miércoles, 23 de junio de 2010

Olas del mar, ones de la mar



L’estiu m'ha sorprés a la mar. Ha arribat com un regal d’aniversari: de la mateixa manera que al regal se l’espera però sempre xoca, l’estiu s'ha plantat a la platja de sobte, encara que el tenia marcat al calendari. Algú em va dir que aquella era la nit més curta de l’any, i jo ho confirme. Qui li furtaria les hores al dia següent, que també va semblar encongir-se? Dormint, parlant, coneixent-te, respirant el teu alè... qui sap si m’he acostumat massa prompte al teu llit? Potser per això vaig caure tres cops en tornar a casa, com la bèstia –sé que no t’agraden- que s’escapa del zoològic i no pot sobreviure a la llibertat... amb la diferència que, a la meua història, la llibertat ets tu.

Tremole quan recorde els teus llavis, expectants, i més càlids que cap altres amb els quals m’haja topat. Una denteta s’escapava de la teua boca al temps que els ulls esdevenien vergonyosos, i baixaven, i miraven no sé on, i sofrien una metamorfosi rere altra, semblant calidoscopis sense ganes d’aturar-se. Una mà molt prima buscava els meus cabells i l’arena que en queia pol•linitzava el coixí. Açò és estiu, i tu series estiu si hi estigueres... clar que pots ser tardor, quan les nits siguen més llargues.

Comence a sospitar que alguna constel•lació protectora ha estat espiant-me durant mesos i finalment m’ha permès tastar un poquet –només un poquet...- açò de la vida. Havies d’arribar ara: ara és quan té sentit. Ho vaig comprendre entre les ones de la mar, i m’ho vaig tatuar a la barbeta deu minuts després. Aquest cop jo no sóc la culpable: ho ets tu, dels meus desmais...

Quan vaig baixar del teu llit tot era estrany: la sensació d'estrangerisme que tinc des de que València és nova ara es multiplicava per mil. El marit de la dona que cus bevia cervesa al portal del costat i m’observava amb mig somriure, divertint-se amb els meus passos indecisos. Em va indicar el camí de tornada a la realitat, però crec que m’he quedat pegant voltes al teu barri, o potser m’he desviat de l’itinerari, perquè des d’aleshores només tinc la ment en tu... en el teu dolor d’esquena pel qual no t’he preguntat –no em posaràs un negatiu, veritat?-, i també en els teus cabells despentinats en una coleta que a tu no t’agrada gens. Pensava en tu quan perdia la consciència i quan demanava, com una xiqueta nyonya, que no em deixaren morir-me. Hui no he somniat en tu, però... no és açò millor?

viernes, 18 de junio de 2010

Mi Barcelona particular




A veces, decidir significaba interferir en los planes que el destino tenía para ella. Por eso no le gustaba dar consejos, ni decir “si yo fuera tú”. Si ni siquiera conocía la fórmula para encaminar su propia vida, ¿cómo podría despejar las equis de otras? Así que, para evitar la culpa de los errores cometidos, decidía dejarse llevar y fiarse de su primer impulso. Desarrolló un sistema de leyes de causa y efecto, de señales que le indicaban, como pistas clarividentes, hasta qué casilla del tablero debía avanzar, o si era más prudente pasar turno y quedarse quieta.

A más equilibrio en la balanza, menos poder de decisión. Ahora oscilaba, sin pausa, de derecha a izquierda y de arriba abajo. Por las mañanas quería irse, y el aire que respiraba olía a promesas, a independencia, a Barcelona. Apenas mes y medio antes había sido capaz de condensar los trámites de dos semanas en un solo día: hartazgo, frustración, pero también intuición y expectativas. A medida que avanzaban las horas, sin embargo, un nudo de arrepentimiento iba deshaciéndose en su estómago, y ya no veía ni las caras ni las calles ni los árboles de Valencia, sino las caras y las calles y los árboles de Barcelona, insólitos, mutantes, por estrenar. La idea de rechazar la plaza no superaba el umbral de su mente: naturalmente la censuraba, sin dificultades, pero no sin dudas. Al cerrar los ojos por las noches se despedía de ella, ondeando una mano imaginaria, suplicándole en su fuero interno que le transfiriera valor para quedarse. Al sonido del despertador Valencia volvía a ser rutina y pasado; Barcelona, sólo futuro.

