, desde que tengo complejo de rica, más o menos.

Dejando de lado el tema de los indigentes innecesarios, otra cara del problema que me inquieta es la manipulación psicológica que emplean muchos mendigos para hacerte sentir culpable y que acabes aflojando la pasta. Un truco que está más que exprimido es el de los carteles de cartón en los que el pobre escribe todas las desgracias de su vida: los 20 hijos a los que no puede alimentar, la madre con cáncer a la que tiene que operar -como si en España no hubiera seguridad social-, la hipoteca que tiene que pagar... Y, por si fuera poco, aporta el perro pulgoso, porque ya se sabe que a muchos nos enternece más un animalito moribundo que un ser humano en las últimas -no siempre, claro-. Yo no suelo leer los carteles, y creo que nadie lo hace. La gente da dinero sólo con ver que hay algo escrito en un trozo de cartón. Podría poner "tonto el que lo lea", que seguiríamos echando monedas.

Luego están los que te cuentan su vida -falsa, por descontado-. El otro día me encontré a uno de éstos. Yo iba andando a paso rápido, porque perdía el tren. De repente, noté que alguien caminaba a mi lado, y miré a mi derecha. "Tranquila, que no soy un ladrón", me dijo un hombre de unos 45 años, con aspecto de mendigo -y, por qué no decirlo, de yonqui-. "No, es que tengo que coger el tren", le informé yo, cosa que encima era totalmente cierta. "Verás, es que tengo un hijo de seis años en el hospital, hoy es su cumpleaños, y toda la familia le ha comprado algo, y yo sólo te pido un céntimo para comprarle algo, que me estoy muriendo de vergüenza, sólo un céntimo"... Claro, un céntimo no es. Si le hubiera dado un céntimo habría maldecido a toda mi familia, cosa que hizo de todas formas cuando le dije: "No, mire, es que soy estudiante, lo siento". "Me cago en la putaaaaaa", etc, etc, gritó. Sobra decir que no me creí nada de lo que me dijo. Si el mismo hombre se me hubiera aparecido hace cosa de dos meses le habría dado dinero aun sin creerme una palabra, pero llegó tarde: estoy entrenándome contra la manipulación psicológica, y la de estos sujetos entra en el pack.

La última vez que di dinero gratuitamente fue hace más o menos un mes. Iba yo tranquilamente paseando por el centro de Valencia, cuando un hombre -éste era bastante mayor- que venía de frente comenzó a piropearme: "Guapa, guapa, hola, guapa". Me imaginaba a lo que venía, pero aun así me paré y le escuché. "¿Me das algo de dinero para comer?". Saqué la cartera, arrepintiéndome ya por haber sucumbido al sentimiento de culpa y por hacer honor a ese complejo de rica que tengo, y mientras el hombre siguió hablando: "Y si puedes comprarme algo de comida, mejor". Total, que le saqué un euro. No es que sea tacaña pero, por si no os habéis enterado, no trabajo, vivo de mis ahorros y de lo que me dan mis padres, y de eso salen todos mis gastos. Un euro, en mi situación, significa un mundo. Sí, en la suya también, pero ¿sabéis qué?, tiempo ha tenido de ganárselo.

Le di el euro, lo miró con mala gana y se lamentó: "Bueno, algo haremos con esto". Ni me miró a la cara, ni me dio las gracias, simplemente se marchó con mi euro en su bolsillo. Dios, no sabéis lo que me cabreó esto. No es que piense que debía componer una oda a mi belleza, o dedicar el resto de su vida a adorarme, sólo pedía una simple palabra: "Gracias". Y ni eso. "Algo haremos". ¿Te digo lo que hago yo con un euro? Puedo tomarme un café, o comprarme un paquete enorme de galletas de Hacendado, o una barra de pan del horno, o una bolsa de golosinas. Maldita ingratitud.

También hay otro tipo de mendigos, aunque a éstos mejor les vamos a denominar "caraduras". Su jornada laboral consiste en captar a viajeros en las estaciones de tren y convencerles para que les financien parte de sus billetes -que, ¡qué casualidad!, siempre son a los destinos más caros-. En la Estación del Norte ya me he encontrado varias veces con la misma mujer que me pide dinero para el billete a Gandía. La primera vez, tonta de mí, le presté dos euros -no llevaba menos-. La segunda la reconocí a la legua, y me vino con el mismo cuento: "Tengo que ir a Gandía y no llevo dinero, por favor". Hay que decir que es una mujer con unas pintas de lo más normales, aunque con cierto aspecto de yonqui. Esa última vez la historia no coló, porque eran más de las 11 de la noche y ya no había trenes a Gandía. Se lo dijimos -iba yo con más gente- y se hizo la loca. "¿Ah, no? Pues yo creo que sí. En fin, no sé. Voy a mirar. Adiós".

Claro, con todos estos timadores luego pasa lo que pasa. Que uno no tiene dinero de verdad y nadie le cree. Estas Fallas, una amiga mía y yo queríamos coger el tren a casa después de una noche por Valencia. Compramos los billetes en las máquinas de la estación. Bueno, lo compré yo, porque a mi amiga se le quedó atascado el billete dentro del aparato no una, sino dos veces. La máquina se tragó el dinero de dos tíquets. Cuando nos dirigimos a reclamar el dinero, el trabajador de Atención al Cliente no nos creyó y, en lugar de darle el importe de los billetes a mi amiga, se anotó su número de teléfono y le informó de que la llamaría cuando hicieran las cuentas de la máquina y pudieran comprobar que decíamos la verdad. Total, que le preguntó cuánto dinero había introducido -"seis euros", dijo ella-, sacamos otro billete y nos fuimos a casa -por cierto, nos dormimos en el tren y aparecimos en una parada equivocada-. A la semana la llamaron para que fuera a recoger los seis euros que la máquina se había apropiado. Lo gracioso de todo es que mi amiga no había metido seis euros, sino algunos menos. Si es que al final todos somos iguales.