domingo, 23 de mayo de 2010

Infancia II: La cicatriz

La vitalidad era su defecto. Su perpetua actividad terminaba por agotar a sus padres, que se rendían, incapaces de frenar sus carreras. Cuando todavía gateaba, desafiaba la paciencia de su madre desordenando los trapos de cocina que ésta guardaba en un cajón cercano al suelo. Alba aprovechaba cualquiera de sus descuidos y se apresuraba hacia la cocina, una manita detrás de un pie, la camiseta holgada barriendo el parqué. Abría el cajón y, con rapidez, iba sacando los trapos y dejándolos a puñados en el suelo. En apenas diez segundos Alba se convertía en el centro de un mar de telas de colores chillones que se montaban las unas a las otras. Tras observar, divertida, su obra abstracta, deshacía el camino hasta el salón, donde su madre dormía la siesta o hacía cálculos de los gastos del mes. Hasta que la sed o el hambre la obligaban a dirigirse a la cocina no descubría el remolino de trapos, siempre con un hueco justo al medio.

Daba igual que guardara los trapos de nuevo, doblados y clasificados por antigüedad. Alba captaba los momentos de distracción y repetía la misma operación hasta cinco o seis veces en una sola tarde. Su madre nunca le riñó por aquella costumbre. Las primeras veces le reía la travesura; con el paso del tiempo reordenar los trapos se convirtió en una tarea más, como cocinar o fregar los platos, que no le despertaba ninguna emoción. Era normal descubrir el maremágnum cada vez que entraba en la cocina. No tardó en archivar el hecho en su anecdotario particular, ese que en los últimos meses se había saturado de historietas sobre su hija. Ésta la narraba guardándose para sí la certeza de la perspicacia de Alba, a quien nunca consiguió sorprender en plena actuación, ni siquiera en sus andares pasillo arriba, pasillo abajo, del salón a la cocina y viceversa. De algún modo, Alba intuía el grado de atención de su madre y adivinaba el momento justo para cometer el crimen perfecto.

El frenetismo que la caracterizó de pequeña fue dejando paso, lentamente, a una inactividad casi patológica que ocupó parte de su niñez y, prácticamente, toda su adolescencia. Su carácter también se apagaba. Entró en hibernación; se pausaron su alegría y su nervio. El paso de los años borró de su rostro las cicatrices que habían probado su antigua inquietud. O quizá fueron ellas mismas las que decidieron marcharse al ver que Alba se abandonaba a la comodidad inerte del tedio y la desgana.

Cuando comenzaba a desprenderse del caparazón de la adolescencia, la vitalidad despertó de su letargo y se apoderó de nuevo de Alba en cuestión de semanas. El entusiasmo asomó también la coronilla, y Alba aprendió de nuevo a disfrutar y a tocar, de vez en cuando, lo que ella identificaba como felicidad, algo que no experimentaba desde que era niña y se divertía desordenando los trapos de su madre. Alba ya había cumplido los veinte años cuando un día, reflejada en el espejo del vestuario de la piscina municipal, descubrió que una de las cicatrices que le habían provocado sus múltiples caídas había vuelto a su frente. Estaba en el mismo punto en que la recordaba. Era rojiza y borrosa, y su forma era la de un archipiélago olvidado en medio del océano. Con la mano izquierda, Alba se apartó el flequillo hacia detrás. Con el dedo índice de la derecha acarició la cicatriz levemente, como si quisiera borrarla pero le diera vergüenza hacerlo. No, no era una mancha, y tampoco un rasguño reciente que acabaría desapareciendo sin dejar constancia de su presencia. Era su cicatriz de la frente, que había regresado diez años después de su partida, de un día para otro. Cualquier por qué que Alba imaginara se le antojaba ridículo y descabellado.

Tras aquel descubrimiento se sucedieron algunos episodios similares. Por ejemplo, en su piel, que nunca había albergado el acné ni los granos inherentes a la adolescencia, comenzaron a brotar pequeños poros blancos a los que Alba declaró la guerra. Todas las noches antes de meterse en la cama, se colocaba frente al espejo y, uno por uno, explotaba los granitos que habían ido apareciendo a lo largo del día. Las facciones de la cara, además, se suavizaron y mutaron hasta asemejarse a las que ilustraron su infancia. Por primera vez en su vida, la gente le atribuía menos edad de la que tenía realmente. El cajero del supermercado le pidió el carné de identidad cuando quiso comprar una botella de alcohol. Inspeccionó la cara de Alba desde que ésta se colocó en la cola hasta que pasó el vodka por el lector de código de barras, y luego le preguntó su edad. “Tengo veinte”, contestó ella. El cajero –Martín, como ponía en su chapa- no la creyó y exigió ver su DNI. Al día siguiente, la mujer que limpiaba en casa de su padre le aseguró, con una sonrisa que expresaba convencimiento, que estaba más joven. Alba contestó al piropo con otra sonrisa, que elevó sus pómulos como sólo los elevaba en su niñez.

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