lunes, 24 de mayo de 2010

Infancia III: La mujer que cose

Para ir al colegio, Alba quedaba todas las mañanas con su amiga Lucía. Estaban en párvulos. Su madre la acercaba a la estación de tren, porque Lucía venía de la ciudad, y desde allí caminaban hasta la escuela, mientras el sol luchaba por salir del cúmulo de nubes.

La razón por la que Lucía soportaba cada día una hora de tren y autobús era que su madre trabajaba en el colegio de Alba como maestra, por lo que decidió matricularla allí y ahorrarse una niñera que la despertara, le hiciera el bocadillo del almuerzo y la llevara y la recogiera de clase de lunes a viernes. Así que las dos, junto con otra maestra, iban al pueblo por la mañana, muy temprano, y volvían a la ciudad después de comer.

El trayecto desde que Alba se encontraba con Lucía hasta que llegaban a la escuela consistía en una sola calle que se recorría en apenas diez minutos. Incluso menos, porque parecía que la madre de Lucía y su compañera llevaban el acelerador puesto. Alba se quejaba porque no podía seguir el paso de aquellas dos adultas. A veces caminaban tan deprisa que se convertían en dos puntitos en el horizonte. “Es como si fueran en patines”, le decía a su madre. A Lucía ese ritmo no le parecía mal. Ni siquiera lo juzgaba como rápido o lento: sencillamente, no pensaba en él. Dedicaba aquel recorrido a hablarle a Alba sobre cosas más interesantes para una niña de cinco años, como los gatos y los perros que quería tener, por ejemplo; cómo les llamaría y el color del carrito en el que los sacaría a pasear. Alba acabó contagiándose de sus ganas de tener una mascota: se imaginaba a su futuro perro, de largas orejas puntiagudas y con un chupete atrapado entre los colmillos, acostado boca arriba en un carrito de bebé azul.

Más o menos a mitad de la calle que desembocaba en el colegio, Alba y Lucía callaban durante unos instantes y miraban hacia su izquierda. La ventana de una de las casas tradicionales de dos plantas dejaba ver a una mujer mayor sentada tras una máquina de coser. Su mesa estaba colocada justo enfrente del cristal, de modo que ella quedaba mirando al exterior. Alba y Lucía la llamaban “la mujer que cose”. Todos los días, invariablemente, la encontraban allí, cosiendo a las nueve menos diez de la mañana. Nunca dejaba de ser una novedad: siempre la observaban y hacían algún comentario al respecto. La imagen no duraba más de dos segundos, lo que les costaba dejar atrás la ventana de la mujer que cose. Aunque al principio ésta ni se inmutaba ante la inspección curiosa y avispada de sus espectadoras, con el paso del tiempo Alba comenzó a advertir su mirada de soslayo. De su boca nacían alfileres; las manos se entrecruzaban, hábiles y rápidas como el caminar de las maestras.

Cuando pasaron a primaria, Lucía se mudó a una urbanización cerca del pueblo. Ya no tenía que coger el tren: su padre la llevaba en coche al colegio. Alba continuó yendo andando, ahora acompañada por la niñera que la madre de Lucía quiso evitar. Al llegar a la altura de la casa de la mujer que cose echaba un vistazo fugaz a su izquierda y la veía, cosiendo, como siempre. Sus ojos coincidían durante un pestañeo y después cada una seguía a lo suyo: Alba apretaba el paso para no llegar tarde -ahora que las maestras habían desaparecido con sus patines ya no sentía la presión de correr-, y la mujer que cose cosía. Lucía ya no iba a la misma clase que Alba, pero en el recreo jugaba con ella y siempre le preguntaba si la mujer que cose continuaba fija en su mesa de labor.

Alba pasó todos los días por la ventana de la mujer que cose durante los seis años que duró la primaria, y ni uno dejó de sorprenderse por que la mujer se levantara tan pronto, a su edad, sólo para coser, cuando tenía un largo día por delante para dedicarse a ello. Cuando Lucía y Alba pasaron al instituto, simplemente la olvidaron: la mujer y su máquina de coser se convirtieron en parte de la amalgama de recuerdos del colegio, como los perros con chupete y las ratas del patio.

