sábado, 23 de octubre de 2010

Observando sensaciones

Cada vez que acabo un módulo del curso de Programación Neurolingüística salgo con miles de conocimientos nuevos y la sensación de haber experimentado una mini-evolución exprés. También me hago muy consciente de todo lo que me queda por aprender, cosa ya no me gusta tanto. Me agobio un poco pensando que quiero descifrar ya todos esos enigmas, sentimientos y comportamientos que se sitúan enfrente de mí, y que sin embargo debo ir poco a poco e integrar paulatinamente en mí los nuevos hábitos que quiero adoptar.

El comportamiento humano es algo que me apasiona. Si ahora volviera a empezar la universidad es posible que eligiera estudiar Psicología, aunque sin encasillarme en ninguna escuela de pensamiento ni seguir al pie de la letra lo que dicte la ciencia: lo haría, más bien, para conocer diferentes visiones del mundo y de las personas y tener una base metódica sobre la que investigar. De todas maneras, hay gente que no ha estudiado esa carrera y ejercen (aun sin quererlo) de psicólogos mucho mejor que algunos titulados. También tengo la impresión de que gran parte de quienes estudian Psicología lo hacen para solucionarse sus propios rollos mentales, razón respetable como cualquier otra.

Al empezar estos dos días de curso decidí, por primera vez, colocarme en la clase en una posición de observadora. He estado más atenta que nunca a las palabras que han utilizado mis compañeros, a los movimientos que han realizado con las manos y con las piernas, a la concordancia entre lo que decían sus labios y lo que expresaban sus ojos. He tratado de concentrar mis cinco sentidos en la causa, y he visto cosas extraordinarias. He captado la inseguridad, el enfado, la ansiedad o la frustración aunque sus propietarios estuvieran repimiéndolos. Aun siendo sutiles, todas esas emociones son apreciables si estamos alerta. Reconocerlas nos da información muy valiosa sobre los patrones de conducta de las personas, y nos permite adivinar por dónde van a salir.

En nuestro interior albergamos un gran abanico de sensaciones, y a lo largo de nuestra vida vamos descubriendo más. Sin embargo, solemos conformarnos con identificar cuatro o cinco de ellas, y olvidamos las demás. Cuando alguien nos pregunta cómo estamos o cómo nos sentimos, la respuesta estándar y automática es "bien" (o "mal", como mucho). Sale de nosotros instantáneamente, sin necesidad de reflexionar. Pero si analizamos nuestro sistema, si nos preguntamos a nosotros mismos qué es lo que realmente sentimos, seguro que la respuesta cambia. Entonces pueden aparecer frases como "me siento pletórico" o "me encuentro angustiado". Si quien nos pregunta es alguien de poca confianza o nos encontramos en un contexto de mera formalidad no es necesario responder de ese modo, siempre que seamos conscientes de qué sentimos realmente. No importa tanto (mejor dicho, no importa en absoluto) lo que expresemos de cara afuera, sino lo que reconozcamos en nuestro interior.

Sentimos emociones continuamente, y las rechazamos o las escondemos en lugar de darles un nombre y aceptarlas como parte de nosotros. Una de las evidencias que he descubierto durante estos días es que debo (debemos) ser conscientes de lo que sentimos, analizarlo, aceptarlo y apadrinarlo. Es así, tanto para las emociones positivas como para las que menos nos gustan (no por ello negativas, porque también de ellas se puede aprender algo bueno). El primer paso para que un sentimiento que no nos está beneficiando desaparezca es saber que lo tenemos, y no esquivarlo ni intentar evitar -casi siempre de forma inconsciente- las situaciones en las que lo experimentamos.

Una vez más, no sé cómo habrá quedado esta entrada. La verdad es que sólo me apetecía reflexionar un poco y poner por escrito todo lo aprendido este fin de semana.

Feliz domingo a todos!

martes, 19 de octubre de 2010

El lenguaje secreto de las palabras

Hoy vengo a hablaros de las palabras.

Utilizamos las palabras para comunicarnos con los demás. Para muchos constituyen la única vía de comunicación e ignoran que el lenguaje corporal e incluso la respiración tienen, en innumerables ocasiones, efectos más potentes sobre nuestros interlocutores que las palabras. De ese tema, sin embargo, ya me ocuparé otro día, no vaya a ser que me desvíe.

Lo que iba diciendo. Las palabras llenan nuestras cabezas siempre que estamos despiertos, y lo hacen cuando dormimos si es que soñamos. Podemos pronunciarlas con los labios si contamos con alguien que quiera escucharlas; se produce así un monólogo si la(s) otra(s) persona(s) no participa activamente de la charla, o una conversación si decide(n) contestarnos, a su vez, con más palabras.

Y gran parte del día la pasamos a solas, cada uno consigo mismo, en amor y compañía en algunos casos y en guerra y discordia en otros. Ni siquiera en esos momentos nuestros cerebros dejan de parir palabras y de bombardearnos con las frases que con ellas construyen. Como sería agotador atender a todo lo que nos decimos a nosotros mismos, nuestra consciencia se agacha y todas esas palabras se almacenan directamente en el inconsciente sin filtro ni reciclaje alguno.