Las señales se contradecían y se compensaban las unas a las otras: caos. A la espera de la determinante, sus crías no hacían más que confundirla. Se cuestionaba si el hecho de atarse a las personas era tan limitador como le habían dicho. ¿Hasta qué punto merecía su carrera un sacrificio como ése? Millones de balanzas se desequilibraban. La de la vocación, la de los amigos, la de los sueños, la de las prioridades… caos. Se había dejado en manos del universo, y confiaba en que Urano jugara al escondite con Saturno, o que el asteroide 564 se desviara de su trayectoria, para no titubear cuando apareciese la señal definitiva.

Y llegó con cinco días de retraso, cinco minutos después de que Celia decidiera rendirse ante el tiempo. “Que sea que no, que sea que no”, pensaba, y los músculos le vibraban y una sensación efervescente nublaba sus papilas gustativas. “Mujer de contradicciones”: su madre no lo entendía, si sólo una semana antes la había llamado emocionada para informarle sobre la última señal que conducía al norte.

Fue que no. La balanza se inclinó, de golpe, al plato derecho. Nada de lo que contenía el izquierdo se evaporó, sino que desertó de su bando y se unió al ganador. Ahora pesaba y se hundía en el suelo. Perforaba todas las capas de la Tierra, dos veces cada una, y luego otra vez en dirección contraria. En ese momento Celia sintió que su termómetro de felicidad subía un grado. Casi corría por la calle. El sol calentaba parques y letreros de bares en los que nunca había reparado. Barcelona estaba ahora allí, fundida con Valencia: millones de toneladas de edificios habían viajado cuatrocientos quilómetros en cinco minutos para que Celia los descubriera. Las urbes encajaban sus esquinas y superponían sus avenidas, la una rellenaba con teleféricos los túneles de la otra.

Todo era nuevo: la sala diecisiete, el quinto paso de cebra, el color del oeste, las escaleras mecánicas, el revisor del tren y los guijarros del camino a casa.


Gracias a todos los que hacéis que Valencia sea mi particular Barcelona :)

jueves, 17 de junio de 2010

La mañana

Es verano, y para ella las noches son más cortas que para nadie: empiezan a las dos de la madrugada y acaban a las seis. Después de lavarse los dientes y la lengua se saca la camiseta ancha, de publicidad, de la forma en que le enseñó su madre y a la que todavía no se ha habituado: cada mano agarra el lado contrario de las faldas de la prenda y estiran rápidamente hacia arriba, creando por un momento la ilusión de que de su interior va a brotar algo atípico, desconocido. Examina el suelo punteado y de paso se mira la tripa -que es de bebé-, ligeramente abombada, recubierta de un fino lanugo que se eriza con sólo acercarse su mano levitadora. Del interruptor de la luz a su cama hay cinco pasos que reduce a dos, y en menos de diez segundos ha involucionado en un capullo inmóvil que será su hogar hasta cuatro horas después.

Duerme por encima de sus sueños, interrumpidos por los ladridos de un perro que se agazapa ante la oscuridad y los conejos. Los escalofríos la asaltan, puntuales, a las cinco de la mañana, y la despabilan con delicadeza, como lo harían los besos de un amante avezado. El perro ya no ladra: aúlla, y otro alarido le ordena, inútilmente, silencio. No importa, quedan dos minutos para que el despertador corte en seco la caricia onírica del viento. Le parece que ha dormido con los ojos abiertos, así que sólo le queda desprenderse de su revestimiento y estrenar, como cada día, el ciclo de las alas. Es temprano, y todavía no las ha integrado en la memoria de la especie. Vuela con ellas conscientemente, se eleva sobre la cama y la taza de leche. Pasa las páginas de una revista sólo con imaginar el gesto de salivarse las puntas de los dedos.

