domingo, 28 de febrero de 2010

La proximidad de la muerte

Hay algo que siempre me ha inquietado, y es el hecho de saber que, a lo largo de nuestra vida, vivimos una y otra vez el día en el que, dentro de X años, moriremos.

¿Cómo sería nuestra vida si supiéramos qué día es ése en el que vamos a morir? ¿Celebraríamos los años que nos quedan, sería una especie de cumpleaños al revés? ¿O seguiríamos contando los que nos separan del día en que nacimos?

Muchas veces parece que olvidamos que vamos a morir. Nos sorprendemos esperando a que pase algo bueno. El sofá es muy cómodo para esperar, pero a mí sólo me gusta esperar en el dentista y en la cola del pasaporte.

Sí: casi media humanidad olvida que va a morir, y casi la otra media teme a la muerte. Los primeros son los que buscan desesperadamente la felicidad, como si la tuvieran lejos, como si ellos mismos fueran jugadores de un tablero y los dados nunca les otorgaran el número deseado. Los segundos malgastan su vida eludiendo lo inevitable, sumergiéndose parcialmente en una idea difusa de inmortalidad y sospecha.

Podría decirse que yo me identifico más con el primer grupo. A veces descubro que aguardo a que suceda algo. Pienso un poco, y descubro qué es: que alguien a quien aprecio me pida perdón, que vuelva la primavera con su brillo y su aroma a mar, que se acabe ya este domingo aburrido e improductivo.

¿No te das cuenta de que cada segundo que pasa es otro segundo que te acerca a la tumba?

No esperemos más. Debemos actuar: no podemos saber si ése era el momento idóneo para hacer lo que quisimos hacer, o lo que se nos ocurrió hacer. Puede que nunca más tengamos la oportunidad. No nacimos con un número limitado de errores por cometer. Contemplemos el panorama con perspectiva: lo que ahora nos parece grave y trascendental será insignificante dentro de unos años. Actuemos.

La muerte es lo que da sentido a la vida. ¿Aceptarías la tentación de la inmortalidad? Todo el tiempo del mundo para usarlo como quieras. Aunque yo pienso que, si enlazáramos miles de años, los desaprovecharíamos más que los setenta u ochenta que vienen en el contrato. Puede que no estuviera mal que, en ese mismo contrato, se especificara la fecha exacta de nuestra muerte. Muchos nos espabilaríamos y dejaríamos de postergar la verdadera acción.

martes, 23 de febrero de 2010

La comuna de mis sueños

Pensaba que ese sueño de mi infancia en el que yo, una hippie nudista de 20 años, me iba a vivir a una comuna perdida en la huerta, había desaparecido de mi mente a golpe de obligaciones y expectativas. Pero no. Hace un par de semanas lo encontré, moribundo, en un huequecito de mi cabeza. Sólo me hizo falta ayudarlo a incorporarse y esperar a que se desentumeciera. Ahora vuelvo a fantasear con la idea de irme a una casita minúscula, rodeada de tierras fértiles y lejos del mecanismo circular que me (¿nos?) atrapa en esa rueda de dinero, ambición y poder (igualita que una telenovela venezolana, vamos).

Puede parecer una ilusión infantil. Muchos dirían que no es posible sostener una vida tan frugal e independiente, tan fuera de la supuesta realidad. Yo no pienso nada, porque todavía no he podido comprobar cómo me acostumbraría a ese autoabastecimiento. No sé si duraría un día, una semana o un año. Me gustaría averiguarlo.

Las personas tenemos la insana costumbre de autolimitarnos. Y, cuando ya no podemos autolimitarnos más, cuando hemos reducido todos los aspectos de nuestra rutina a una zona de comodidad en la que no nos permitimos arriesgar, empezamos a limitar a los demás. Todo se resume en una frase: si yo no puedo, los demás tampoco pueden (y viceversa). Cuando éramos pequeños, nuestro mapa del mundo escondía cientos de recovecos, senderos bifurcados y hondas simas que nos invitaban a explorar. Nos sentíamos capaces de cualquier cosa. Podíamos hacer que un brick de Zumosol se convirtiera, por una tarde, en una herramienta de cirujano. Subirse en los columpios del parque nos transportaba a dimensiones extratemporales. Recuerdo cuando le decía a mi primo que de mayor iba a ejercer todas las profesiones del mundo, cada día una. No comprendía por qué él rechistaba e intentaba convencerme de que eso era imposible. Nada de eso cabía dentro de mi lógica: me sonaba totalmente natural ponerme un traje de astronauta los lunes, enseñar a sumar los martes y cantar en la ópera los miércoles.

