lunes, 17 de mayo de 2010

De bicicletas y sentimiento de inutilidad

Uno se compra una bicicleta, o se la regalan con una suscripción a un periódico, da igual. El caso es que es feliz cuando se sube en ella porque sabe que no depende de los malditos autobuses para llegar puntual a su destino, porque la cara se le enrojece al contacto incesante con el viento, porque se siente poderoso mirando mal a los impertinentes peatones que invaden su carril bici. Sí, conducir una bicicleta da poder. Más poder que el que da un coche, porque la fama de asesinos que han ido adquiriendo éstos a lo largo de su corta historia hace al conductor sentirse a bordo de una apisonadora preparada para arrollar todo aquello que se cruce por su camino. Las bicicletas dan también, desde luego, muchísimo más poder que el que se tiene siendo un simple viandante. Los viandantes carecen de todo encanto, por varias razones: para empezar, hay tantos que la poca gracia u originalidad que puedan tener se pierde en cuanto salen de sus respectivos portales; segundo, basta con que te avisten a cuarenta metros, montado pacíficamente en tu bicicleta, para empezar a quejarse de que las bicicletas no deberían circular por las aceras (actitud que me pone enferma, ya que son esos mismos viandantes los que luego invaden el carril bici fingiendo no darse cuenta de por dónde están caminando); y tercero, porque cuando no caminan van conduciendo un coche, y no sé qué es peor.

Yo opino que los conductores de coche y los peatones son los seres más repelentes que puedes encontrar cuando vas subido en bicicleta. Ambas especies consideran al ciclista un parásito al que se debe eliminar. Y no hay opción: siempre será por las malas. El peatón tiene varios trucos para hacer saber al ciclista que le odia con todas sus fuerzas y que lo que más le gustaría sería verle debajo de las ruedas de su propia bici. El peatón insultará al ciclista sólo con verle aparecer e imposibilitará su paso o comodidad en cualquier ámbito: esta última regla se cumple, sobre todo, en trenes, donde el ciclista es tratado como el último mono y mirado con odio por la mayoría de los ocupantes del vagón. Da igual que te hayas levantado antes que nadie del asiento de la estación para que te dé tiempo a colocar la bici en la mejor posición para introducirla en el tren y poder, cargado con ella y con el bolso, mochila o sucedáneo, darle al botón de abrir las puertas. A los peatones eso se la trae floja. Cuando el tren para y las puertas se abren en tus narices porque tú y sólo tú has apretado el botoncito, un pelotón de niños y viejos se apelotona a tu alrededor y, tratándote como si no existieras, te impide subir al vagón hasta que el último de los peatones lo ha hecho. Entonces, magullada y mareada por los golpes y llena de sudor ajeno procedes a entrar en el coche, sintiéndote observada por los que ya están dentro, que parecen intentar anticipar cómo te las vas a arreglar para caber, con tal cargamento, en tan poco espacio. Y, no hace falta decirlo, ninguno es tan amable como para moverse dos centímetros y hacerte un hueco.

Otras situaciones especialmente inquietantes son las que se producen diariamente en los carriles bici, con los que toda ciudad medianamente grande cuenta. Los casos más curiosos son los que se dan en aquellas aceras que se dividen claramente en dos carriles: uno para peatones y otro para bicicletas. Da igual como se señalicen estos últimos: pueden ponerse carteles indicadores, pintadas en el suelo, pueden separarse por hileras de setos y/o árboles o delimitarse mediante muros de hormigón; el peatón hará caso omiso a todas las indicaciones, despreciará el espacioso trozo de acera que tiene para caminar y se lanzará a esa trepidante aventura que es poner en peligro su vida y la del ciclista que está a punto de comerle por detrás. Que nadie piense ni por un momento que, al menos, caminará en línea recta: lo harán en zig-zag. Y cuando lo esquives y, ya desde la distancia, hagas lo posible para que te vea (por si no se habían dado cuenta de que estaban en territorio vedado), comprobarás que sigue dando tumbos y paseando por tu carril verde y rebosante de bicicletas pintadas en el suelo. Mi mente se niega a creer que los peatones actúen así de manera inocente; no me cabe en la cabeza que pueda haber gente tan tonta o tan despistada como para no darse cuenta de algo tan evidente. Sencillamente son unos maleducados, irrespetuosos e intolerantes que, encima, se creen los amos de la calle.

¿Quieres hacer algo por el mundo? Crea una asociación pro-bicicletas. Yo estoy pensando en hacerlo, dado que me siento algo inútil para el resto de la humanidad. El otro día lo pensaba: con toda la injusticia y desigualdad que veo a mi alrededor y yo aquí cómodamente, quejándome mientras bebo una cerveza fresquísima en la terraza de un bar. Reflexionando y rereflexionando me avergoncé al darme cuenta de que sólo hago una cosa que contribuye, aunque sea mínimamente, al bienestar mundial: reciclo. También soy la recogedora de basuras oficial de mi círculo más próximo: voy atesorando la mierda que tiran mis amigos y espero a la siguiente papelera o contenedor para tirarla. En casa separamos religiosamente el cartón del vidrio y el plástico de los deshechos comunes, conscientes de que quizá todos los desperdicios acaben en la misma trituradora.

