martes, 19 de octubre de 2010

El lenguaje secreto de las palabras

Hoy vengo a hablaros de las palabras.

Utilizamos las palabras para comunicarnos con los demás. Para muchos constituyen la única vía de comunicación e ignoran que el lenguaje corporal e incluso la respiración tienen, en innumerables ocasiones, efectos más potentes sobre nuestros interlocutores que las palabras. De ese tema, sin embargo, ya me ocuparé otro día, no vaya a ser que me desvíe.

Lo que iba diciendo. Las palabras llenan nuestras cabezas siempre que estamos despiertos, y lo hacen cuando dormimos si es que soñamos. Podemos pronunciarlas con los labios si contamos con alguien que quiera escucharlas; se produce así un monólogo si la(s) otra(s) persona(s) no participa activamente de la charla, o una conversación si decide(n) contestarnos, a su vez, con más palabras.

Y gran parte del día la pasamos a solas, cada uno consigo mismo, en amor y compañía en algunos casos y en guerra y discordia en otros. Ni siquiera en esos momentos nuestros cerebros dejan de parir palabras y de bombardearnos con las frases que con ellas construyen. Como sería agotador atender a todo lo que nos decimos a nosotros mismos, nuestra consciencia se agacha y todas esas palabras se almacenan directamente en el inconsciente sin filtro ni reciclaje alguno.

Podría ser que esas palabras que nos dedicamos sean alegres, animadoras y motivadoras. Sin embargo, en la mayoría de casos no es así. Cuando aprendí esto, me sorprendí al darme cuenta de la cantidad de basura que metía en mi disco duro cada día: desde perlas incapacitadoras ("no puedo", "no sé hacer X"), pasando por dulces piropos ("qué imbécil soy", "qué horrible estoy hoy") y acabando con interpretaciones enrevesadas de hechos que me atañían ("no me ha contestado cuando le he hablado, así que me odia y quiere hacerme sufrir". Quizá habría sido más fácil y acertado pensar que, sencillamente, no me había oído, pero ¡ah, el cerebro, ese gran liante!).

Y no sólo cuando estamos solos nos hablamos de este modo: también cuando mantenemos una conversación con alguien (o álguienes). Esto es más venenoso que lo otro, ya que no solamente nos contaminamos a nosotros mismos sino también a nuestro interlocutor, si es que se deja (algo que ocurre frecuentemente).

¿Creéis que las palabras son inofensivas? Voy a poner un ejemplo a partir del cual podréis responderos vosotros mismos. Todas las personas que aparecen en él permanecerán en el anonimato (excepto yo), y si quieren expresar su opinión con nombre y apellidos que abran un blog y lo hagan (no estoy yo aquí para vender argumentaciones ajenas firmadas, oiga!).

Esta conversación tuvo lugar el pasado fin de semana, como resultado de un largo diálogo sobre la felicidad, el poder de la mente y hasta el tarot (tema para otro día). Al final, no sé bien por qué, una amiga me preguntó cuánto tiempo llevo con mi novia. "Casi cuatro meses", contesté. "¿Y todavía no habéis discutido?", se sorprendió. "No". Entonces oí voces a coro por mi izquierda y por mi derecha: "Ya llegará, ya llegará...". Otra vez esa manía tan inherente a la naturaleza humana de encasquetar a los demás lo que nos es propio. "¿Y por qué tiene que llegar?", pregunté yo.

¿Y por qué? No lo acababa de entender. Se me ocurrió otra pregunta, que lancé a la amiga de mi izquierda. Ella lleva cuatro años y pico con su novio, así que ¿quién mejor que ella para aleccionarme sobre las aventuras y desventuras de pareja? En fin, que la pregunta en cuestión era ésta: "¿Tú cuántas veces has discutido con tu novio?". Supongo que me diría que muchas (o pocas, da igual: su respuesta no es lo que interesa en este momento). Entonces encontré otra pregunta mejor: "¿Qué entiendes tú por discusión?". ¡Ah, amiga, ahí te hemos pillao!

¿Qué entendéis por discusión? Yo, cuando pienso en esa palabra, me vienen otras muchas a la cabeza: gritos, insultos, enfados, llantos, resentimientos, conversaciones aplazadas, temores, falta de respeto, malas caras, silencio. Al final mi amiga llegó a la conclusión de que nunca había tenido una discusión con su novio, solamente pequeños desacuerdos o diferencias de opinión que no comportan malestares. ¿Y por qué no cambiarles la etiqueta y llamar "desacuerdos" (o cualquier otra palabra que defina mejor esos episodios) a esas supuestas "discusiones"? "Lo que pasa es que es más rápido y cómodo llamarlos discusiones", me dijo.

Bien. Claro que es más rápido y más cómodo. También és más rápido y cómodo escribir los exámenes (o en este blog, sin ir más lejos) con lenguaje sms y no por eso lo hacemos (al menos yo). Sin embargo, ¿cómo afectan esas palabras a nuestro inconsciente? Imagina una escena en la que tu pareja y tú intentáis decidir qué película vais a ver este precioso martes (o, si lo preferís, un miércoles, que es más barato). Tu pareja lleva años deseando que estrenen "Campanilla y el gran rescate" y tú matarías por ver la película del caralibro. El desenlace no importa, es irrelevante. Lo que nos interesa es: ¿cómo queda grabada en la mente esa conversación si la archivamos como "discusión"? "Discusión" es una palabra pesada, fuerte, puede que hasta traumática. Ahora quítale carga: rebobina y bautiza la escena como "desacuerdo" o, ¿por qué no?, como "conversación", simple y llanamente.

El lenguaje es rico, y tanto el vocabulario castellano como el catalán están llenos de palabras que colorean nuestro hablar. Son los matices de los vocablos los que determinan nuestra experiencia, nuestro recuerdo y nuestra memoria. Utilizar las palabras conscientemente nos ayuda a reconfigurar nuestras vivencias y nos allana el camino. Esto es lo que yo pienso y lo que he aprendido tras un año y pico mamando Programación Neurolingüística; no quiero decir que sea una verdad categórica y que tengáis que compartirla. Sencillamente, a mí me va mejor desde que la aplico en mi vida.

Y, qué narices, sí que es una verdad categórica. Take it or leave it.

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