Podría ser que esas palabras que nos dedicamos sean alegres, animadoras y motivadoras. Sin embargo, en la mayoría de casos no es así. Cuando aprendí esto, me sorprendí al darme cuenta de la cantidad de basura que metía en mi disco duro cada día: desde perlas incapacitadoras ("no puedo", "no sé hacer X"), pasando por dulces piropos ("qué imbécil soy", "qué horrible estoy hoy") y acabando con interpretaciones enrevesadas de hechos que me atañían ("no me ha contestado cuando le he hablado, así que me odia y quiere hacerme sufrir". Quizá habría sido más fácil y acertado pensar que, sencillamente, no me había oído, pero ¡ah, el cerebro, ese gran liante!).

Y no sólo cuando estamos solos nos hablamos de este modo: también cuando mantenemos una conversación con alguien (o álguienes). Esto es más venenoso que lo otro, ya que no solamente nos contaminamos a nosotros mismos sino también a nuestro interlocutor, si es que se deja (algo que ocurre frecuentemente).

¿Creéis que las palabras son inofensivas? Voy a poner un ejemplo a partir del cual podréis responderos vosotros mismos. Todas las personas que aparecen en él permanecerán en el anonimato (excepto yo), y si quieren expresar su opinión con nombre y apellidos que abran un blog y lo hagan (no estoy yo aquí para vender argumentaciones ajenas firmadas, oiga!).

Esta conversación tuvo lugar el pasado fin de semana, como resultado de un largo diálogo sobre la felicidad, el poder de la mente y hasta el tarot (tema para otro día). Al final, no sé bien por qué, una amiga me preguntó cuánto tiempo llevo con mi novia. "Casi cuatro meses", contesté. "¿Y todavía no habéis discutido?", se sorprendió. "No". Entonces oí voces a coro por mi izquierda y por mi derecha: "Ya llegará, ya llegará...". Otra vez esa manía tan inherente a la naturaleza humana de encasquetar a los demás lo que nos es propio. "¿Y por qué tiene que llegar?", pregunté yo.

¿Y por qué? No lo acababa de entender. Se me ocurrió otra pregunta, que lancé a la amiga de mi izquierda. Ella lleva cuatro años y pico con su novio, así que ¿quién mejor que ella para aleccionarme sobre las aventuras y desventuras de pareja? En fin, que la pregunta en cuestión era ésta: "¿Tú cuántas veces has discutido con tu novio?". Supongo que me diría que muchas (o pocas, da igual: su respuesta no es lo que interesa en este momento). Entonces encontré otra pregunta mejor: "¿Qué entiendes tú por discusión?". ¡Ah, amiga, ahí te hemos pillao!

¿Qué entendéis por discusión? Yo, cuando pienso en esa palabra, me vienen otras muchas a la cabeza: gritos, insultos, enfados, llantos, resentimientos, conversaciones aplazadas, temores, falta de respeto, malas caras, silencio. Al final mi amiga llegó a la conclusión de que nunca había tenido una discusión con su novio, solamente pequeños desacuerdos o diferencias de opinión que no comportan malestares. ¿Y por qué no cambiarles la etiqueta y llamar "desacuerdos" (o cualquier otra palabra que defina mejor esos episodios) a esas supuestas "discusiones"? "Lo que pasa es que es más rápido y cómodo llamarlos discusiones", me dijo.

Bien. Claro que es más rápido y más cómodo. También és más rápido y cómodo escribir los exámenes (o en este blog, sin ir más lejos) con lenguaje sms y no por eso lo hacemos (al menos yo). Sin embargo, ¿cómo afectan esas palabras a nuestro inconsciente? Imagina una escena en la que tu pareja y tú intentáis decidir qué película vais a ver este precioso martes (o, si lo preferís, un miércoles, que es más barato). Tu pareja lleva años deseando que estrenen "Campanilla y el gran rescate" y tú matarías por ver la película del caralibro. El desenlace no importa, es irrelevante. Lo que nos interesa es: ¿cómo queda grabada en la mente esa conversación si la archivamos como "discusión"? "Discusión" es una palabra pesada, fuerte, puede que hasta traumática. Ahora quítale carga: rebobina y bautiza la escena como "desacuerdo" o, ¿por qué no?, como "conversación", simple y llanamente.

El lenguaje es rico, y tanto el vocabulario castellano como el catalán están llenos de palabras que colorean nuestro hablar. Son los matices de los vocablos los que determinan nuestra experiencia, nuestro recuerdo y nuestra memoria. Utilizar las palabras conscientemente nos ayuda a reconfigurar nuestras vivencias y nos allana el camino. Esto es lo que yo pienso y lo que he aprendido tras un año y pico mamando Programación Neurolingüística; no quiero decir que sea una verdad categórica y que tengáis que compartirla. Sencillamente, a mí me va mejor desde que la aplico en mi vida.

