martes, 9 de febrero de 2010

Fantasmas

Si de algo me he dado cuenta en este último año -más o menos- es de que, cuando una persona te habla, te endosa todo su paquete de inseguridades y miedos, como si no tuvieras ya suficiente con el tuyo.

A todos nos gusta ir por el mundo como si fuéramos súper-hombres: todo nos resbala, somos más fuertes que cualquiera, aguantamos lo que nos echen, nos llevamos bien con todo el mundo y nuestra vida es maravillosamente perfecta. Siempre tenemos una sonrisa en la punta de los labios y ni se nos ocurre pensar mal de nadie, aunque lo hayamos visto pasar por nuestro lado con una pistola en la mano, enfilado hacia una pobre viejecita.

Pero todo eso es mentira. Esa apariencia dura y simpática es el indicador de que algo se desmorona en el interior de la persona. Personalmente, sospecho de todos aquellos que multiplican ese disfraz a la enésima potencia. Me los imagino cuando llegan a sus casas, después de un largo día de extenuante función, y veo cómo se desmaquillan y se quitan toda la presión que les ha producido fingir de tal manera. Eso sí, deben de dormir como lirones.

Quien más, quien menos, todos hemos interpretado alguna vez ese papel. Muchos lo hacemos día a día, sin darnos cuenta, aunque sutilmente, sólo para sobrevivir en el mundo. De hecho, pienso que, para que la sociedad no nos entierre vivos y podamos seguir integrados en ella, todos debemos actuar un poco de ese modo. Suele hacerse de forma inconsciente, y sólo nos damos cuenta de la farsa cuando nos abruma o cuando los principios que siguen perennes -aunque no los reguemos muy a menudo- nos recriminan que lo único que estamos haciendo es el gilipollas.

Que nadie os engañe: nadie es como dice ser. Puede que sí, en algunas cosas. Pero nunca en todas. Por lo general, todos nos tenemos en muy baja estima -y seguirá siendo así si no rompemos con la inercia y dejamos de repetirnos lo inútiles, feos o gordos que somos-. Frente a los demás intentamos sacar nuestra mejor cara, sobre todo si queremos conseguir su confianza o sus favores. Sólo les permitimos a quienes más conocemos y quienes mejor nos conocen olisquear la mierda que llevamos dentro. Supongo que esto es más bueno que malo, porque la verdad es que no me gustaría que todo aquel que acabo de conocer viniera a contarme sus penurias. Pero lo que tampoco soporto es esa muralla de hielo que nos construimos para que nadie intuya lo podridos que estamos por dentro.

Hay errores que enmiendo con el paso del tiempo, pero hay uno en el que tiendo a reincidir: el sobrevalorar a todo el mundo y comprar lo que me venden. En situaciones amenazadoras o desconocidas, las personas nos sentimos forzadas y desprotegidas. Además, como nos odiamos y nos creemos peores que una rata de cloaca, exageramos lo que pensamos que es bueno de nosotros -si es que creemos que tenemos algo bueno- y sacamos una sonrisa profident tan larga y llena de dientes que parece una dentadura postiza de caballo. Ésa es la estrategia publicitaria: ahora toca difundir el producto. Nunca lo he hecho, pero debe de resultar apasionante y enriquecedor introducirme en una de esas escenas donde la gente se convierte en un avatar mejorado de sí mismo y convertirme en su antítesis sincera, grosera y descarada. Me temo que se les caería la dentadura a todos.

Pero bueno, como decía, yo soy de las que se tragan todas esas milongas y no consiguen desenmascararlas hasta que pasa una medida grande de tiempo. Llamadme inocente. El caso es que, aun así, me considero bastante perspicaz, teniendo en cuenta que hay quien nunca llega siquiera a vislumbrar esto que os cuento. Seguro que conocéis a alguien así: son quienes siguen ciegamente a otras personas por considerarlas superiores, influyentes o poseedoras de todo el conocimiento y saber que hará que sus vidas fluyan por el camino correcto. Vamos a parar otra vez a lo mismo: son personas que no se valoran y que necesitan que alguien les dé razones por las que comportarse de determinada manera, y acaban confiándole esta tarea a individuos que están, si cabe, más desorientados que ellas. Así van las cosas.

Al llegar a este punto es probable que te hayas dado cuenta de que tú también te has comportado así en algún momento. Y si dices que no, es que no has repasado toda la película de tu vida. O mientes, claro.

Supongo que todos podemos liberarnos, más o menos, de ese lastre que nos inculcan desde pequeños llamado 'apariencia'. Las personas que lo consiguen son esas a las que tildamos de 'auténticas'. Claro que hay AUTÉNTICOS y auténticos. Los primeros son los que han mandado a freír espárragos todas las expectativas que el mundo ha depositado sobre ellos y han decidido actuar conforme a sus principios básicos, sin tener la necesidad de proyectar una imagen distorsionada de sí mismos sobre los demás. Los segundos son esos a los que les tiembla la sonrisilla cuando una conversación empieza a salirse de los límites de su entendimiento, obligándole a aceptar que no tiene ni idea de lo que le estás hablando, y aceptando así su ignorancia con respecto a algo -oh, ya no eres omnipotente-. Son los que, si no pones un gran filtro entre tú y ellos, te tiran a la cara todas sus frustraciones, miedos e inseguridades, es decir, toda su basura mental que es demasiado pesada como para soportarla ellos solitos. No es que te resuman sus tristezas ni se pongan a llorar delante de ti, no; eso es algo que todos necesitamos hacer de vez en cuando y que no creo que sea malo, al contrario. Me refiero a que, sin decirlo explícitamente, sólo con gestos, miradas o diciendo lo que quieres oír, te transmiten lo vacíos que se sienten por dentro y lo que necesitan que le invites a una sesión con un psicoanalista.

Pero tranquilos: esto tiene solución. Nunca es demasiado tarde para darse cuenta de que vamos por el camino equivocado. Yo ya me he hecho consciente -¡hurra!-, y a la vez que evito ser una de esas personas contaminadoras, voy haciendo apañillos en mis filtros para mantener alejados a los fantasmas.

¡Y quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra!

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