domingo, 23 de mayo de 2010

Infancia II: La cicatriz

La vitalidad era su defecto. Su perpetua actividad terminaba por agotar a sus padres, que se rendían, incapaces de frenar sus carreras. Cuando todavía gateaba, desafiaba la paciencia de su madre desordenando los trapos de cocina que ésta guardaba en un cajón cercano al suelo. Alba aprovechaba cualquiera de sus descuidos y se apresuraba hacia la cocina, una manita detrás de un pie, la camiseta holgada barriendo el parqué. Abría el cajón y, con rapidez, iba sacando los trapos y dejándolos a puñados en el suelo. En apenas diez segundos Alba se convertía en el centro de un mar de telas de colores chillones que se montaban las unas a las otras. Tras observar, divertida, su obra abstracta, deshacía el camino hasta el salón, donde su madre dormía la siesta o hacía cálculos de los gastos del mes. Hasta que la sed o el hambre la obligaban a dirigirse a la cocina no descubría el remolino de trapos, siempre con un hueco justo al medio.

Daba igual que guardara los trapos de nuevo, doblados y clasificados por antigüedad. Alba captaba los momentos de distracción y repetía la misma operación hasta cinco o seis veces en una sola tarde. Su madre nunca le riñó por aquella costumbre. Las primeras veces le reía la travesura; con el paso del tiempo reordenar los trapos se convirtió en una tarea más, como cocinar o fregar los platos, que no le despertaba ninguna emoción. Era normal descubrir el maremágnum cada vez que entraba en la cocina. No tardó en archivar el hecho en su anecdotario particular, ese que en los últimos meses se había saturado de historietas sobre su hija. Ésta la narraba guardándose para sí la certeza de la perspicacia de Alba, a quien nunca consiguió sorprender en plena actuación, ni siquiera en sus andares pasillo arriba, pasillo abajo, del salón a la cocina y viceversa. De algún modo, Alba intuía el grado de atención de su madre y adivinaba el momento justo para cometer el crimen perfecto.

El frenetismo que la caracterizó de pequeña fue dejando paso, lentamente, a una inactividad casi patológica que ocupó parte de su niñez y, prácticamente, toda su adolescencia. Su carácter también se apagaba. Entró en hibernación; se pausaron su alegría y su nervio. El paso de los años borró de su rostro las cicatrices que habían probado su antigua inquietud. O quizá fueron ellas mismas las que decidieron marcharse al ver que Alba se abandonaba a la comodidad inerte del tedio y la desgana.

Cuando comenzaba a desprenderse del caparazón de la adolescencia, la vitalidad despertó de su letargo y se apoderó de nuevo de Alba en cuestión de semanas. El entusiasmo asomó también la coronilla, y Alba aprendió de nuevo a disfrutar y a tocar, de vez en cuando, lo que ella identificaba como felicidad, algo que no experimentaba desde que era niña y se divertía desordenando los trapos de su madre. Alba ya había cumplido los veinte años cuando un día, reflejada en el espejo del vestuario de la piscina municipal, descubrió que una de las cicatrices que le habían provocado sus múltiples caídas había vuelto a su frente. Estaba en el mismo punto en que la recordaba. Era rojiza y borrosa, y su forma era la de un archipiélago olvidado en medio del océano. Con la mano izquierda, Alba se apartó el flequillo hacia detrás. Con el dedo índice de la derecha acarició la cicatriz levemente, como si quisiera borrarla pero le diera vergüenza hacerlo. No, no era una mancha, y tampoco un rasguño reciente que acabaría desapareciendo sin dejar constancia de su presencia. Era su cicatriz de la frente, que había regresado diez años después de su partida, de un día para otro. Cualquier por qué que Alba imaginara se le antojaba ridículo y descabellado.

Tras aquel descubrimiento se sucedieron algunos episodios similares. Por ejemplo, en su piel, que nunca había albergado el acné ni los granos inherentes a la adolescencia, comenzaron a brotar pequeños poros blancos a los que Alba declaró la guerra. Todas las noches antes de meterse en la cama, se colocaba frente al espejo y, uno por uno, explotaba los granitos que habían ido apareciendo a lo largo del día. Las facciones de la cara, además, se suavizaron y mutaron hasta asemejarse a las que ilustraron su infancia. Por primera vez en su vida, la gente le atribuía menos edad de la que tenía realmente. El cajero del supermercado le pidió el carné de identidad cuando quiso comprar una botella de alcohol. Inspeccionó la cara de Alba desde que ésta se colocó en la cola hasta que pasó el vodka por el lector de código de barras, y luego le preguntó su edad. “Tengo veinte”, contestó ella. El cajero –Martín, como ponía en su chapa- no la creyó y exigió ver su DNI. Al día siguiente, la mujer que limpiaba en casa de su padre le aseguró, con una sonrisa que expresaba convencimiento, que estaba más joven. Alba contestó al piropo con otra sonrisa, que elevó sus pómulos como sólo los elevaba en su niñez.