Cuando crecemos, ese primo, padre o lo que sea deja de existir materialmente y se inserta en nuestro disco duro. Nuestro panorama del mundo ya no es tan amplio: las malas hierbas han cubierto muchas sendas y la lava de los volcanes ha rellenado las simas. Cuando estamos a punto de dar un paso, ese chip se activa automáticamente y nos impide avanzar. A veces, al niño que sueña con crear su propio paisaje le da por las rabietas; entonces nos tropezamos con alguien que se encarga de darle un par de azotes y amenazarle con confiscarle las chuches si vuelve a llorar. Y así, a fuerza de castigos y coerción, vamos aprendiendo a distinguir entre lo posible y lo imposible, entre lo correcto y lo que está mal visto. El niño sin límites ha muerto.

Yo me rebelo contra todo eso. Soñar nos hace libres, y conformarse es claudicar. Los sueños nos mantienen vivos, independientemente de que los llevemos a cabo. Es probable que yo nunca viva en una comuna, o que no pase un año callejeando por el zoco de Fez, ni que me haga una experta en escalada o no dé la vuelta al mundo en bicicleta (otro de mis proyectos de niñez: los anteriores, bastante más recientes). Sin embargo, me gusta atesorar esos sueños y pensar que algún día los realizaré (qué oportuno aquí este verbo: realizar, hacer real). Disfruto buscándoles cabida en esa agenda atestada de planes exóticos y de lo más hippies. No me importa que me recriminen el querer hacer tantas cosas: me quedo con eso porque me niego, como dice alguien que conozco, a sentarme en el sillón con la mantita sobre las rodillas en cuanto me jubile. En este caso, entiéndase la jubilación en sentido figurado.

Deberíamos habituarnos a filtrar toda esa basura que nos llega de ahí fuera, los "no puedes hacer eso" y los "es imposible". Ya tenemos suficiente con autolimitarnos nosotros, como para que vengan otros a plantar semáforos en rojo en nuestro camino. Y, si queremos hacer algo por los demás, empecemos por las personas que tenemos cerca: reavivemos los niños que ya no se quejan por temor a reprimendas, y disparemos a todos los imposibles que salgan de sus bocas.

lunes, 15 de febrero de 2010

La permanencia, esa falacia.

A veces, puede parecernos que nuestro futuro está escrito. Que dependemos de algún factor ajeno a nosotros, un factor que se escapa de nuestro control. Desde pequeños hemos querido ser médicos, abogados o astronautas; hemos añorado casarnos y tener tres hijos, o irnos a vivir a la gran ciudad para tener más oportunidades; hemos notado la seguridad de una pareja que nos prometía la felicidad permanente. Y sin embargo, un día algo dentro de ti va tomando forma. Al principio no quieres escuchar sus quejidos, o ni siquiera puedes percibirlos. Pero va pasando el tiempo y van aumentando su volumen. Entonces los ignoras, y te convences de que esa voz subversiva acabará aquietándose y podrás recuperar la estabilidad en la que sustentabas tu vida. Parece que eso que te dices provoca todavía más al nuevo inquilino de tu cabeza, que decide aporrear tu corteza cerebral y gritarte durante todo el día, incluso en sueños, impidiéndote descansar. Ahora no lo sabes, pero si continúas ignorándole se cansará y cesarán sus reivindicaciones. Pero no se irá incondicionalmente: sus huellas se fijarán como improntas en todo tu ser, y siempre te recordarán, aunque no seas consciente, que tuviste la oportunidad de cambiar y no te atreviste a hacerlo.

Puede que, harto de oírla sin atender realmente a lo que te dice, acabes enfermando o somatizando el malestar que te causa. A nadie nos gusta que nos digan verdades incómodas que chocan con el modelo de mundo que nos habíamos construido mentalmente, con nuestras creencias preestablecidas. La sociedad nos exige –y, finalmente, nosotros mismos nos exigimos- que seamos absolutamente coherentes en nuestras actuaciones y opiniones. Debemos centrarnos en una idea, en una ocupación, en una persona y en una opinión. Dudar o desconocer está mal visto. Debemos estar completamente seguros de todo lo que decimos y hacemos. Olvidamos que todos tenemos contradicciones, que evolucionar implica cambios y que, en fin, rectificar es de sabios, y volver a rectificar nos hace más sabios aún. Olvidamos de tal modo que, cuando la presencia intenta hacernos volver a esas verdades innatas pero enterradas con los años, nos resistimos a abrir la puerta que nos devuelve a su naturaleza.

