domingo, 11 de abril de 2010

Complejo de rica

Siempre he tenido complejo de rica. Rica en el sentido de adinerada, quiero decir. Y no porque lo sea, ni mucho menos: en todo caso, además, lo serían mis padres, dado que yo no trabajo y rara vez lo he hecho. Supongo que todos los complejos tienen su origen, en parte, en el reflejo que creemos proyectar en los demás, en quienes nos miran, en quienes se cruzan con nosotros por la calle. A veces esos reflejos son verdaderos, y otras veces son imaginarios. Por ejemplo, es algo objetivo que yo tengo la frente más ancha de lo normal, y durante años he estado acomplejada por ese "defecto" -ahora lo tengo superado, por lo menos eso creo el 95% de las veces-. Intuyo que mi despejada frente nunca habría supuesto algo de lo que avergonzarme de no haber sido por algunos niños -y no tan niños- que se encargaban de recordarme, día tras día, que mi cabeza no entraba dentro de las medidas estándares y socialmente aceptables.

Ese complejo, aunque su existencia sea rechazable y con el paso de los años no signifique para mí más que una tontería a la que la niña que fui no supo enfrentarse, estaba justificado por varias razones:

1-Mi frente era -y es- grande.
2-La gente convertía este rasgo en risible y sorprendente.

Era un complejo, digamos, real. Igual que la gente acomplejada por una nariz grande, o una voz propensa a los gallos, o unos dientes mal alineados. Vamos, esas características, tan naturales como otras, que la sociedad se ha empeñado en condenar.

Luego están los complejos irreales. Como ese que me lleva persiguiendo durante toda mi vida: el de tener más pasta que la mayoría de la población. Si los complejos reales tenían las dos características antes citadas -la razón por la que uno se acompleja es objetivamente real, y los demás te lo recuerdan incesantemente-, los irreales sólo comparten una con ellos. ¿Adivináis cuál? Pues sí, la segunda.

¿Cuándo nació este complejo en mí? Creo que su origen se sitúa en una tarde de viernes de mis diez u once años. Yo estaba con mis amigas, jugando por la calle. Habíamos quedado con los chicos del curso para probar cómo era eso de ir con una pandilla masculina. Casualmente, enfrente de mi casa hay un aparcamiento al aire libre que, por lo general, está bastante vacío, así que nos apalancamos por allí. No recuerdo muy bien cómo, pero al final acabamos en mi casa, subiendo y bajando pisos sin ton ni son, unos 15 niños y niñas enloquecidos. Por suerte, en mi casa no estaba mi madre.

Mi casa es la típica vivienda de pueblo, de tres plantas, con patio, amplia y con balcones al exterior. Vivo en una calle corta en la que sólo un edificio más se encuentra en uso -es un gimnasio-. Mi tatarabuelo construyó todas las casas de la calle hace bastantes décadas y luego puso una plaquita su nombre, así que mi dirección lleva el nombre de uno de mis antepasados. Todas las propiedades han ido heredándose, de generación en generación, hasta llegar a las manos de mi padre y de sus primos. Total, que he tenido la suerte de vivir en una casa por la que mis padres no han pagado un duro y que, encima, tiene un precio considerable en el mercado.

Volvamos a aquel viernes por la tarde, ese día en el que, creo, oí por primera vez lo de "tú eres rica, ¿no? Porque con esta casa...". Si me lo repitieron treinta veces, treinta veces concluí yo: "Es heredada". Ni caso. Ya me habían etiquetado.

Desde entonces, el complejo de rica me ha perseguido. No sé por qué, la gente que viene a mi casa se lleva esa imagen de mí. Es algo extraño, teniendo en cuenta que en mi pueblo hay cientos de casas iguales o más grandes que la mía.

Pero bueno, creo que me estoy desviando. Todo esto era un prólogo para explicar un tema que me viene mosqueando desde hace ya años, porque contribuye a alimentar mi complejo irreal y, además, me hace sentir culpable. Me refiero a la gente que me pide dinero por la calle.