jueves, 20 de mayo de 2010

La sabiduría piscinal

El vestuario de la piscina es uno de los sitios en los que más tonterías oigo. Como lo comparto con bastantes madres primerizas, las conversaciones que allí tienen lugar suelen girar en torno a los hijos, suyos o de sus amigas. A veces lo que cuentan son simples anécdotas que, si no se toman demasiado en serio, pueden resultar incluso graciosas. Sin embargo, otras no pueden menos que horrorizarme, pues aluden subliminalmente a la ignorancia y al machismo que siguen guiando los comportamientos de muchas mujeres que, en muchos casos, han tenido la oportunidad de abrir su mente y desatarse de las redes de la dictadura masculina y limitante.

Una tarde, una mujer de treinta y cinco años comentaba con otra, algo más joven, las últimas proezas de su hija –quien tendría, a lo sumo, año y medio, teniendo en cuenta la manera con la que hablaba de ella-. Entre cremas corporales y secador de pelo la orgullosa madre retrocedió en el tiempo hasta situarse en su etapa de embarazada, cuando, según dijo, asistió a un curso preparatorio para madres, en el que aprendió una manera especial de cambiar pañales. Escuchar que existen seminarios en los que te enseñan a ser madre me sorprendió para mal desde el principio. ¿Dónde ha quedado el saber heredado y transmisible, o el instinto maternal? ¿Qué va a pasar con las abuelas, serán todas sustituidas por profesionales en la crianza de bebés? No creo que haya pocas mujeres que, como yo, esperen compartir con madres y compañeros –o compañeras- el camino de la maternidad, una vez llegado el momento idóneo. Esta fiebre de la planificación y del todo perfecto no hace sino restarle a la vida el factor de incertidumbre y riesgo que forman parte de toda experiencia de aprendizaje. Hoy por hoy cualquier conocimiento es susceptible de esquematizarse, aunque dicho proceso le robe el encanto y el contacto humano que supone el descubrimiento común.

Pero ésa no es la mayor barbaridad cuya verbalización he presenciado en la piscina. Ayer, una conversación también tocante a los hijos se desarrollaba en el vestuario en el momento preciso en que entré por la puerta. Por lo que pude deducir en los escasos dos minutos que tardé en ponerme el bañador y el gorro, una de las mujeres que hablaba tenía una amiga que había adoptado, poco antes, a un niño de diez meses, negro y de otra cultura. Otra señora, con una toalla enrollada en la cabeza y en proceso de abrocharse las zapatillas, opinaba sobre la noticia: “Yo no entiendo cómo alguien puede adoptar. Coger a un crío que no es tuyo. No puedes sentirlo como tuyo, yo no serviría para eso. Y encima de otro país. ¿Qué haces si no te come?”. Una segunda mujer tampoco dudó en encadenar su enriquecedor punto de vista con el anterior: “Pues sí. Y, encima, lo adopta ella sola. Qué valor. Yo que estoy todo el día en casa deseando que llegue mi marido del trabajo…”. Primera señora de nuevo: “Es que además es una responsabilidad enorme tener un niño que no es tuyo”. No sé si de esta última frase debería inferir que criar un niño que ha parido una misma no conlleva ninguna responsabilidad o, al menos, no una tan grande como adoptar.

Porque, según lo que he leído hoy en la prensa, la adopción no parece reportar a quien decide llevarla a cabo ningún compromiso. Copio literalmente desde la selección semanal de The New York Times que publica, cada jueves, el diario El País: “En los últimos tres años, dentro de Rusia, 30.000 niños fueron devueltos a las instituciones por familias adoptivas, de acogida o en custodia”. La crónica, titulada “Huérfanos cuidados pero sin familia”, se construye sobre el caso de un orfanato ruso que sólo ha dado salida a un niño durante el último año. A pesar de la dureza de la información, impacta todavía más la cita entrecomillada, sobre todo si se conoce el dato de que muchas de las familias que rechazan a sus ya hijos son estadounidenses. Me pregunto si, en un país considerado el más desarrollado del mundo en muchísimos aspectos, no existe ningún tipo de legislación que obligue a los padres adoptivos a mantener a sus hijos en el hogar una vez finiquitados los trámites. Igual que los Estados penalizan –en ocasiones con la cárcel- a los progenitores que abandonan, maltratan o maleducan a sus hijos biológicos, deberían castigar a quienes devuelven a los adoptivos en un acto que equipara a los infantes a objetos defectuosos.