Ignorar esa voz no es la única opción que tienes. Puedes darle una oportunidad y escuchar lo que te dice, valorarlo. Puedes permitirte descartar su opción con conocimiento de causa. Aunque es probable que, si te dejas seducir por sus promesas, luego te niegues a abandonarla. Ella no promete seguridad, ni estabilidad, ni continuidad. En ella sólo consigues intuir un ápice de felicidad, que ha crecido desde la última vez que te giraste para mirarlo. Esa felicidad trae consigo un cúmulo de palabras que antes habrías desechado sin vacilar: incoherencia, contradicción, duda, rectificación, desmoronamiento… y, sin embargo, ahora te parecen llenas de significado, atractivas y apetecibles. No puedes esperar para dejar que fluyan por tus venas, para que lleguen a todos tus órganos y extremidades y te contagien de toda su esencia. No hay vuelta atrás: has puesto tu primer pie en el desvío que indicaban todas las señales de tu carretera y que habías pasado de largo una y otra vez.

Desde que tengo uso de razón he querido ser escritora o periodista, o escritora y periodista. Las narraciones, manifiestos ecologistas y letras de canciones que he escrito durante casi veinte años andan repartidos por carpetas y archivadores escondidos en los cajones de las casas de familiares, amigos y antiguos profesores. La música me acompañó todo ese tiempo, y un día decidí dedicarle mi vida. Porque mi vida estaba dividida en dos partes: una para el violonchelo y otra para esa voz de mi cabeza que se amplificaba día a día. Al principio hice oídos sordos, porque no quería fallar a las expectativas que los demás habían puesto en mí con el tema de la música. Además, sabía que era buena y que podría conseguir un buen puesto con un sueldo cómodo que me permitiera vivir tranquila y sin hacer demasiado ruido.

Pero acallar la voz era un objetivo imposible. Su eco no me dejaba apenas respirar, tocaba el cello por obligación y ya no por placer. Había decidido consagrar mi vida a la música y la coherencia que me autoimponía no me daba tregua. Los últimos días con el cello eran una tortura, lo odiaba. Estudiaba horas y horas, pero apenas avanzaba. Ese instrumento se había vuelto inaccesible para mí, ya no me permitía deslizarme por sus cuerdas con la naturalidad del principio. Así que me liberé de él y de todo lo que tenía que ver con la música clásica, con conservatorios y con la competitividad que impera en el mundillo musical, realmente sólo hecho para personalidades férreas y algo vanidosas.

Dediqué meses a, por fin, invitar a ese inquilino mío a entrar en mi cabeza, esta vez con un café y unas pastas, en lugar de cerrarle la puerta del jardín y escuchar los timbrazos que daba desde fuera. Me recordó lo que de verdad yo quería. No me permitió juzgarme, porque todos tenemos derecho a reconducir nuestras decisiones. No me dejó que me repitiera que aquél había sido un año perdido, porque fue todo lo contrario: fue un año ganado. Me hizo ver que la seguridad y el equilibrio sólo son conceptos relativos y, en el fondo, carentes de connotaciones universales. La seguridad y el equilibrio no están fuera de nosotros, en lo que decidimos hacer: están dentro, en lo que queremos ser. Y, en nuestro diccionario particular, están atados a cambios y a modificaciones. Podemos revisarlas y reescribirlas para que se ajusten a lo que somos ahora, porque ya no somos como ayer. Eso es coherencia, y no atarse a unos ideales y a unas opciones que ya no casan con tu filosofía. Pretender ser igual a los diez años, a los veinte y a los sesenta es una ilusión, y es inalcanzable. Además, es aburrido. Yo no quiero ser igual ahora que dentro de treinta años. Ni dentro de una semana.

Ahora estudio Periodismo y sé lo que quiero ser. Y además, sé lo que voy a ser. Y la supuesta estabilidad y la supuesta coherencia, tan sobrevaloradas en nuestros tiempos, me dan totalmente igual.

martes, 9 de febrero de 2010

Fantasmas

Si de algo me he dado cuenta en este último año -más o menos- es de que, cuando una persona te habla, te endosa todo su paquete de inseguridades y miedos, como si no tuvieras ya suficiente con el tuyo.

