jueves, 22 de abril de 2010

La tregua de la naturaleza

Los asientos fríos y duros, las cafeterías caras y las tiendas libres de impuestos: todo había sido invadido por una marea de viajantes, ejecutivos y turistas abandonados en tierra de nadie por los caprichos de la naturaleza. Un volcán cuyo nombre se calificaba como impronunciable –aunque, con una lectura atenta, se tornaba descifrable- había entrado en erupción dos días antes, llenando los cielos de toda Europa de pizquitas de ceniza que, caprichosas y volátiles, impedían a los aviones despegar. Aviones que, pese a reunir todas las innovaciones tecnológicas en sus motores, parecían achicarse, indefensos, frente a la nube de polvo que caía desde las alturas de la Tierra.

Los pasajeros habían dejado de ser pasajeros para convertirse en asilados, si decidían esperar en el aeropuerto a que la nube escampara, o en nómadas, si cargaban con sus maletas y salían a las calles en busca de coche, autobús, barco o tren que los devolviera a sus desatendidas vidas. El informe que su jefe le ordenó escribir al aspirante a ascenso, el turno de enfermera que había de ejercer cuidando a la madre enferma, o la vida, la vida monótona y exenta de consciencia, esperaba a miles de kilómetros de aquella ciudad foránea, desconocida. El viaje de trabajo que había llevado a Viena a ese hombre de negocios, y que en cuatro días había abarrotado su agenda de compromisos insalvables, ahora le permitía inventar unas vacaciones que alargarían su vida en algunas horas, por su imprevisibilidad. En lugar de convertir la resignación en placer, agotó cada céntimo en efectivo en buscar la combinación que le devolviera a su país. Hizo ochenta llamadas al extranjero, se asoció con otros viajeros para pagar coches compartidos a compañías fantasma, sobornó al personal de todos los mostradores esforzándose por hablar un alemán que no conocía para, finalmente, no obtener el anhelado pasaje de tren…

Los nervios tampoco abandonaron la cabeza de la sobreocupada hija, esposa y madre abandonada en el aeropuerto de Florencia. Su madre la esperaba, moribunda –intuía ella-, en un piso madrileño. Su marido sería incapaz de compatibilizar el trabajo y el cuidado de los niños durante los días que durara el parón aéreo. Ella no dormía desde el domingo, y ya era martes: ¡martes ya, y todavía ningún avión había salido hacia España! Sus pies se movían solos, como si los hubiera apresado una variante del síndrome de las piernas inquietas, de aquí para allá, de la terminal 1 al autoservicio, de los espejos del baño a la terminal 3. Desde casa le decían que no se preocupara: todo marchaba bien, los niños iban al colegio como normalmente y su madre estaba incluso mejor que antes de que ella partiera a Italia, pues sus hermanos hacían turnos para cuidarla. El mundo seguía girando, dentro y fuera del aeropuerto, aunque en las salas de espera las horas parecían ralentizarse hasta el ahogo. Y así, tras dos días de trámites incesantes, se decidió a pagar 3000€ que extrajo de diversas cuentas de ahorro y se embutió en un pequeño coche de dos plazas dispuesta a llegar a Madrid en menos de 24 horas. Sin embargo, medio día más tarde cerró los ojos mientras conducía, sucumbiendo al estirado cansancio que el café no había conseguido menguar.

Así que la propia naturaleza ofreció a los desterrados una tregua, cuatro o cinco días más de completa libertad y anonimato en ciudades misteriosas, y ellos no supieron apreciarla, cegados por las obligaciones y el ritmo cegador de sus vidas. El tiempo se había parado para ellos, estrangulado en los relojes de los aeropuertos, y les invitaba a sumergirse en una dimensión en la que Dios no les cobraría intereses. Pero el pasado y el futuro les ataban a la realidad, impidiéndoles vislumbrar siquiera la otra cara de la moneda, la opción alternativa.

Cuando el tráfico aéreo se reguló y el hombre de negocios aterrizó en su oficina, presentó diligentemente el informe que había redactado en las últimas horas muertas en el aeropuerto vienés. Su jefe le agradeció la dedicación que, incluso en días difíciles como los últimos, había demostrado. El hombre de negocios abandonó el despacho y, al cruzar el umbral de la puerta, estiró los dos hombros, haciendo que la chaqueta se recolocara en su torso. Observó el panorama que debía dirigir ahora que había conseguido el ascenso: las sillas estaban desocupadas aunque no era la hora del café, los archivadores rebosaban papeles que esperaban ser clasificados y a las cristaleras les hacía falta un pase de bayeta. Suspiró. Ojalá pudiera volver al caos de Viena.





1 comentario:

  1. Ala Irene, que guay como escribes!, la verdad, el tema me interesa porque mi articulo de economia va de la nube y parece que importa más que la Merkel no tenga que ir a cada lugar en tren o taxi que la gente que no puede regresar a sus casas para cosas más urgentes. Queramos o no queramos, siempreestaremos a merced de la naturaleza, para ello es más importante que cualquiera de nosotros.
    Dani =)

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