Y, qué narices, sí que es una verdad categórica. Take it or leave it.

lunes, 11 de octubre de 2010

Reflexiones inexactas sobre Londres

Mi penúltima entrada en este bitácora data de dos semanas después de mi aterrizaje en Londres. Hoy, más de un mes después de mi regreso a la península, revivo este rincón de la red con intención de resumir las conclusiones que he extraído tras casi dos meses trabajando, viajando, saliendo y viviendo en Inglaterra.

Londres… una ciudad gigantesca que conseguía despertarme miles de sensaciones diferentes cada día. Frustración a las ocho de la mañana, cuando la luz se colaba en mi habitación del barrio de Bethnal Green por culpa de la harapienta cortina y me despertaba irremediablemente. Sospecha media hora más tarde, cuando salía a Mansford Street y el albañil de la obra de la iglesia de al lado me preguntaba, como cada día, por qué no contestaba a sus llamadas (le di mi teléfono, me sabía mal decirle que no a pesar de que sabía que no pensaba descolgarlo). Vitalidad antes de comer, contando cuántas personas de cada etnia o cultura me cruzaba mientras paseaba por las calles, y comparando los precios de las sandías las fruterías pakistaníes empotradas en cada esquina.

Modorra a las calurosas dos y diez de cada tarde, la hora de entrar a trabajar. Una mezcla de satisfacción y prisa cuando se formaban aquellas largas colas en las cajas de la tienda y tenía que concentrarme en recordar el código de las bakers potatoes o de el fennel (todavía no sé qué narices es ese vegetal, ni cuál es su traducción en castellano!). Cansancio al cerrar el local a las diez de la noche i un xut d’energia quan acabava de sopar, encenia l’ordinador i hi estaves tu, fent-me carasses i donant-me petons a través de dos pantalles i milers de quilòmetres.

Agobio e impotencia algunos de los primeros días e incluso semanas: la burocracia londinense es desesperante. Para abrir una cuenta en el banco tienes que tener contrato de trabajo, pero resulta que para que te contraten necesitas una cuenta corriente inglesa. También debes estar identificado por un número de la seguridad social, que no te lo asignan si no tienes una dirección propia en Inglaterra… Por suerte para mí, encontré habitación en una casa a los pocos días y pude comenzar las gestiones para convertirme en una perfecta ciudadana inglesa (aunque fuera para poco tiempo).

Euforia cuando me contrataron tras diez días pateando tanto las calles de Londres que ya no encontraba locales en los que dejar mi currículum. Mucha vergüenza cuando me algún cliente se dirigía a mí y yo no entendía si quería salsa al pesto o que le indicara el camino al aseo. Durante los primeros días de trabajo me propuse, sin muchos frutos, captar el cien por cien de las palabras que me dirigían a velocidad de vértigo los innumerables londinenses que pasaban por la tienda cada día, y no tardé en darme cuenta de que resultaba más sencillo y productivo callar, escuchar para ir abriendo el oído y enviarlos al encargado para resolver sus orgánicas dudas.

Energía positiva al salir de la piscina a la que iba algunos días a la semana, a pesar de que me hubieran cobrado unos cinco euros entre la entrada y la taquilla del vestuario. Una confusión mezclada con curiosidad las veces que salí de fiesta con los compañeros de trabajo y oía sus distintos acentos fusionarse y contagiarse entre ellos: un portugués (Djalo), varios nigerianos (Michael y Beatrice), una australiana (Kate), una apátrida nacida en Escocia (Natalie), un polaco (Pszem), una alemana (Anissa), una irlandesa (Linda)… una tienda convertida en pequeña muestra de la sociedad londinense, siempre abigarrada y carente de una identidad firme, pero que crea a cada segundo una nueva personalidad mientras los ciudadanos se incorporan o se marchan para siempre, agotados por el ritmo imparable de la ciudad.

En Londres es imposible estar solo, y a veces incluso sentirse solo. Si la soledad te acecha no tienes más que poner un pie en la calle y, apenas hayas recorrido un par de calles del barrio, alguien se habrá parado a hablarte aun sin excusa para hacerlo. La gente que vive en Londres huye del aislamiento como si les quemara la piel. La ciudad les ha hecho extrovertidos; a algunos hasta el atrevimiento descarado. Muchos llegan allí sin nadie, y el instinto de supervivencia les empuja a buscar a gente entre la que puedan sentirse integrados. Da igual si les cae bien o mal, o si son del tipo de persona con la que se habían prometido no juntarse jamás. Quedarse en casa una noche es pecado casi cualquier día de la semana: Londres vibra de lunes a domingo durante las veinticuatro horas del día, y cada segundo perdido de esa noria se vuelve irrecuperable.

Sé que volveré a Londres, y que la próxima vez que lo haga será para quedarme una temporada más larga. Su inmensidad la hace apta para cualquier objetivo de vida: formar una familia y trabajar, estudiar, salir de noche o deambular por las calles sin más destino que la próxima parada de metro o el siguiente parque. Londres es una ciudad que te atrapa sólo si te dejas, pero supone un placer abandonarse a sus encantos.