lunes, 11 de octubre de 2010

Reflexiones inexactas sobre Londres

Mi penúltima entrada en este bitácora data de dos semanas después de mi aterrizaje en Londres. Hoy, más de un mes después de mi regreso a la península, revivo este rincón de la red con intención de resumir las conclusiones que he extraído tras casi dos meses trabajando, viajando, saliendo y viviendo en Inglaterra.

Londres… una ciudad gigantesca que conseguía despertarme miles de sensaciones diferentes cada día. Frustración a las ocho de la mañana, cuando la luz se colaba en mi habitación del barrio de Bethnal Green por culpa de la harapienta cortina y me despertaba irremediablemente. Sospecha media hora más tarde, cuando salía a Mansford Street y el albañil de la obra de la iglesia de al lado me preguntaba, como cada día, por qué no contestaba a sus llamadas (le di mi teléfono, me sabía mal decirle que no a pesar de que sabía que no pensaba descolgarlo). Vitalidad antes de comer, contando cuántas personas de cada etnia o cultura me cruzaba mientras paseaba por las calles, y comparando los precios de las sandías las fruterías pakistaníes empotradas en cada esquina.

Modorra a las calurosas dos y diez de cada tarde, la hora de entrar a trabajar. Una mezcla de satisfacción y prisa cuando se formaban aquellas largas colas en las cajas de la tienda y tenía que concentrarme en recordar el código de las bakers potatoes o de el fennel (todavía no sé qué narices es ese vegetal, ni cuál es su traducción en castellano!). Cansancio al cerrar el local a las diez de la noche i un xut d’energia quan acabava de sopar, encenia l’ordinador i hi estaves tu, fent-me carasses i donant-me petons a través de dos pantalles i milers de quilòmetres.

Agobio e impotencia algunos de los primeros días e incluso semanas: la burocracia londinense es desesperante. Para abrir una cuenta en el banco tienes que tener contrato de trabajo, pero resulta que para que te contraten necesitas una cuenta corriente inglesa. También debes estar identificado por un número de la seguridad social, que no te lo asignan si no tienes una dirección propia en Inglaterra… Por suerte para mí, encontré habitación en una casa a los pocos días y pude comenzar las gestiones para convertirme en una perfecta ciudadana inglesa (aunque fuera para poco tiempo).

Euforia cuando me contrataron tras diez días pateando tanto las calles de Londres que ya no encontraba locales en los que dejar mi currículum. Mucha vergüenza cuando me algún cliente se dirigía a mí y yo no entendía si quería salsa al pesto o que le indicara el camino al aseo. Durante los primeros días de trabajo me propuse, sin muchos frutos, captar el cien por cien de las palabras que me dirigían a velocidad de vértigo los innumerables londinenses que pasaban por la tienda cada día, y no tardé en darme cuenta de que resultaba más sencillo y productivo callar, escuchar para ir abriendo el oído y enviarlos al encargado para resolver sus orgánicas dudas.

Energía positiva al salir de la piscina a la que iba algunos días a la semana, a pesar de que me hubieran cobrado unos cinco euros entre la entrada y la taquilla del vestuario. Una confusión mezclada con curiosidad las veces que salí de fiesta con los compañeros de trabajo y oía sus distintos acentos fusionarse y contagiarse entre ellos: un portugués (Djalo), varios nigerianos (Michael y Beatrice), una australiana (Kate), una apátrida nacida en Escocia (Natalie), un polaco (Pszem), una alemana (Anissa), una irlandesa (Linda)… una tienda convertida en pequeña muestra de la sociedad londinense, siempre abigarrada y carente de una identidad firme, pero que crea a cada segundo una nueva personalidad mientras los ciudadanos se incorporan o se marchan para siempre, agotados por el ritmo imparable de la ciudad.

En Londres es imposible estar solo, y a veces incluso sentirse solo. Si la soledad te acecha no tienes más que poner un pie en la calle y, apenas hayas recorrido un par de calles del barrio, alguien se habrá parado a hablarte aun sin excusa para hacerlo. La gente que vive en Londres huye del aislamiento como si les quemara la piel. La ciudad les ha hecho extrovertidos; a algunos hasta el atrevimiento descarado. Muchos llegan allí sin nadie, y el instinto de supervivencia les empuja a buscar a gente entre la que puedan sentirse integrados. Da igual si les cae bien o mal, o si son del tipo de persona con la que se habían prometido no juntarse jamás. Quedarse en casa una noche es pecado casi cualquier día de la semana: Londres vibra de lunes a domingo durante las veinticuatro horas del día, y cada segundo perdido de esa noria se vuelve irrecuperable.

Sé que volveré a Londres, y que la próxima vez que lo haga será para quedarme una temporada más larga. Su inmensidad la hace apta para cualquier objetivo de vida: formar una familia y trabajar, estudiar, salir de noche o deambular por las calles sin más destino que la próxima parada de metro o el siguiente parque. Londres es una ciudad que te atrapa sólo si te dejas, pero supone un placer abandonarse a sus encantos.

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