sábado, 6 de febrero de 2010

El muro

El puente se levantaba a unos cinco metros de lo que, en otros tiempos, debía de haber sido un caudaloso río pero que, pasados los años, se convirtió en una acequia mohosa y plegada de cantos puntiagudos.

En uno de sus muros, que cuidaban por que nadie cayera al muerto desierto de abajo, estaban sentadas seis personas. Sus posturas eran idénticas: daban la espalda al exterior del puente, tensaban el tronco y sus manos permanecían inmóviles en sus muslos, duros y dispersos. Todos contemplaban el horizonte con unos ojos que imitaban la sonrisa de sus labios.

Yo los miraba, entre asombrada y divertida. ¿Qué hacían ahí esas personas? ¿No tenían en cuenta el riesgo que existía de caer hacia atrás? Quizá esperaban eso: caer. Quizá estaba a punto de asistir a un suicidio colectivo, a un efecto dominó. Puede que sólo fuera una protesta o una función de teatro. Una función sin público, sólo conmigo como testigo.

No me atrevía a acercarme más. Yo estaba en uno de los extremos del puente, aún en contacto con la tierra. El puente era convexo, no muy extenso pero con una pronunciada curva ascendente en el centro. Las seis personas deberían ocupar más espacio para su tamaño, pero de alguna manera cabían en el exiguo muro. Entre ellos se abrían largas brechas. Cuanto más examinaba la onírica escena, más se encogía todo: todo excepto yo, que seguía con el ceño fruncido, ladeada y preguntándome si aquellas personas percibían mi presencia.

Cuando hubieron pasado unos quince minutos desde mi llegada, el puente había disminuido tanto de tamaño que sus ocupantes se rozaban los hombros los unos a los otros, pero aun así se mantenían impertérritos, con esa extraña mueca de plena satisfacción en la que se podían leer ciertas cenizas de inevitabilidad.

De pronto, la persona más lejana a mí se convirtió en mi madre. A lo mejor fue ella durante todo el tiempo que estuve mirándola: entonces, sería más apropiado decir que, de repente, descubrí que aquella mujer era mi madre. En ese mismo momento, el paisaje que tenía ante mí se liberó de las invisibles paredes que lo oprimían y recobró sus dimensiones originales o, al menos, las dimensiones con las que yo lo había encontrado. Parecía haberme contagiado de la quietud y de la impasibilidad de esa gente, porque mi porte, aunque distinto al suyo, apenas había variado desde mi llegada: la pierna izquierda algo más flexionada, la espalda preparada para un hipotético ataque; poco más. No importaba que mi madre hubiera pasado a formar parte de un extraño grupo que reivindicaba algo desconocido e inaccesible para mí. No importó hasta que mi hermano, salido de ninguna parte aunque sí de mi lado derecho, se abalanzó sobre ella y la dejó paralela a la sima que se abría bajo el puente.

Entonces grité algo y corrí hacia mi recién aparecida madre y hermano. Las otras cinco personas no movieron ni un músculo facial. Mi hermano y mi madre formaban una unidad que oscilaba, como una balanza, entre el suelo firme y la caída libre. Yo temía que la espina dorsal de mi madre hubiera sufrido consecuencias irreversibles del violento impacto en el que todavía se hallaba sumida. Cuando estuve al lado de aquel inédito binomio, oí cómo mi hermano murmuraba peticiones totalmente descontextualizadas: le rogaba a mi madre que lo llevara a ver un partido de fútbol al estadio, o que le prestara su cohe -cuando, con quince años, ésa era una más que descartable idea-.

Observé la cara de mi madre, orientada hacia el cielo. Su expresión había cambiado: ya no era feliz, sino que evidenciaba un terror flagrante y puro, sin matices ni reinterpretaciones. En su gesto sólo había espanto. Yo nunca había visto tanto contraste de sensaciones en tan poco tiempo.

No intenté descolgar a mi hermano del cuello de mi madre, ni obligar a los otros presentes a colaborar en su salvación. El pánico me había abandonado y aquella estampa me parecía cuanto menos armoniosa, bella, incluso tranquilizadora. Pensaba que mi madre estaba muerta, porque no articulaba palabra o suspiro y su tez había adquirido el color del mármol blanco. ¿Qué podía hacer? Mi hermano acabaría por extrañarse del prolongado silencio de nuestra madre, y entonces la dejaría caer a uno u otro lado del muro. Si se desplomaba hacia el exterior, podría pensar que murió del golpe; si se inclinaba hacia el otro, habría de someterse a la visión de la cara aterrada de nuestra madre. Permanecí quieta, como si fuera de hierro y un imán consustancial al puente me clavara a él.

Y, en un momento, la espalda de mi madre se dobló noventa grados y quedó en la misma posición que tenía cuando la descubrí sentada en el muro del puente. Mi hermano soltó su cuello y despegó sus piernas de las de ella. Se colocó a mi lado, de pie. Noté algo raro: él siempre había sido más bajo que yo, pero en ese momento me sacaba una cabeza. ¿Habría crecido mientras estuvo a punto de cometer su primer homicidio?

Fijé mis ojos en los de mi madre. Habían vuelto a adoptar la misma claridad de antes y volvían a otear el sol que se ponía. Mi hermano se alejó trotando, levantando mucha tierra a su paso. Cogí impulso para subirme al muro y me senté al lado de mi madre. Miré al frente.

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