A pesar de esta acción local, me siento un alma desaprovechada. Recuerdo que me prometí a mí misma que cuando cumpliera los 18 años donaría, mensualmente, una parte de mis ahorros a alguna asociación de ayuda al Tercer Mundo. Tengo ya 20, y me parece que los niños del Congo no han visto ni un céntimo mío. También he querido ser voluntaria varias veces, pero el pensamiento se ha quedado en uno de tantos objetivos de vida que tengo –cada día se me ocurren unos treinta-. Bueno, miento: hace un año fui voluntaria, durante unos meses, de ADACE, una asociación de Albacete para enfermos de daños cerebrales varios. Iba una tarde a la semana y tocaba el violoncello mientras ellos pintaban: el trabajador social encargado me dijo que los afectados se inspiraban y que sus dibujos eran más armónicos cuando escuchaban mi música, cosa que me impresionó y me llenó de orgullo. Debería haber guardado mejor aquella sensación para tener más ganas de repetirla, porque lo cierto es que desde entonces no he vuelto a hacer nada parecido.

Mi problema es que quiero hacer tantas cosas que muchas veces acabo por no hacer ninguna. Quiero leer muchos libros, quiero viajar a muchos sitios, quiero aprender muchas cosas, quiero quedar con mucha gente, quiero arreglar muchas injusticias… Todos mis propósitos me saturan y la escena finaliza conmigo sentada delante del ordenador preguntándome por dónde empezar. ¡Pero hoy tengo una respuesta! Lo primero que voy a hacer va a ser cumplir la decisión de aquella Irene menor de edad y buscar una asociación u ONG que comparta mis preocupaciones e ideas y derivar parte de mis ahorros a su causa –por supuesto, se admiten propuestas-. Después, y cuando sepa qué será de mí el curso que viene, iniciaré mis investigaciones altruistas para dar con alguna entidad que necesite voluntarios –aquí también son bienvenidas las sugerencias-.

Os animo a todos a hacer cosas parecidas. El mundo empezará a cambiar realmente cuando adquiramos una conciencia global y actuemos en un plano local.

Nota: no voy a montar una asociación pro-bicicletas, aunque es una buena idea. Lamentablemente, mi tiempo y mis medios no dan para tanto –de momento-. Además, también tengo en mente el Partido Pro Terraza… si es que no doy abasto.

3 comentarios:

  1. La Cruz Roja esta bien tanto como para donar como para el voluntariado... tienen un radio de acción muy ampli y muchos medios
    bueno eso solo aconsejaba (no se si lo de las propuestas era retorico... xD)
    een fin
    con el presente comentario demuestro que leo esto de vez en cuando

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  2. Sísí... pero cuando se te mete algo en la cabeza... ya nos conocemos ^^
    (por cierto, qué tal vas con el Don de Vorace? mu raro o qué tal está?)

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  3. Yo sólo voy a comentar la primera parte del post, la de las bicicletas. A pesar de que me he reído mientras leía tu queja, te tengo que decir que yo le tengo la misma manía a los ciclistas que tú le tienes a los peatones. Desde mi punto de vista y experiencia, tiendo a pensar que se creen que la calle es suya.

    Lo primero que me he preguntado al leerte es si tienes coche y lo usas con asiduidad. Yo sí, y el peligro (y el incordio) más grande que me he encontrado en la carretera son los ciclistas.

    Yo vivo en una zona residencial que cuenta con un precioso paseo, lo suficientemente ancho para que ciclistas y amas de casa con perrito paseen. Pero a nuestros queridos ciclistas no le parece apropiado, así que van por la carretera, disfrutando del sol y los pájaros y obligándote o bien a frenar, o bien a invadir el carril contrario. Es una carretera bastante concurrida. En las rotondas, una mano divina parece haberles otorgado preferencia absoluta. Los semáforos en rojo son objetos extraños, así que cuando menos te lo esperes, se te cruzará el ciclista desde vete a saber tú donde.

    Pero todo hay que decirlo, los ciclistas urbanos son los más educados (quizás porque se trata de un colectivo prácticamente inexistente y marginal). Los deportistas ya son otra raza. Los reconocerás porque siempre van en pelotones, no de dos en dos. No. En grupo, ocupando la mayor parte del carril, como debe ser.

    Yo no voy a montar una asociación ante-ciclistas que no saben llevar la bici. Pero es que hoy, cuando iba a girar hacia mi calle a la derecha, al ciclista de detrás se le ha ocurrido la genial idea de adelantarme, también por la derecha. Y claro, al ver esto, he necesitado compartir mi experiencia.

    Un saludo!

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