Si hubiera leído esta noticia antes de escuchar la conversación del vestuario, le habría dicho dado parte de razón a quien no entendía cómo alguien puede considerar suyo a un hijo que no ha salido de sus entrañas. Si 10.000 niños al año son devueltos a los orfanatos solamente en Rusia, ¿cuántas familias alrededor del mundo tendrán el capricho de adoptar a bebés para arrepentirse de su arbitraria decisión meses más tarde? ¿Y cuántas de esas familias desatenderían o retornarían al hospital a sus hijos biológicos? La paternidad implica responsabilidad y consecuencia, y esos requisitos, que yo sepa, se incluyen tácitamente en los formularios de adopción.

Con estas perspectivas, no me extrañaría que pronto se destapara una auténtica economía mundial basada en el comercio con huérfanos: un mercado negro de huérfanos, subastas de huérfanos, intercambio de huérfanos... ¿Nadie va a pensar en la salud mental de esos niños que, después de catar la esperanza y la prosperidad, son rechazados, quizá por segunda vez en sus vidas? ¿Vamos a consentir que los gobiernos permitan que esos pequeños inocentes paguen los antojos de unos padres insensibles?

martes, 18 de mayo de 2010

Infancia I: El Ojo

La infancia constituía para Alba una etapa que había transcurrido sin excesivos sobresaltos. Los diez primeros años de su vida habían ondeado suavemente a lo largo de calles soleadas, patios de colegios y chándales a rayas. Su memoria conservaba, sobre todo, sensaciones, que la conectaban con su niñez cuando se repetían en el presente. El sabor amargo del trago accidental de agua de piscina la trasladaba a aquellos veranos en la costa de Alicante. También lo hacía el dolor de oído: en cuanto uno de los dos comenzaba a escocerle revivía las riñas de su tía, que achacaba la otitis crónica de Alba a sus interminables baños de agua dulce. De vez en cuando experimentaba otros destellos sensoriales que, sin embargo, no lograba ubicar en el tiempo: el olor a leña quemándose, por ejemplo, activaba una película incesante de imágenes inconexas que la situaban en varias edades a la vez.

Su memoria también archivaba momentos muy concretos, que Alba evocaba como si se tratasen de fotografías que ella contemplaba como espectadora, desde fuera. Se veía con cinco años, discutiendo con unos niños del pueblo de sus abuelos. Contaba con un único apoyo, su primo, quien más tarde la regañó por haberle puesto en ridículo al decir que el hermano de Alba, apenas un bebé, iba a defenderles en el rifirrafe. “Como no nos dejéis en paz llamaré a mi hermano”, había amenazado ella, arrepintiéndose de articular cada sílaba conforme iba desenrollando la frase, pero incapaz de parar el torrente que escapaba de su boca. “¿Ah, sí? ¿Cuántos años tiene?”, preguntó una niña de unos ocho años, que imponía no sólo por su edad –a Alba le parecía ya una adulta- sino también por su altura y corpulencia. “¡Uno!”. La boca de Alba regurgitó la rabia que digería su estómago. El grito surgió desde el más recóndito de sus pliegues, desoyendo a las neuronas que intentaban convencerle de que mintiera. Las carcajadas de aquellos niños la inmovilizaron: permaneció quieta unos segundos, plantada en la acera, observando la desahogada reacción de sus enemigos. Su primo le reprochó, también, que no hubiera asustado a aquella pandilla diciendo que su hermanito tenía, al menos, 12 años: eso habría sido suficiente para mantenerlos alejados del muro de la calle.

El afán por monopolizar la extracción de dientes en el muro era la causa de las disputas entre los niños. Los dientes eran piedrecitas blancas y puntiagudas intercaladas cada doscientas chinas marrones, vulgares. Los niños de la calle se las ingeniaban para arrancarlas del muro, pues creían que el Ratoncito Pérez les recompensaría con lollipops si las colocaban debajo de la almohada, haciéndolas pasar por verdaderos dientes de leche. Alba, que realmente creía que aquellas piedrecitas incrustadas en la pared eran dientes, había probado el truco de la almohada innumerables veces, con resultados nulos. Sin embargo, cada tarde continuaba con su tarea arqueológica, porque le fascinaba y le intrigaba el hecho de que un muro pudiera estar formado, en gran parte, por dientes humanos. ¿A quiénes habrían pertenecido? ¿Qué clase de sádico arrancaría la dentadura a tanta gente? ¿Las mutiló cuando estaban vivas, o se trató de una práctica post mortem?