Todavía entre ondas zeta aterriza en la estación de trenes. Ríe al ver la cara de jueves que un hombre trata de esconder detrás de las gafas. No está bien visto reír sola y en público, y pensar en eso le da más ganas de reír. En el vagón se le caen los párpados, hay un magnetismo en las pestañas inferiores que los atrae. Bosteza. Quiere desperezarse, pero eso ya sería demasiado informal. Pegado a los cristales transcurre un mural de huertos, palmeras y barracas al borde de caminos de barro. Todo está bañado por el sol; incluso la sombra. Ahora, simultáneamente, bosteza y ríe: repasa todas las caras de jueves y se ríe.

No es cierto que la felicidad más plena sea aquella cuyo motivo se ignora.

lunes, 14 de junio de 2010

Luz en fase de expansión

Celia se sentía pletórica. Los pedaleos en la bicicleta eran cada vez más acelerados y ligeros: el torrente de pensamientos circulaba por todas sus venas, desde el cerebro hasta las piernas, y éstas lo transformaban en una energía tan poderosa como sutil. Buscaba el reflejo de su luz en los rostros de los peatones: casi todo el que se cruzaba con ella la miraba con extrañeza, como preguntándose por qué en estos tiempos alguien podía no sólo parecer feliz sino también, indudablemente, serlo. Celia se sabía observada y, al contrario que cuando era más joven, disfrutaba con ello. Sin dejar de atender a los semáforos parpadeantes y rodeando las farolas con la destreza de una culebra, sus ojos zigzagueaban de cara en cara emitiendo eléctricos pinchazos. Aunque la mayoría reaccionaba al sentirlos y dirigía su mirada hacia los ojos de Celia –que eran como faros de luz extraterrestre-, sólo ella percibía los colores de sus señales: índigo, magenta, tierra o calabaza. Celia, que hasta entonces no había creído en la existencia de un aura que rodeara a los seres humanos, notaba cómo unas partículas fosforescentes envolvían sus manos y sus brazos, su pecho y su pelo; cómo acariciaban sus labios, entreabiertos, redondeados; cómo surcaban los meandros de sus huellas dactilares… cómo trepaban por el vello transparente de su espalda.

Sólo algunos minutos antes algo se había transmutado en su interior. El interruptor del que dependían todas las conexiones de su cuerpo se había activado después de años encendiéndose y apagándose a voluntad de personas que no eran ella. Hoy, un día de principios de junio en el que llovía y lucía el sol en las cortinas del cielo, Celia había tocado, por fin, su esencia; había amasado su identidad y había descubierto que ésta no era un nombre, ni una serie de adjetivos intercambiables, ni una línea genealógica fuertemente asida a sus espaldas. Su identidad era una luz multidireccional que todos, consciente o inconscientemente, percibían. Los primeros no podían evitar mirarla y participar de ella en la distancia; los segundos se veían controlados por una fuerza superior que les impulsaba a tocarla y a beber de su luz.

Su identidad ya no era su carrera, ni su nacionalidad, ni su afición favorita, ni siquiera su sexo. Ya no era la enfermedad por la que había pasado, ni el círculo de personas con las que salía los sábados por la noche, ni el periódico que leía en el tren por las mañanas. Ya no era dos apellidos arrastrados por un nombre arbitrario, ni era su color favorito; tampoco las dioptrías de sus ojos, tampoco la hermana, la amiga o la alumna de nadie, tampoco su piel resbaladiza y tampoco las monedas de chocolate que le regalaban. Era ella, sin nombre, sin rostro, sin peso ni altura. Nada más que luz en fase de expansión.

martes, 8 de junio de 2010

Estoy emocionada

¿Y si TODO el control de nuestra propia vida residiera en nuestra propia mente?

Llevo días pensando intensamente en esto, aunque el germen de la pregunta lo planté hace ya meses. La humanidad ha pasado siglos creyendo que el mundo exterior tenía el poder de alterar su estado de ánimo y su conciencia. Una palabra fuera de tono dicha por el tendero de la esquina puede amargarnos el día. El típico comentario inocente de la tía abuela segunda del pueblo, “eres igual que tu madre”, puede condicionar toda nuestra vida. El sol despierta nuestra euforia e hiperactividad; las nubes nos apagan el color de las mejillas.