Hasta hace poco tiempo, consideraba que dar limosna era una acción solidaria y plausible. Uno se siente muy bien cuando contribuye a mejorar el bienestar ajeno, y más si sólo le cuesta cincuenta céntimos o un euro, una cifra insignificante comparada con nuestras rebosantes cuentas de ahorro. ¡Claro! El problema es cuando uno se da cuenta de

1-que la cuenta de ahorro no está tan llena, porque somos estudiantes y no trabajamos y
2-que ese "sentirse solidario" es un una sensación efímera que preferimos experimentar antes que el sentimiento de culpa que nos abruma cuando negamos el dinero a un pobre mendigo.

Y yo me pregunto: ¿sentimiento de culpa, por qué? ¿Porque nuestros padres -si somos estudiantes- trabajan para que nosotros podamos comer e ir a la universidad? ¿Porque ahorramos en lugar de tirar el dinero en chorradas?

No digo que esté en contra de todas las donaciones que uno tiene la oportunidad -o, a veces, casi la obligación- de efectuar cuando da un paseo de media hora por la ciudad. Me quejo porque, en la puerta de cada Mercadona, en los escalones de cada iglesia, en las esquinas de las heladerías, hay un mendigo que te pide dinero. Y, en mi opinión, el 90% de ellos podrían salir de la indigencia si le pusieran ganas a la cosa porque, si os fijáis, muchos no pasan de los 40 y son perfectamente hábiles para el trabajo. Aunque, claro, a lo mejor no les mola eso de recoger naranjas y prefieren que los ricos como nosotros les paguemos por el simple hecho de tropezarnos con ellos por la calle. Y lo de recoger naranjas es sólo una propuesta, porque estoy segura de que muchos -y muchas, porque mujeres las hay a montones- serían la mar de capaces de trabajar en una cafetería o en una tienda después de una ducha.

Ahora podría venir el defensor de los pobres y decirme que lo de encontrar empleo no es tan fácil, y que estoy hablando desde los prejuicios, etcétera. Vale, admito que quizá no sea éste el mejor momento para tratar este tema, dado que estamos en crisis y el paro está en un 20%. Pero es que el fenómeno del que hablo no empezó cuando se manifestó la crisis: los mendigos jóvenes están desde que tengo memoria, o sea, desde que tengo complejo de rica, más o menos.

Dejando de lado el tema de los indigentes innecesarios, otra cara del problema que me inquieta es la manipulación psicológica que emplean muchos mendigos para hacerte sentir culpable y que acabes aflojando la pasta. Un truco que está más que exprimido es el de los carteles de cartón en los que el pobre escribe todas las desgracias de su vida: los 20 hijos a los que no puede alimentar, la madre con cáncer a la que tiene que operar -como si en España no hubiera seguridad social-, la hipoteca que tiene que pagar... Y, por si fuera poco, aporta el perro pulgoso, porque ya se sabe que a muchos nos enternece más un animalito moribundo que un ser humano en las últimas -no siempre, claro-. Yo no suelo leer los carteles, y creo que nadie lo hace. La gente da dinero sólo con ver que hay algo escrito en un trozo de cartón. Podría poner "tonto el que lo lea", que seguiríamos echando monedas.

Luego están los que te cuentan su vida -falsa, por descontado-. El otro día me encontré a uno de éstos. Yo iba andando a paso rápido, porque perdía el tren. De repente, noté que alguien caminaba a mi lado, y miré a mi derecha. "Tranquila, que no soy un ladrón", me dijo un hombre de unos 45 años, con aspecto de mendigo -y, por qué no decirlo, de yonqui-. "No, es que tengo que coger el tren", le informé yo, cosa que encima era totalmente cierta. "Verás, es que tengo un hijo de seis años en el hospital, hoy es su cumpleaños, y toda la familia le ha comprado algo, y yo sólo te pido un céntimo para comprarle algo, que me estoy muriendo de vergüenza, sólo un céntimo"... Claro, un céntimo no es. Si le hubiera dado un céntimo habría maldecido a toda mi familia, cosa que hizo de todas formas cuando le dije: "No, mire, es que soy estudiante, lo siento". "Me cago en la putaaaaaa", etc, etc, gritó. Sobra decir que no me creí nada de lo que me dijo. Si el mismo hombre se me hubiera aparecido hace cosa de dos meses le habría dado dinero aun sin creerme una palabra, pero llegó tarde: estoy entrenándome contra la manipulación psicológica, y la de estos sujetos entra en el pack.