Los misterios se agolpaban en aquella pequeña manzana formada por cuatro viviendas asimétricas, encajadas como piezas de un tangram. Los dientes sin dueño no eran los únicos restos humanos que allí podían descubrirse. Los abuelos de Alba habían alquilado el segundo piso de su casa, que únicamente conectaba con la planta baja mediante una escalera exterior. Desde el patio frontal se podía acceder a ella y, si se deseaba, subir lentamente sus peldaños, que crujían como si una manada de cucarachas se removiera con cada pisada. Al llegar arriba una pequeña terraza acogía todas las noches de verano a Alba y a su primo, que acudían allí para completar las funciones de investigadores iniciadas con los dientes del muro. Decenas de ladrillos se apilaban bajo un ventanal que daba a una habitación cuya luz estaba permanentemente encendida. Dentro de una de las cavidades de un ladrillo, Alba y su primo hallaron una noche una presencia enigmática e inquietante: un ojo que brillaba, imperturbable y verde, de corte egipcio y pestañas infinitas. El Ojo –con mayúscula, pues pronto se transformó en una divinidad para ellos- solamente se manifestaba por las noches, y siempre lo hacía en el mismo hueco del mismo ladrillo. Subir a observar al Ojo se convirtió en un ritual obligado, casi místico: siempre después de cenar susurraban, como si se tratara de una misión secreta: “vamos a ver al Ojo”. Entonces escalaban con ansia las escaleras y lo contemplaban por turnos. En los relevos, y en voz baja para que los habitantes del segundo piso no advirtieran su presencia, quien abandonaba el puesto privilegiado solía hacer alguna pregunta que no esperaba contestación: “¿Cómo puede haber un ojo ahí dentro? ¿Será realmente un ojo?”. Años más tarde, y después de tantos veranos idolatrando al Ojo, Alba y su primo volvieron una noche al piso de arriba sin esperanzas de volver a ver lo que había supuesto su mayor misterio. Esta vez avanzaron por la escalera con desgana, compartiendo en voz alta sus dudas respecto a la existencia real del Ojo. Al asomarse por el hueco del ladrillo, sin embargo, allí estaba, impertérrito, fijo. La luz de la habitación derecha seguía encendida. Fue entonces cuando la incógnita sucumbió a la lógica propia de los quince años: el ojo –ya en minúscula- era sólo el producto del reflejo de la luz que se filtraba desde el ventanal y entraba por el ladrillo.

Bajaron los escalones mientras bromeaban sobre su antigua ingenuidad y fingían no comprender cómo creyeron que en el interior de un ladrillo había un verdadero ojo. Ninguno quiso reconocerlo abiertamente, pero a ambos les dolía que su reciente comprobación hubiera desmontado la única fantasía de su niñez que seguía viva. “Vamos al quiosco”, dijo Alba, “comprémonos chucherías ahora que sabemos que tampoco el Ratoncito Pérez vendrá a cambiarnos los dientes del muro por lollipops”.

lunes, 17 de mayo de 2010

De bicicletas y sentimiento de inutilidad

Uno se compra una bicicleta, o se la regalan con una suscripción a un periódico, da igual. El caso es que es feliz cuando se sube en ella porque sabe que no depende de los malditos autobuses para llegar puntual a su destino, porque la cara se le enrojece al contacto incesante con el viento, porque se siente poderoso mirando mal a los impertinentes peatones que invaden su carril bici. Sí, conducir una bicicleta da poder. Más poder que el que da un coche, porque la fama de asesinos que han ido adquiriendo éstos a lo largo de su corta historia hace al conductor sentirse a bordo de una apisonadora preparada para arrollar todo aquello que se cruce por su camino. Las bicicletas dan también, desde luego, muchísimo más poder que el que se tiene siendo un simple viandante. Los viandantes carecen de todo encanto, por varias razones: para empezar, hay tantos que la poca gracia u originalidad que puedan tener se pierde en cuanto salen de sus respectivos portales; segundo, basta con que te avisten a cuarenta metros, montado pacíficamente en tu bicicleta, para empezar a quejarse de que las bicicletas no deberían circular por las aceras (actitud que me pone enferma, ya que son esos mismos viandantes los que luego invaden el carril bici fingiendo no darse cuenta de por dónde están caminando); y tercero, porque cuando no caminan van conduciendo un coche, y no sé qué es peor.