A todos nos gusta ir por el mundo como si fuéramos súper-hombres: todo nos resbala, somos más fuertes que cualquiera, aguantamos lo que nos echen, nos llevamos bien con todo el mundo y nuestra vida es maravillosamente perfecta. Siempre tenemos una sonrisa en la punta de los labios y ni se nos ocurre pensar mal de nadie, aunque lo hayamos visto pasar por nuestro lado con una pistola en la mano, enfilado hacia una pobre viejecita.

Pero todo eso es mentira. Esa apariencia dura y simpática es el indicador de que algo se desmorona en el interior de la persona. Personalmente, sospecho de todos aquellos que multiplican ese disfraz a la enésima potencia. Me los imagino cuando llegan a sus casas, después de un largo día de extenuante función, y veo cómo se desmaquillan y se quitan toda la presión que les ha producido fingir de tal manera. Eso sí, deben de dormir como lirones.

Quien más, quien menos, todos hemos interpretado alguna vez ese papel. Muchos lo hacemos día a día, sin darnos cuenta, aunque sutilmente, sólo para sobrevivir en el mundo. De hecho, pienso que, para que la sociedad no nos entierre vivos y podamos seguir integrados en ella, todos debemos actuar un poco de ese modo. Suele hacerse de forma inconsciente, y sólo nos damos cuenta de la farsa cuando nos abruma o cuando los principios que siguen perennes -aunque no los reguemos muy a menudo- nos recriminan que lo único que estamos haciendo es el gilipollas.

Que nadie os engañe: nadie es como dice ser. Puede que sí, en algunas cosas. Pero nunca en todas. Por lo general, todos nos tenemos en muy baja estima -y seguirá siendo así si no rompemos con la inercia y dejamos de repetirnos lo inútiles, feos o gordos que somos-. Frente a los demás intentamos sacar nuestra mejor cara, sobre todo si queremos conseguir su confianza o sus favores. Sólo les permitimos a quienes más conocemos y quienes mejor nos conocen olisquear la mierda que llevamos dentro. Supongo que esto es más bueno que malo, porque la verdad es que no me gustaría que todo aquel que acabo de conocer viniera a contarme sus penurias. Pero lo que tampoco soporto es esa muralla de hielo que nos construimos para que nadie intuya lo podridos que estamos por dentro.

Hay errores que enmiendo con el paso del tiempo, pero hay uno en el que tiendo a reincidir: el sobrevalorar a todo el mundo y comprar lo que me venden. En situaciones amenazadoras o desconocidas, las personas nos sentimos forzadas y desprotegidas. Además, como nos odiamos y nos creemos peores que una rata de cloaca, exageramos lo que pensamos que es bueno de nosotros -si es que creemos que tenemos algo bueno- y sacamos una sonrisa profident tan larga y llena de dientes que parece una dentadura postiza de caballo. Ésa es la estrategia publicitaria: ahora toca difundir el producto. Nunca lo he hecho, pero debe de resultar apasionante y enriquecedor introducirme en una de esas escenas donde la gente se convierte en un avatar mejorado de sí mismo y convertirme en su antítesis sincera, grosera y descarada. Me temo que se les caería la dentadura a todos.

Pero bueno, como decía, yo soy de las que se tragan todas esas milongas y no consiguen desenmascararlas hasta que pasa una medida grande de tiempo. Llamadme inocente. El caso es que, aun así, me considero bastante perspicaz, teniendo en cuenta que hay quien nunca llega siquiera a vislumbrar esto que os cuento. Seguro que conocéis a alguien así: son quienes siguen ciegamente a otras personas por considerarlas superiores, influyentes o poseedoras de todo el conocimiento y saber que hará que sus vidas fluyan por el camino correcto. Vamos a parar otra vez a lo mismo: son personas que no se valoran y que necesitan que alguien les dé razones por las que comportarse de determinada manera, y acaban confiándole esta tarea a individuos que están, si cabe, más desorientados que ellas. Así van las cosas.

Al llegar a este punto es probable que te hayas dado cuenta de que tú también te has comportado así en algún momento. Y si dices que no, es que no has repasado toda la película de tu vida. O mientes, claro.

