viernes, 7 de mayo de 2010

Día de playa

-¡Sol! Sal, sol.

Lo gritábamos muy alto con la sincera esperanza de que nuestras voces viajaran hasta la troposfera para que las nubes se diluyeran y el sol se asomara entre sus cenizas.

-¡Sol, sal, por favooor...!

La luz blanquecina de la estrella se abrió paso entre las nubes y penetró tímidamente en nuestras espaldas. Estábamos desnudas; nuestras piernas, salpicadas de arena. Los rayos de calor empezaban a enrojecernos la piel, pero nos gustaba, porque era el primer sol de mayo.

El sonido de las olas marcaba el ritmo de nuestra conversación. Hablábamos de arrepentimiento, de vidas frustradas. Del valor que nos faltaba para reinventarnos. A veces el sol se iba, pero volvía cuando lo llamábamos. Pensé que, si teníamos el poder de dirigir la trayectoria de las nubes, podríamos también descubrir si estábamos vivas o, en cambio, todo era un sueño. Deberíamos hacer algo para comprobarlo.

Boca abajo, sentí cómo ella se incorporaba. Primero se dio la vuelta, luego apoyó las palmas de las manos en la toalla y se impulsó con ellas, tropezando levemente. Su rodilla izquierda amortiguó la caída.

-¿Te imaginas que las olas fueran hacia dentro del mar?

La idea me pareció bonita. "Eso da para un relato", dije.

También yo enseñé mi pecho al cielo, girándome a tientas. Permanecí boca arriba unos minutos, estirándome como un bebé que acaba de despertarse de la siesta y va a llorar de un momento a otro. Cuando abrí los ojos no vi a nadie en la toalla de al lado. Me levanté del todo, algo extrañada, y apareció ante mí la orilla de la playa. Veía una mancha borrosa, color Sáhara, quieta y rodeada de guijarros.

Busqué mis gafas sin mirar al suelo, intentando adivinar su montura. Grité su nombre, pero el viento arrastró sus letras hacia el oeste. Me coloqué las gafas, que resbalaron por mi nariz. Comprendí su parálisis.

Las olas del mar se dirigían al horizonte.

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