Yo opino que los conductores de coche y los peatones son los seres más repelentes que puedes encontrar cuando vas subido en bicicleta. Ambas especies consideran al ciclista un parásito al que se debe eliminar. Y no hay opción: siempre será por las malas. El peatón tiene varios trucos para hacer saber al ciclista que le odia con todas sus fuerzas y que lo que más le gustaría sería verle debajo de las ruedas de su propia bici. El peatón insultará al ciclista sólo con verle aparecer e imposibilitará su paso o comodidad en cualquier ámbito: esta última regla se cumple, sobre todo, en trenes, donde el ciclista es tratado como el último mono y mirado con odio por la mayoría de los ocupantes del vagón. Da igual que te hayas levantado antes que nadie del asiento de la estación para que te dé tiempo a colocar la bici en la mejor posición para introducirla en el tren y poder, cargado con ella y con el bolso, mochila o sucedáneo, darle al botón de abrir las puertas. A los peatones eso se la trae floja. Cuando el tren para y las puertas se abren en tus narices porque tú y sólo tú has apretado el botoncito, un pelotón de niños y viejos se apelotona a tu alrededor y, tratándote como si no existieras, te impide subir al vagón hasta que el último de los peatones lo ha hecho. Entonces, magullada y mareada por los golpes y llena de sudor ajeno procedes a entrar en el coche, sintiéndote observada por los que ya están dentro, que parecen intentar anticipar cómo te las vas a arreglar para caber, con tal cargamento, en tan poco espacio. Y, no hace falta decirlo, ninguno es tan amable como para moverse dos centímetros y hacerte un hueco.

Otras situaciones especialmente inquietantes son las que se producen diariamente en los carriles bici, con los que toda ciudad medianamente grande cuenta. Los casos más curiosos son los que se dan en aquellas aceras que se dividen claramente en dos carriles: uno para peatones y otro para bicicletas. Da igual como se señalicen estos últimos: pueden ponerse carteles indicadores, pintadas en el suelo, pueden separarse por hileras de setos y/o árboles o delimitarse mediante muros de hormigón; el peatón hará caso omiso a todas las indicaciones, despreciará el espacioso trozo de acera que tiene para caminar y se lanzará a esa trepidante aventura que es poner en peligro su vida y la del ciclista que está a punto de comerle por detrás. Que nadie piense ni por un momento que, al menos, caminará en línea recta: lo harán en zig-zag. Y cuando lo esquives y, ya desde la distancia, hagas lo posible para que te vea (por si no se habían dado cuenta de que estaban en territorio vedado), comprobarás que sigue dando tumbos y paseando por tu carril verde y rebosante de bicicletas pintadas en el suelo. Mi mente se niega a creer que los peatones actúen así de manera inocente; no me cabe en la cabeza que pueda haber gente tan tonta o tan despistada como para no darse cuenta de algo tan evidente. Sencillamente son unos maleducados, irrespetuosos e intolerantes que, encima, se creen los amos de la calle.

¿Quieres hacer algo por el mundo? Crea una asociación pro-bicicletas. Yo estoy pensando en hacerlo, dado que me siento algo inútil para el resto de la humanidad. El otro día lo pensaba: con toda la injusticia y desigualdad que veo a mi alrededor y yo aquí cómodamente, quejándome mientras bebo una cerveza fresquísima en la terraza de un bar. Reflexionando y rereflexionando me avergoncé al darme cuenta de que sólo hago una cosa que contribuye, aunque sea mínimamente, al bienestar mundial: reciclo. También soy la recogedora de basuras oficial de mi círculo más próximo: voy atesorando la mierda que tiran mis amigos y espero a la siguiente papelera o contenedor para tirarla. En casa separamos religiosamente el cartón del vidrio y el plástico de los deshechos comunes, conscientes de que quizá todos los desperdicios acaben en la misma trituradora.