Supongo que todos podemos liberarnos, más o menos, de ese lastre que nos inculcan desde pequeños llamado 'apariencia'. Las personas que lo consiguen son esas a las que tildamos de 'auténticas'. Claro que hay AUTÉNTICOS y auténticos. Los primeros son los que han mandado a freír espárragos todas las expectativas que el mundo ha depositado sobre ellos y han decidido actuar conforme a sus principios básicos, sin tener la necesidad de proyectar una imagen distorsionada de sí mismos sobre los demás. Los segundos son esos a los que les tiembla la sonrisilla cuando una conversación empieza a salirse de los límites de su entendimiento, obligándole a aceptar que no tiene ni idea de lo que le estás hablando, y aceptando así su ignorancia con respecto a algo -oh, ya no eres omnipotente-. Son los que, si no pones un gran filtro entre tú y ellos, te tiran a la cara todas sus frustraciones, miedos e inseguridades, es decir, toda su basura mental que es demasiado pesada como para soportarla ellos solitos. No es que te resuman sus tristezas ni se pongan a llorar delante de ti, no; eso es algo que todos necesitamos hacer de vez en cuando y que no creo que sea malo, al contrario. Me refiero a que, sin decirlo explícitamente, sólo con gestos, miradas o diciendo lo que quieres oír, te transmiten lo vacíos que se sienten por dentro y lo que necesitan que le invites a una sesión con un psicoanalista.

Pero tranquilos: esto tiene solución. Nunca es demasiado tarde para darse cuenta de que vamos por el camino equivocado. Yo ya me he hecho consciente -¡hurra!-, y a la vez que evito ser una de esas personas contaminadoras, voy haciendo apañillos en mis filtros para mantener alejados a los fantasmas.

¡Y quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra!

sábado, 6 de febrero de 2010

El muro

El puente se levantaba a unos cinco metros de lo que, en otros tiempos, debía de haber sido un caudaloso río pero que, pasados los años, se convirtió en una acequia mohosa y plegada de cantos puntiagudos.

En uno de sus muros, que cuidaban por que nadie cayera al muerto desierto de abajo, estaban sentadas seis personas. Sus posturas eran idénticas: daban la espalda al exterior del puente, tensaban el tronco y sus manos permanecían inmóviles en sus muslos, duros y dispersos. Todos contemplaban el horizonte con unos ojos que imitaban la sonrisa de sus labios.

Yo los miraba, entre asombrada y divertida. ¿Qué hacían ahí esas personas? ¿No tenían en cuenta el riesgo que existía de caer hacia atrás? Quizá esperaban eso: caer. Quizá estaba a punto de asistir a un suicidio colectivo, a un efecto dominó. Puede que sólo fuera una protesta o una función de teatro. Una función sin público, sólo conmigo como testigo.

No me atrevía a acercarme más. Yo estaba en uno de los extremos del puente, aún en contacto con la tierra. El puente era convexo, no muy extenso pero con una pronunciada curva ascendente en el centro. Las seis personas deberían ocupar más espacio para su tamaño, pero de alguna manera cabían en el exiguo muro. Entre ellos se abrían largas brechas. Cuanto más examinaba la onírica escena, más se encogía todo: todo excepto yo, que seguía con el ceño fruncido, ladeada y preguntándome si aquellas personas percibían mi presencia.

Cuando hubieron pasado unos quince minutos desde mi llegada, el puente había disminuido tanto de tamaño que sus ocupantes se rozaban los hombros los unos a los otros, pero aun así se mantenían impertérritos, con esa extraña mueca de plena satisfacción en la que se podían leer ciertas cenizas de inevitabilidad.

De pronto, la persona más lejana a mí se convirtió en mi madre. A lo mejor fue ella durante todo el tiempo que estuve mirándola: entonces, sería más apropiado decir que, de repente, descubrí que aquella mujer era mi madre. En ese mismo momento, el paisaje que tenía ante mí se liberó de las invisibles paredes que lo oprimían y recobró sus dimensiones originales o, al menos, las dimensiones con las que yo lo había encontrado. Parecía haberme contagiado de la quietud y de la impasibilidad de esa gente, porque mi porte, aunque distinto al suyo, apenas había variado desde mi llegada: la pierna izquierda algo más flexionada, la espalda preparada para un hipotético ataque; poco más. No importaba que mi madre hubiera pasado a formar parte de un extraño grupo que reivindicaba algo desconocido e inaccesible para mí. No importó hasta que mi hermano, salido de ninguna parte aunque sí de mi lado derecho, se abalanzó sobre ella y la dejó paralela a la sima que se abría bajo el puente.

Entonces grité algo y corrí hacia mi recién aparecida madre y hermano. Las otras cinco personas no movieron ni un músculo facial. Mi hermano y mi madre formaban una unidad que oscilaba, como una balanza, entre el suelo firme y la caída libre. Yo temía que la espina dorsal de mi madre hubiera sufrido consecuencias irreversibles del violento impacto en el que todavía se hallaba sumida. Cuando estuve al lado de aquel inédito binomio, oí cómo mi hermano murmuraba peticiones totalmente descontextualizadas: le rogaba a mi madre que lo llevara a ver un partido de fútbol al estadio, o que le prestara su cohe -cuando, con quince años, ésa era una más que descartable idea-.