Hemos aprendido a vivir así desde pequeños: pendientes del medio y del resto de la gente. Pero todo eso está fuera de nosotros: nuestro cuerpo y nuestra mente nos pertenecen únicamente a nosotros, así que ¿por qué no manejarlos a nuestro antojo? ¿Por qué no moldear nuestro cerebro igual que podemos moldear nuestras piernas, y viceversa?

Me temo que esto va a ser algo inconexo. Sólo lo aviso.

Los mejores médicos aconsejan a los enfermos de cáncer que mantengan una actitud positiva frente a la enfermedad. Esa advertencia no es gratuita: el cerebro humano no sabe distinguir la realidad de la ficción, y si le decimos que estamos bien, sanos y optimistas, esa convicción se trasladará a todas las células de nuestro cuerpo mediante los intrincados mecanismos de la mente. Por eso las personas negativas, que se anulan a sí mismas mediante “no puedos” y “esto es imposible”, permanecen en el círculo vicioso de la queja y la “mala suerte” hasta que rompen con esa dinámica por alguna razón.

Ya que, como he descubierto, es fácil y factible engañar al cerebro haciéndole creer cosas que –de momento- no son ciertas o no se han materializado, ¿por qué no probar esto en cualquier campo de mi vida? La práctica es complicadilla al principio, pero si se persevera y se cree en la técnica y en los futuros resultados, todo comienza a fluir. Simplemente las expectativas de mayor bienestar y autorrealización me llenan de energía y positividad, y muchas veces no sé cómo canalizar estas sensaciones –finalmente acabo dando saltos por mi casa y cantando canciones del verano del año 2000-.

El cerebro es el órgano al que mayor utilidad podemos darle y, sin embargo, apenas lo utilizamos: sólo aprovechamos un 10% de su capacidad y, encima, el 93% de ese pequeño porcentaje es inconsciente. Nuestra vida se rige por pautas y comportamientos aprendidos hace muchísimo tiempo, en la más tierna infancia, y son esas directrices las que seguimos una y otra vez. Nos tropezamos, nos caemos, pero no aprendemos: simplemente repetimos y repetimos. Estamos a merced de lo que pasa fuera de nosotros: del tiempo meteorológico, de la reacción de otras personas, de la felicidad o la amargura de conocidos a los que, quizá, ni siquiera conocemos tanto. Pero es en nuestro interior donde guardamos todas las herramientas que existen para ser felices y para gestionar absolutamente todo lo que nos pasa, lo que sentimos, lo que pensamos y lo que decidimos hacer con nuestra vida, con nuestro cuerpo y con nuestra mente.

En el libro “Controle su destino” –que os recomiendo-, del asesor y conferenciante experto en Programación Neuro-Lingüística Anthony Robbins, leí algo así como que las personas que obtienen el éxito en lo que desean son las que se atreven a romper límites y experimentar más allá de lo que otros han experimentado. ¿Acaso nunca nadie ha intentado desanimarnos haciéndonos creer que no podíamos hacer algo simplemente porque él no lo había conseguido antes? Pues esto es lo mismo. Continuamente escuchamos mensajes que contienen la palabra “imposible” o “locura”, y nuestro inconsciente se los traga cuales verdades incuestionables. Mis padres me han comentado varias veces que, si cuando eran pequeños les hubieran dicho que a los 40 años podrían conectarse al instante con el habitante más escondido de las antípodas, no se lo habrían creído. Si alguien hubiera osado predecir que en el siglo XIX íbamos a acceder a lo que quisiéramos a través de una pantalla llena de colorines y símbolos, lo más probable es que le hubiesen dicho que eso era imposible y que estaba loco.