La última vez que di dinero gratuitamente fue hace más o menos un mes. Iba yo tranquilamente paseando por el centro de Valencia, cuando un hombre -éste era bastante mayor- que venía de frente comenzó a piropearme: "Guapa, guapa, hola, guapa". Me imaginaba a lo que venía, pero aun así me paré y le escuché. "¿Me das algo de dinero para comer?". Saqué la cartera, arrepintiéndome ya por haber sucumbido al sentimiento de culpa y por hacer honor a ese complejo de rica que tengo, y mientras el hombre siguió hablando: "Y si puedes comprarme algo de comida, mejor". Total, que le saqué un euro. No es que sea tacaña pero, por si no os habéis enterado, no trabajo, vivo de mis ahorros y de lo que me dan mis padres, y de eso salen todos mis gastos. Un euro, en mi situación, significa un mundo. Sí, en la suya también, pero ¿sabéis qué?, tiempo ha tenido de ganárselo.

Le di el euro, lo miró con mala gana y se lamentó: "Bueno, algo haremos con esto". Ni me miró a la cara, ni me dio las gracias, simplemente se marchó con mi euro en su bolsillo. Dios, no sabéis lo que me cabreó esto. No es que piense que debía componer una oda a mi belleza, o dedicar el resto de su vida a adorarme, sólo pedía una simple palabra: "Gracias". Y ni eso. "Algo haremos". ¿Te digo lo que hago yo con un euro? Puedo tomarme un café, o comprarme un paquete enorme de galletas de Hacendado, o una barra de pan del horno, o una bolsa de golosinas. Maldita ingratitud.

También hay otro tipo de mendigos, aunque a éstos mejor les vamos a denominar "caraduras". Su jornada laboral consiste en captar a viajeros en las estaciones de tren y convencerles para que les financien parte de sus billetes -que, ¡qué casualidad!, siempre son a los destinos más caros-. En la Estación del Norte ya me he encontrado varias veces con la misma mujer que me pide dinero para el billete a Gandía. La primera vez, tonta de mí, le presté dos euros -no llevaba menos-. La segunda la reconocí a la legua, y me vino con el mismo cuento: "Tengo que ir a Gandía y no llevo dinero, por favor". Hay que decir que es una mujer con unas pintas de lo más normales, aunque con cierto aspecto de yonqui. Esa última vez la historia no coló, porque eran más de las 11 de la noche y ya no había trenes a Gandía. Se lo dijimos -iba yo con más gente- y se hizo la loca. "¿Ah, no? Pues yo creo que sí. En fin, no sé. Voy a mirar. Adiós".

Claro, con todos estos timadores luego pasa lo que pasa. Que uno no tiene dinero de verdad y nadie le cree. Estas Fallas, una amiga mía y yo queríamos coger el tren a casa después de una noche por Valencia. Compramos los billetes en las máquinas de la estación. Bueno, lo compré yo, porque a mi amiga se le quedó atascado el billete dentro del aparato no una, sino dos veces. La máquina se tragó el dinero de dos tíquets. Cuando nos dirigimos a reclamar el dinero, el trabajador de Atención al Cliente no nos creyó y, en lugar de darle el importe de los billetes a mi amiga, se anotó su número de teléfono y le informó de que la llamaría cuando hicieran las cuentas de la máquina y pudieran comprobar que decíamos la verdad. Total, que le preguntó cuánto dinero había introducido -"seis euros", dijo ella-, sacamos otro billete y nos fuimos a casa -por cierto, nos dormimos en el tren y aparecimos en una parada equivocada-. A la semana la llamaron para que fuera a recoger los seis euros que la máquina se había apropiado. Lo gracioso de todo es que mi amiga no había metido seis euros, sino algunos menos. Si es que al final todos somos iguales.

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