Observé la cara de mi madre, orientada hacia el cielo. Su expresión había cambiado: ya no era feliz, sino que evidenciaba un terror flagrante y puro, sin matices ni reinterpretaciones. En su gesto sólo había espanto. Yo nunca había visto tanto contraste de sensaciones en tan poco tiempo.

No intenté descolgar a mi hermano del cuello de mi madre, ni obligar a los otros presentes a colaborar en su salvación. El pánico me había abandonado y aquella estampa me parecía cuanto menos armoniosa, bella, incluso tranquilizadora. Pensaba que mi madre estaba muerta, porque no articulaba palabra o suspiro y su tez había adquirido el color del mármol blanco. ¿Qué podía hacer? Mi hermano acabaría por extrañarse del prolongado silencio de nuestra madre, y entonces la dejaría caer a uno u otro lado del muro. Si se desplomaba hacia el exterior, podría pensar que murió del golpe; si se inclinaba hacia el otro, habría de someterse a la visión de la cara aterrada de nuestra madre. Permanecí quieta, como si fuera de hierro y un imán consustancial al puente me clavara a él.

Y, en un momento, la espalda de mi madre se dobló noventa grados y quedó en la misma posición que tenía cuando la descubrí sentada en el muro del puente. Mi hermano soltó su cuello y despegó sus piernas de las de ella. Se colocó a mi lado, de pie. Noté algo raro: él siempre había sido más bajo que yo, pero en ese momento me sacaba una cabeza. ¿Habría crecido mientras estuvo a punto de cometer su primer homicidio?

Fijé mis ojos en los de mi madre. Habían vuelto a adoptar la misma claridad de antes y volvían a otear el sol que se ponía. Mi hermano se alejó trotando, levantando mucha tierra a su paso. Cogí impulso para subirme al muro y me senté al lado de mi madre. Miré al frente.

jueves, 4 de febrero de 2010

Un nuevo proyecto ¿destinado al fracaso?

No me gustan las presentaciones. No se me dan bien. Además, me parecen innecesarias. En una presentación no se puede sintetizar todo lo que soy y lo que pretendo con este blog. Aborrezco las presentaciones y, sin embargo, siempre las hago. Para mí, las presentaciones son como las listas de cosas por hacer, o de cosas que me gustan o que odio. Las veo absurdas, pero constantemente me recuerdo que debería empezar una de cada. Seguramente las dos primeras serían interminables, pues son muchas las cosas que me gustan y quiero hacer. De todos modos debería escribirlas, porque cada vez que me registro en una página web me piden que describa mis aficiones, gustos y películas favoritas, y nunca me acuerdo de cuáles son. La última lista -la de cosas que odio- sería menos extensa, porque pocas cosas tienen el poder de despertar abominación en mí. Por no decir ninguna.

Además, y siguiendo con el tema de las presentaciones, no creo que este blog pueda interesar a nadie. Así que, si estás leyendo esto, te recomiendo que le des a la crucecita roja que tienes arriba a tu derecha -no sé si en los MAC funciona así también, pero bueno- y dedícate a algo más fructífero e intelectual. De mis diarios virtuales no suele salir nada provechoso. Normalmente los abandono a las tres entradas. Tuve uno hace tiempo que me duró varios años, pero al final lo tuve que cerrar -si aún sigues ahí, sí, has leído bien: lo tuve que cerrar-. Creo blogs cual perro semental que se lo va montando con todas las hembras del lugar: dejo mis semillitas en Internet y a los dos días ni me acuerdo en qué servidor parí tal criatura.

Pero creo que éste va a ser diferente, ¡sí!, por fin voy a conseguir mantener un blog durante, al menos, un mes. Ése va a ser mi periodo de prueba. Si lo supero significará que soy constante, disciplinada, aplicada y tenaz. ¡Eso son un montón de cosas que quiero ser!

Además, si quiero ganarme la vida escribiendo tendré que practicar, que he perdido el hábito. Y, quizá, imaginar que alguien está leyendo mis observaciones diseccionadas diarias -o semanales, que tampoco vamos a empezar tan fuerte- podrá ser un aliciente para que este proyecto se salve de la fosa común virtual donde descansan todos mis diarios olvidados.

I.