Vale, entonces yo estoy loca por pensar que la mente, ese instrumento tan eficaz y poderoso que utilizamos como mero relleno craneal, puede controlar cualquier cosa que nos incumba directamente a nosotros mismos. Sólo os digo que, tarde o temprano, los científicos empezarán a darse cuenta –algunos ya lo están haciendo- del enorme potencial que tenemos los seres humanos metido en la cabeza. Es una leyenda urbana que quienes le practicaron la autopsia a Einstein descubrieron que su cerebro pesaba más: lo que sí es cierto es que estaba atrofiado y replegado en sí mismo. ¿Puede que de utilizarlo tanto? Yo creo que sí. Así que espero que en mi autopsia, y en la de todos vosotros, los forenses se queden con la boca abierta cuando nos abran la cabeza y huelan a podrido –digo yo que así es como debe de oler un cerebro sometido a una explotación constante-.

El tema de la mente es fascinante. La neurociencia está averiguando cosas asombrosas sobre el poder del cerebro que, lamentablemente, no llegan al público masivo. Todos podemos vivir mejor sabiendo cómo funciona nuestro cerebro: el problema es que nadie nos explica cómo sacarle el máximo rendimiento. Queda mucho por investigar, claro está: pero el conocimiento de lo que ya se sabe está en manos de una pequeña parte de la humanidad y esto, en mi opinión, es penoso. Y, en cierto sentido, también es triste que la mayoría de la gente que descubre esta amplia y poderosa faceta de la raza humana lo haga tras atravesar por momentos de crisis, como enfermedades o dudas muy profundas sobre el sentido de su vida. Y digo que esto es triste sólo en cierto sentido porque pienso que, en muchas ocasiones, captar la esencia de todo esto requiere de un proceso que sólo puede ser vivido en primera persona, nunca por boca de otros.

La verdad es que ahora una gran cantidad de asuntos me parecen absurdos en comparación con la exploración del cerebro humano. Me apetece seguir profundizando en este tema, quiero saber, conocer, explotar esa máquina que rige mi vida aunque la mayoría del tiempo no sea consciente. Ya está bien de utilizarlo como mero mensajero de alertas y creencias sabidas, resabidas y obsoletas. ¡A explorarme se ha dicho!

martes, 1 de junio de 2010

Hoy me quejo yo

Las personas solemos mantener, entre nosotros, más diferencias que puntos en común. Nuestras aficiones raramente coinciden; si nos movemos en un grupo de amigos de, pongamos, siete u ocho personas, es difícil que exista un solo gusto que todos compartamos. Pero ahora, tras años de no-investigación, por fin puedo afirmar que he encontrado algo que constituye una pasión universal: la queja.

A los humanos, por lo general, nos encanta quejarnos, así que aprovechamos la mínima contrariedad para entrenarnos en tan improductiva habilidad, incluso aunque esa contrariedad no nos afecte personalmente. De hecho, nuestra queja suele ser más sentida y profunda cuanto más lejano nos queda aquello que la ha provocado. Por ejemplo, la mayoría de la gente nunca protestará por algo tan vinculante como es la manipulación en los medios de comunicación, y sin embargo no dudará en ponerme mala cara cuando “estorbo” su circulación vehicular cuando voy en bicicleta por la calzada –y dale con las bicis, pero es que este tema me toca la fibra-.

Párate a pensarlo. ¿Cuántas de tus conversaciones rutinarias se basan en la queja? Quejarse es algo muy socorrido cuando se nos gasta la cuerda. Cuando ya no tenemos nada más de lo que hablar con la otra persona, un mecanismo interno nos impulsa a llenar el vacío que crea el silencio y empezamos a pagarla con lo primero que nos viene a la cabeza: el tiempo atmosférico, los exámenes, el Gobierno… el caso es quejarse. Y así, muchas veces, nos quejamos de vicio.

Yo solía ser muy quejica. Mi madre se quejaba de que yo siempre me quejara –una característica de la queja es que genera más queja-. Lo cierto es que yo no me daba cuenta, porque pensaba que todas mis quejas estaban plenamente justificadas. Por tanto, me quejaba de que ella se quejara de que yo me quejaba, y luego lo olvidaba todo y me quejaba de otra cosa.

