lunes, 15 de febrero de 2010

La permanencia, esa falacia.

A veces, puede parecernos que nuestro futuro está escrito. Que dependemos de algún factor ajeno a nosotros, un factor que se escapa de nuestro control. Desde pequeños hemos querido ser médicos, abogados o astronautas; hemos añorado casarnos y tener tres hijos, o irnos a vivir a la gran ciudad para tener más oportunidades; hemos notado la seguridad de una pareja que nos prometía la felicidad permanente. Y sin embargo, un día algo dentro de ti va tomando forma. Al principio no quieres escuchar sus quejidos, o ni siquiera puedes percibirlos. Pero va pasando el tiempo y van aumentando su volumen. Entonces los ignoras, y te convences de que esa voz subversiva acabará aquietándose y podrás recuperar la estabilidad en la que sustentabas tu vida. Parece que eso que te dices provoca todavía más al nuevo inquilino de tu cabeza, que decide aporrear tu corteza cerebral y gritarte durante todo el día, incluso en sueños, impidiéndote descansar. Ahora no lo sabes, pero si continúas ignorándole se cansará y cesarán sus reivindicaciones. Pero no se irá incondicionalmente: sus huellas se fijarán como improntas en todo tu ser, y siempre te recordarán, aunque no seas consciente, que tuviste la oportunidad de cambiar y no te atreviste a hacerlo.

Puede que, harto de oírla sin atender realmente a lo que te dice, acabes enfermando o somatizando el malestar que te causa. A nadie nos gusta que nos digan verdades incómodas que chocan con el modelo de mundo que nos habíamos construido mentalmente, con nuestras creencias preestablecidas. La sociedad nos exige –y, finalmente, nosotros mismos nos exigimos- que seamos absolutamente coherentes en nuestras actuaciones y opiniones. Debemos centrarnos en una idea, en una ocupación, en una persona y en una opinión. Dudar o desconocer está mal visto. Debemos estar completamente seguros de todo lo que decimos y hacemos. Olvidamos que todos tenemos contradicciones, que evolucionar implica cambios y que, en fin, rectificar es de sabios, y volver a rectificar nos hace más sabios aún. Olvidamos de tal modo que, cuando la presencia intenta hacernos volver a esas verdades innatas pero enterradas con los años, nos resistimos a abrir la puerta que nos devuelve a su naturaleza.

Ignorar esa voz no es la única opción que tienes. Puedes darle una oportunidad y escuchar lo que te dice, valorarlo. Puedes permitirte descartar su opción con conocimiento de causa. Aunque es probable que, si te dejas seducir por sus promesas, luego te niegues a abandonarla. Ella no promete seguridad, ni estabilidad, ni continuidad. En ella sólo consigues intuir un ápice de felicidad, que ha crecido desde la última vez que te giraste para mirarlo. Esa felicidad trae consigo un cúmulo de palabras que antes habrías desechado sin vacilar: incoherencia, contradicción, duda, rectificación, desmoronamiento… y, sin embargo, ahora te parecen llenas de significado, atractivas y apetecibles. No puedes esperar para dejar que fluyan por tus venas, para que lleguen a todos tus órganos y extremidades y te contagien de toda su esencia. No hay vuelta atrás: has puesto tu primer pie en el desvío que indicaban todas las señales de tu carretera y que habías pasado de largo una y otra vez.

Desde que tengo uso de razón he querido ser escritora o periodista, o escritora y periodista. Las narraciones, manifiestos ecologistas y letras de canciones que he escrito durante casi veinte años andan repartidos por carpetas y archivadores escondidos en los cajones de las casas de familiares, amigos y antiguos profesores. La música me acompañó todo ese tiempo, y un día decidí dedicarle mi vida. Porque mi vida estaba dividida en dos partes: una para el violonchelo y otra para esa voz de mi cabeza que se amplificaba día a día. Al principio hice oídos sordos, porque no quería fallar a las expectativas que los demás habían puesto en mí con el tema de la música. Además, sabía que era buena y que podría conseguir un buen puesto con un sueldo cómodo que me permitiera vivir tranquila y sin hacer demasiado ruido.

Pero acallar la voz era un objetivo imposible. Su eco no me dejaba apenas respirar, tocaba el cello por obligación y ya no por placer. Había decidido consagrar mi vida a la música y la coherencia que me autoimponía no me daba tregua. Los últimos días con el cello eran una tortura, lo odiaba. Estudiaba horas y horas, pero apenas avanzaba. Ese instrumento se había vuelto inaccesible para mí, ya no me permitía deslizarme por sus cuerdas con la naturalidad del principio. Así que me liberé de él y de todo lo que tenía que ver con la música clásica, con conservatorios y con la competitividad que impera en el mundillo musical, realmente sólo hecho para personalidades férreas y algo vanidosas.

Dediqué meses a, por fin, invitar a ese inquilino mío a entrar en mi cabeza, esta vez con un café y unas pastas, en lugar de cerrarle la puerta del jardín y escuchar los timbrazos que daba desde fuera. Me recordó lo que de verdad yo quería. No me permitió juzgarme, porque todos tenemos derecho a reconducir nuestras decisiones. No me dejó que me repitiera que aquél había sido un año perdido, porque fue todo lo contrario: fue un año ganado. Me hizo ver que la seguridad y el equilibrio sólo son conceptos relativos y, en el fondo, carentes de connotaciones universales. La seguridad y el equilibrio no están fuera de nosotros, en lo que decidimos hacer: están dentro, en lo que queremos ser. Y, en nuestro diccionario particular, están atados a cambios y a modificaciones. Podemos revisarlas y reescribirlas para que se ajusten a lo que somos ahora, porque ya no somos como ayer. Eso es coherencia, y no atarse a unos ideales y a unas opciones que ya no casan con tu filosofía. Pretender ser igual a los diez años, a los veinte y a los sesenta es una ilusión, y es inalcanzable. Además, es aburrido. Yo no quiero ser igual ahora que dentro de treinta años. Ni dentro de una semana.

Ahora estudio Periodismo y sé lo que quiero ser. Y además, sé lo que voy a ser. Y la supuesta estabilidad y la supuesta coherencia, tan sobrevaloradas en nuestros tiempos, me dan totalmente igual.

1 comentario:

  1. Una autobiografía, una historia kafkiana con puentes y madres reversibles.. por lo menos podías haberme dicho que morabas aquí y me habría pasado antes! :P

    Un beso irene! :)

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