martes, 20 de abril de 2010

Cuestión de confianza

Hoy he recuperado mi fe en la humanidad. La perdí el martes pasado, hace exactamente una semana, cuando, al salir de la biblioteca, observé que mi paraguas no estaba donde debería estar, es decir, ni más ni menos que donde lo había dejado. Inquieta, me dirigí a una de las administrativas y le pregunté: "¿Habéis cambiado los paraguas de sitio?". Unas horas antes, cuando había salido a comer, ya me había llevado un susto al no localizar mi paraguas, pero tres segundos más tarde comprobé que se encontraba a unos metros del paragüero. Al parecer, las recepcionistas los habían movido de sitio para que no estorbaran tanto al lado de la puerta.

En fin, que la segunda vez nadie había trasladado los paraguas. Así que algún miserable me había robado mi precioso paraguas a cuadros rojos y verdes que compré en el mercadillo de mi pueblo por cinco euros. Salí de allí preguntándome cómo podía haber gente tan roñosa en el mundo que pudiera estar interesada en robar un paraguas de una biblioteca universitaria. Si aún albergaba alguna esperanza de cambiar el mundo, si todavía creía que la naturaleza humana era bondadosa y honrada, dejé de soñar en aquel preciso instante.

Y sin embargo hoy mi paraguas me estaba esperando en el mismo lugar en el que lo vi por última vez. He echado un vistazo por casualidad, sin confiar realmente en que estaría allí. Ha sido como un dejà vu: en un primer momento no he dado crédito a mi percepción. Me resultaba difícil pensar que alguien, tras confundir su paraguas con el mío, había sido lo suficientemente considerado, honrado y desinteresado como para regresar a la biblioteca y devolver el objeto equivocado. Muchos en el lugar del anónimo despistado se habrían felicitado por tener en su haber, de repente, un precioso paraguas que nadie les iba a reclamar. Así que, querido anónimo dadivoso, si estás leyendo esto, gracias por hacerme creer de nuevo en la generosidad y la solidaridad humanas. Te invitaré a una birra si algún día te conozco.

Esta sorprendente anécdota me viene como anillo al dedo para enlazar con la conferencia a la que asistí ayer por la tarde. Rosa Maria Calaf, corresponsal -hasta hace un año- en múltiples países para Televisión Española, ofreció una charla magistral en un centro de Bancaja, en Valencia. Me enteré de milagro gracias a mi madre y a la radio, por este orden. Y es que, aun estudiando en una facultad de Comunicación, lo de enterarse de las interesantes actividades extrauniversitarias que, de vez en cuando, se organizan en nuestra querida ciudad, es tarea complicada. La verdad es que esperaba encontrarme con profesores y compañeros de clase, y no vi ni uno. Los segundos aún tienen excusa -como he dicho, nadie nos informa de nada-, pero la ausencia de los primeros no tiene por dónde cogerse.

Así que ahí estaba yo, abierta a escuchar lo que esa cultivada mujer de pelo rojo y flequillo decolorado tenía que decir. Su charla fue, cuanto menos, reveladora. Aprendí más en hora y media de monólogo que en toda la carrera -en favor de los profesores, tengo que decir que sólo estoy en primero-. El tema principal era la diversidad global y el choque de culturas, y la atención que conceden los medios de comunicación a unas noticias o a otras -algo que, fijaos, siempre depende de si el hecho en cuestión nos afecta o no a los blanquitos occidentales-. Según Calaf, los medios transmiten un modelo de valores subvertido que no contribuye a crear una sociedad crítica y activa, sino una adormecida y manejable -lo que se dice empanada, vamos-.