A pesar de esta acción local, me siento un alma desaprovechada. Recuerdo que me prometí a mí misma que cuando cumpliera los 18 años donaría, mensualmente, una parte de mis ahorros a alguna asociación de ayuda al Tercer Mundo. Tengo ya 20, y me parece que los niños del Congo no han visto ni un céntimo mío. También he querido ser voluntaria varias veces, pero el pensamiento se ha quedado en uno de tantos objetivos de vida que tengo –cada día se me ocurren unos treinta-. Bueno, miento: hace un año fui voluntaria, durante unos meses, de ADACE, una asociación de Albacete para enfermos de daños cerebrales varios. Iba una tarde a la semana y tocaba el violoncello mientras ellos pintaban: el trabajador social encargado me dijo que los afectados se inspiraban y que sus dibujos eran más armónicos cuando escuchaban mi música, cosa que me impresionó y me llenó de orgullo. Debería haber guardado mejor aquella sensación para tener más ganas de repetirla, porque lo cierto es que desde entonces no he vuelto a hacer nada parecido.

Mi problema es que quiero hacer tantas cosas que muchas veces acabo por no hacer ninguna. Quiero leer muchos libros, quiero viajar a muchos sitios, quiero aprender muchas cosas, quiero quedar con mucha gente, quiero arreglar muchas injusticias… Todos mis propósitos me saturan y la escena finaliza conmigo sentada delante del ordenador preguntándome por dónde empezar. ¡Pero hoy tengo una respuesta! Lo primero que voy a hacer va a ser cumplir la decisión de aquella Irene menor de edad y buscar una asociación u ONG que comparta mis preocupaciones e ideas y derivar parte de mis ahorros a su causa –por supuesto, se admiten propuestas-. Después, y cuando sepa qué será de mí el curso que viene, iniciaré mis investigaciones altruistas para dar con alguna entidad que necesite voluntarios –aquí también son bienvenidas las sugerencias-.

Os animo a todos a hacer cosas parecidas. El mundo empezará a cambiar realmente cuando adquiramos una conciencia global y actuemos en un plano local.

Nota: no voy a montar una asociación pro-bicicletas, aunque es una buena idea. Lamentablemente, mi tiempo y mis medios no dan para tanto –de momento-. Además, también tengo en mente el Partido Pro Terraza… si es que no doy abasto.

martes, 11 de mayo de 2010

Quiero mi vida

La vida que llevo no es la que quiero vivir.

No sé en qué momento he sido plenamente consciente de esta verdad. Siempre la he tenido parcialmente presente, y ahora se está manifestando con más fuerza que nunca. Muchísimas circunstancias se han entremezclado hasta que la evidencia me ha explotado en la cara.

Por un lado, Periodismo no ha satisfecho mis expectativas. Es difícil no desmotivarse en una carrera en la que ponen, constantemente, cortapisas a tu creatividad. En clase me siento como una máquina de escribir automática que acabará siendo reemplazada por un ordenador más inteligente y eficaz, y que diseñará sin mucho esfuerzo noticias de estructura titular - lid - segundo párrafo - etcétera. Yo suponía -erróneamente- que los profesores nos motivarían y fomentarían nuestra curiosidad por aprender nuevas cosas, por estar informados y tener algún tipo de conciencia de los conflictos que hay en el mundo o de adónde estamos conduciendo el periodismo. Pero no. Se me acabarían los dedos de las manos -y los de los pies- si tuviera que contar las veces que nos han repetido lo mal que está el mercado de trabajo y lo que nos costará que nos publiquen un artículo en un suplemento dominical. Por las bocas de los profesores sólo veo salir frustración, además de un cierto deseo de que sus alumnos tropiecen y encuentren los mismos obstáculos que ellos no han sabido sortear. Por suerte -y aun a riesgo de ser considerada una persona prepotente- creo en mi talento y en mis capacidades, que no considero innatas, sino adquiridas con el tiempo. Y, también con el tiempo, he aprendido que nadie puede desarmar mis sueños ni desviarme de mis objetivos si yo no lo permito.

Me matriculé en esta carrera porque escribir me apasiona, me emociona, me provoca un excitante hormigueo en la cabeza cuando remuevo cada rincón de mis sesos buscando la palabra exacta y tardo minutos y hojas de diccionario en encontrarla. Ah, y aprender: aprender es el verbo que mueve mi vida. Cada día es para mí un aprendizaje: cada persona, cada dificultad, cada novedad... el periodismo -el de verdad, no el que se enseña en las universidades o, al menos, en la mía- permite a quien lo ejerce multiplicar la potencia de ese aprendizaje. Periodismo es viajar, comparar, sentir, sufrir, compartir y disfrutar.

Durante estos meses he aprendido que en la universidad no voy a aprender a ser la periodista y/o escritora que quiero ser. Quizá a alguien esas clases le sirvan, pero a mí no. Yo necesito movimiento, inquietud, curiosidad, emoción. Y eso no me lo están dando las aulas.