No sé en qué momento me di cuenta de que esa actitud era inaguantable. Ahora ya no me quejo ni la décima parte que hace un par de años, aunque no he abandonado el hábito del todo. Nada es malo en pequeñas dosis y, además, sospecho que la queja es una práctica inherente al ser humano. O al menos me consuela pensar eso.

Todo esto lo he reflexionado después de meses aguantando a un profesor inaguantable –qué paradójico-. De su mala leche he deducido que, como el sueldo no debe de llegarle para pagar a un psicólogo, utiliza las clases como terapia. Marca su postura cabreada y distante desde que se aposenta en la tarima en lugar de en el suelo, que es lo que está al mismo nivel que nuestras mesas. Ésa es su manera de decirnos que es superior a nosotros, estúpidos universitarios inconscientes y autómatas. Una vez acomodado en su trono, reproduce su discurso de dos horas sobre la inutilidad humana de la que, por supuesto, todos –excepto él- participamos. El asunto no pasaría de molesto si, por lo menos, se dirigiera a su auditorio con educación y suavidad, pero no: su tono de voz suena requemado, y no precisamente por el tabaco. Solamente la voz del propietario de alguna mano privilegiada interrumpe la interminable diatriba cuando el profesor le concede el honor de la palabra, que le quita en cuanto tartamudea, a su modo de ver, alguna “sandez”. “Para cagarla, mejor te callas”, ha sido la filosofía que nos ha transmitido durante las últimas sesiones.

Cierto día establecí una conexión entre este profesor mío y un escritor y columnista al que antes leía con gran entusiasmo: Javier Marías. Desde que descubrí sus artículos en El País Semanal me convertí en una fiel seguidora suya, y tomaba como palabra del Señor cada frase que publicaba. Así fue hasta que, no hace mucho, escribió una columna titulada –si no recuerdo mal- “Escenas de ínfima exasperación”. Conformaban el escrito distintos episodios que sacan de quicio al autor y de los que, en consecuencia, se quejaba. Algunas quejas me parecieron bastante lógicas –la imparable proliferación de obras en Madrid-, pero otras me sonaban a queja gratuita –como las barreras de personas que se forman en las aceras y que no dejan avanzar al paso deseado, cosa que, dicho sea de paso, pone de relieve esa moderna tendencia que tenemos los humanos hacia la impaciencia y la prisa-. La columna tuvo sus secuelas y la queja entera se compuso, finalmente, de tres partes, a cada cual más repelente. Al leerlas me di cuenta de que la gran mayoría de sus artículos anteriores eran quejas, pero no quejas basadas en evidencias o expresadas calmada y respetuosamente, sino quejas vomitadas por un hombre frustrado, asqueado y, sin duda, infeliz.

Porque ¿puede ser feliz alguien que, como mi profesor o Marías, no consigue atisbar el lado positivo que cualquier acontecimiento tiene? ¿Y que, encima, se queja de forma que deja entrever el odio y el cansancio por la vida que lleva dentro? Sinceramente, lo dudo. Yo opino que la felicidad se basa, en gran parte, en aprender a relativizar y a aliarse con el tiempo. Si sabemos que, desde nuestro prisma individual, bonito y feo son incompatibles, ¿por qué nos enfocamos en la parte desagradable de la vida? ¿Es que no sabemos que no es en ella donde reside la verdadera felicidad? Me pregunto cómo hemos llegado al punto de que nos fastidie no poder caminar a una velocidad de diez pasos por minuto más que los que damos a la que andamos por la hilera de ancianos que nos impide adelantar. Y aún entiendo menos que un periódico dé importancia a una queja tan banal.

Debemos trascender todo eso. Sí, el mundo está mal y hay mil cosas de las que quejarse, pero por favor, hagámoslo con fundamento y con una perspectiva un poquito más global. Reconozcamos nuestras flaquezas y mostrémonos humildemente al mundo en lugar de intentar manejarlo como si sólo fuera un personaje más de un videojuego. Disfrutemos de lo que hay y centrémonos en lo que necesita realmente nuestras quejas y nuestra ayuda.