martes, 23 de febrero de 2010

La comuna de mis sueños

Pensaba que ese sueño de mi infancia en el que yo, una hippie nudista de 20 años, me iba a vivir a una comuna perdida en la huerta, había desaparecido de mi mente a golpe de obligaciones y expectativas. Pero no. Hace un par de semanas lo encontré, moribundo, en un huequecito de mi cabeza. Sólo me hizo falta ayudarlo a incorporarse y esperar a que se desentumeciera. Ahora vuelvo a fantasear con la idea de irme a una casita minúscula, rodeada de tierras fértiles y lejos del mecanismo circular que me (¿nos?) atrapa en esa rueda de dinero, ambición y poder (igualita que una telenovela venezolana, vamos).

Puede parecer una ilusión infantil. Muchos dirían que no es posible sostener una vida tan frugal e independiente, tan fuera de la supuesta realidad. Yo no pienso nada, porque todavía no he podido comprobar cómo me acostumbraría a ese autoabastecimiento. No sé si duraría un día, una semana o un año. Me gustaría averiguarlo.

Las personas tenemos la insana costumbre de autolimitarnos. Y, cuando ya no podemos autolimitarnos más, cuando hemos reducido todos los aspectos de nuestra rutina a una zona de comodidad en la que no nos permitimos arriesgar, empezamos a limitar a los demás. Todo se resume en una frase: si yo no puedo, los demás tampoco pueden (y viceversa). Cuando éramos pequeños, nuestro mapa del mundo escondía cientos de recovecos, senderos bifurcados y hondas simas que nos invitaban a explorar. Nos sentíamos capaces de cualquier cosa. Podíamos hacer que un brick de Zumosol se convirtiera, por una tarde, en una herramienta de cirujano. Subirse en los columpios del parque nos transportaba a dimensiones extratemporales. Recuerdo cuando le decía a mi primo que de mayor iba a ejercer todas las profesiones del mundo, cada día una. No comprendía por qué él rechistaba e intentaba convencerme de que eso era imposible. Nada de eso cabía dentro de mi lógica: me sonaba totalmente natural ponerme un traje de astronauta los lunes, enseñar a sumar los martes y cantar en la ópera los miércoles.

Cuando crecemos, ese primo, padre o lo que sea deja de existir materialmente y se inserta en nuestro disco duro. Nuestro panorama del mundo ya no es tan amplio: las malas hierbas han cubierto muchas sendas y la lava de los volcanes ha rellenado las simas. Cuando estamos a punto de dar un paso, ese chip se activa automáticamente y nos impide avanzar. A veces, al niño que sueña con crear su propio paisaje le da por las rabietas; entonces nos tropezamos con alguien que se encarga de darle un par de azotes y amenazarle con confiscarle las chuches si vuelve a llorar. Y así, a fuerza de castigos y coerción, vamos aprendiendo a distinguir entre lo posible y lo imposible, entre lo correcto y lo que está mal visto. El niño sin límites ha muerto.

Yo me rebelo contra todo eso. Soñar nos hace libres, y conformarse es claudicar. Los sueños nos mantienen vivos, independientemente de que los llevemos a cabo. Es probable que yo nunca viva en una comuna, o que no pase un año callejeando por el zoco de Fez, ni que me haga una experta en escalada o no dé la vuelta al mundo en bicicleta (otro de mis proyectos de niñez: los anteriores, bastante más recientes). Sin embargo, me gusta atesorar esos sueños y pensar que algún día los realizaré (qué oportuno aquí este verbo: realizar, hacer real). Disfruto buscándoles cabida en esa agenda atestada de planes exóticos y de lo más hippies. No me importa que me recriminen el querer hacer tantas cosas: me quedo con eso porque me niego, como dice alguien que conozco, a sentarme en el sillón con la mantita sobre las rodillas en cuanto me jubile. En este caso, entiéndase la jubilación en sentido figurado.

Deberíamos habituarnos a filtrar toda esa basura que nos llega de ahí fuera, los "no puedes hacer eso" y los "es imposible". Ya tenemos suficiente con autolimitarnos nosotros, como para que vengan otros a plantar semáforos en rojo en nuestro camino. Y, si queremos hacer algo por los demás, empecemos por las personas que tenemos cerca: reavivemos los niños que ya no se quejan por temor a reprimendas, y disparemos a todos los imposibles que salgan de sus bocas.

2 comentarios:

  1. Genial. Me ha encantado!! Tienes razón. Parece que hay gente experta en decirte que no vas a poder hacer lo que quieres y que no hace falta que lo intentes.Y no, eso no es así. Que limiten su vida si quieren, pero que dejen libre la de los demás!! =)

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  2. curiosamente, a las horas de escribir esto vi el capítulo 4 de la 1a temporada de LOST, que toca el tema de las limitaciones que los demás pretenden imponernos.

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