Asimismo, hizo hincapié en la creciente concepción de los medios como negocio. La idea es que han de limitarse a dar dinero, a ofrecer lo que la gente quiere, a subir las audiencias como la espuma. Esto me recordó a ese sabio conferenciante de Telecinco que nos deleitó con sus sabias opiniones a principio de curso, y que dejó caer perlas como "la telerrealidad es como un pseudoteatro del siglo XXI" o "nosotros emitimos lo que la gente nos pide: a quien no le guste, que cambie de canal". ¿Y la ética? ¿Y los valores? ¿Y la educación, la formación de los teleespectadores, indefensos ante la pantalla? Que yo sepa, cuando mi madre tenía mi edad nadie pedía Grandes Hermanos ni Sálvames. Y en la tele se ponía teatro -del de verdad-, y la gente disfrutaba de ese espectáculo que nunca llegaba en carne y hueso a sus pueblos. ¿Por qué la sociedad sí pide ahora programas de corazón y de realidad? Porque, en algún momento, a un creativo -duele calificarlo de ese modo, pero ciertamente debía serlo- se le ocurrió meter a 10 personas en una casa -o plató, es intercambiable- a jugar a ver quién explotaba antes el micrófono a base de chillidos. Claro que la gente lo pide ahora, pero ¿quién se manifestará en las calles si se eliminan esas aberraciones de la parrilla televisiva? ¿Saldrán a quejarse los jubilados, las parejas aburridas de los sábados noche y los niños que, en ausencia de dibujos animados vespertinos, no pueden sino tragarse tales atentados contra la humanidad? Remito aquí a la escena final de la película El Show de Truman, y aviso que va un spoiler -si alguien conoce el equivalente en castellano, que me lo comunique, plis-: en el momento en que el programa de telerrealidad centrado en la vida de Truman deja de emitirse, dos policías que estaban totalmente enganchados a él desde sus inicios -unos 30 años- preguntan, mientras comen pizza enfrente del televisor: "¿Quieres otro trozo? Bueno, ¿qué ponen ahora?". Supongo que esos diez segundos ilustran esta problemática mucho mejor que todas las palabras de mi artículo. Si alguien todavía no ha visto la película, no sé a qué está esperando. Jim Carrey, ese genial actor dramático -sin ironía-.

"La televisión debe servir a la sociedad, no servirse de ella". "La información no debe ser un negocio, es demasiado importante para dejarla en manos del mercado". "Los medios de comunicación influyen por lo que dicen y también por lo que no dicen: no nos fijan lo que debemos pensar, sino en qué debemos pensar". Algunas de las frases de ayer de Rosa Maria Calaf. Igualitas que la del conferenciante de Telecinco, vamos.

Rosa Maria mostró su preocupación por el futuro de los periodistas jóvenes, algo que me repitió cuando, al acabar el acto, fui a hacerle la pregunta que no había podido formularle debido a la falta de tiempo. Le pregunté qué debía hacer un periodista, recién salido del horno, que fuera consciente de que tenía la responsabilidad de informar al mundo sobre todo lo que no afecta directamente a occidente: los genocidios en los países del Tercer Mundo, a los que no se les da cobertura por no tratarse las víctimas de judíos alemanes; las enfermedades, como la malaria, que acaban cada año con la vida de miles de pobres, pero que no viajan en aviones con destino Europa; la desnutrición, que mata a los niños negros mucho antes de que puedan siquiera manejar un sonajero. La periodista me dijo que lo teníamos difícil, porque si un plumilla de 25 años se niega a redactar una crónica sobre la fiesta de la aceituna de -pongamos por caso- Chinchilla porque considera que atender a la última matanza de una minoría étnica en Burkina Faso es más importante, inmediatamente aparecerán 50 becarios dispuestos a hacer ese trabajo. Su consejo fue claro: hay que crear conciencia entre los estudiantes de Periodismo -y entre la población, en general- para que, dentro de unas generaciones, sea posible otro tipo de información, más humana y defensora de los derechos humanos, que desplace de las portadas de los periódicos generalistas al último partido Barça-Madrid. Y, ante todo, optimismo. Todavía podemos creer en la humanidad; si no, que me lo pregunten a mí y al falso ladrón de paraguas.

2 comentarios:

  1. me ha encantado!! me arrepiento ahora de no haber conocido antes tu blog... y aunque me duela admitirlo escribes mucho mejor que yo!! jejej al menos la prosa... un besito irenilla!!

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  2. Jaja,¿y a qué conferencia nos "obligaron" a ir en clase, sin mencionarnos siquiera esta?
    A la del señor que se gana la vida siguiendo la de unas cuantas pseudopersonas que malviven juntas ante las cámaras.
    Llámalo convivir.
    Llámalo Gran Hermano.

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