Por otra parte, he comprendido que no me beneficia en nada seguir ahogando mi naturaleza. Desde muy pequeña he querido practicar un concepto de libertad que no coincide con el de la mayoría de la gente; sin embargo, hasta hace poco -de hecho, unos días- pensaba que todo ello era utópico. Cuando pensaba en desestabilizar mi vida y vivirla como realmente quería hacerlo pensaba en mis padres, en sus más que probables críticas y desaprobaciones. Además, la ausencia de modelos que me demostraran que tal modo de vida era viable me hacía abandonar mis deseos cuando todavía estaban en un nivel primario de confección.

Ahora he constatado que hay quien ha tenido el valor -quizá para ellos no suponga valor; para mí lo supone, desde luego- de desarrollar una libertad que no la da sino la naturaleza, el aire, la desnudez... Y comprendo que mi vida es mía, no de mis padres: mi vida es mía, y hay un cartel pegado en mi habitación que lo grita en naranja y verde fosforito.

Y sin embargo, me falta el valor de cargar con la incertidumbre que conlleva esa vida que, a pesar de todo, viaja siempre conmigo, a mi derecha, y que está esperando que la elija y la ponga a rodar.

No quiero pensarlo, pero últimamente todo esto acude a mi mente sin dejarme descansar entre dilema y dilema. Sin connotaciones religiosas: yo creo que, tras el velo de la muerte, continúa nuestra existencia. De forma etérea, enérgica, incorpórea o fantasmal, no sé. Pero a veces, y haciendo honor a mi naturaleza contradictoria e inconsistente, me oprime la angustia de saber que es muy fácil desaprovechar los años que se despliegan ante mí y de no contar con un segundo intento en el que supere mi cobardía y me lance a la aventura.

La imagen de la vida que quiero es muy íntima y personal. Como las creencias, es algo con lo que no me gusta que la gente juegue o bromee. Mi vida ideal engloba muchas cosas, pero podría resumirse en las mismas que, para mí, constituyen la esencia del periodismo: escritura y aprendizaje. Yo quiero esa vida, quiero esa vida, quiero esa vida... quiero mi vida, y quizá sólo sea cuestión de tiempo que me atreva a inaugurarla.

viernes, 7 de mayo de 2010

Día de playa

-¡Sol! Sal, sol.

Lo gritábamos muy alto con la sincera esperanza de que nuestras voces viajaran hasta la troposfera para que las nubes se diluyeran y el sol se asomara entre sus cenizas.

-¡Sol, sal, por favooor...!

La luz blanquecina de la estrella se abrió paso entre las nubes y penetró tímidamente en nuestras espaldas. Estábamos desnudas; nuestras piernas, salpicadas de arena. Los rayos de calor empezaban a enrojecernos la piel, pero nos gustaba, porque era el primer sol de mayo.

El sonido de las olas marcaba el ritmo de nuestra conversación. Hablábamos de arrepentimiento, de vidas frustradas. Del valor que nos faltaba para reinventarnos. A veces el sol se iba, pero volvía cuando lo llamábamos. Pensé que, si teníamos el poder de dirigir la trayectoria de las nubes, podríamos también descubrir si estábamos vivas o, en cambio, todo era un sueño. Deberíamos hacer algo para comprobarlo.

Boca abajo, sentí cómo ella se incorporaba. Primero se dio la vuelta, luego apoyó las palmas de las manos en la toalla y se impulsó con ellas, tropezando levemente. Su rodilla izquierda amortiguó la caída.

-¿Te imaginas que las olas fueran hacia dentro del mar?

La idea me pareció bonita. "Eso da para un relato", dije.

También yo enseñé mi pecho al cielo, girándome a tientas. Permanecí boca arriba unos minutos, estirándome como un bebé que acaba de despertarse de la siesta y va a llorar de un momento a otro. Cuando abrí los ojos no vi a nadie en la toalla de al lado. Me levanté del todo, algo extrañada, y apareció ante mí la orilla de la playa. Veía una mancha borrosa, color Sáhara, quieta y rodeada de guijarros.

Busqué mis gafas sin mirar al suelo, intentando adivinar su montura. Grité su nombre, pero el viento arrastró sus letras hacia el oeste. Me coloqué las gafas, que resbalaron por mi nariz. Comprendí su parálisis.

Las olas del mar se dirigían al horizonte.