viernes, 18 de junio de 2010

Mi Barcelona particular




A veces, decidir significaba interferir en los planes que el destino tenía para ella. Por eso no le gustaba dar consejos, ni decir “si yo fuera tú”. Si ni siquiera conocía la fórmula para encaminar su propia vida, ¿cómo podría despejar las equis de otras? Así que, para evitar la culpa de los errores cometidos, decidía dejarse llevar y fiarse de su primer impulso. Desarrolló un sistema de leyes de causa y efecto, de señales que le indicaban, como pistas clarividentes, hasta qué casilla del tablero debía avanzar, o si era más prudente pasar turno y quedarse quieta.

A más equilibrio en la balanza, menos poder de decisión. Ahora oscilaba, sin pausa, de derecha a izquierda y de arriba abajo. Por las mañanas quería irse, y el aire que respiraba olía a promesas, a independencia, a Barcelona. Apenas mes y medio antes había sido capaz de condensar los trámites de dos semanas en un solo día: hartazgo, frustración, pero también intuición y expectativas. A medida que avanzaban las horas, sin embargo, un nudo de arrepentimiento iba deshaciéndose en su estómago, y ya no veía ni las caras ni las calles ni los árboles de Valencia, sino las caras y las calles y los árboles de Barcelona, insólitos, mutantes, por estrenar. La idea de rechazar la plaza no superaba el umbral de su mente: naturalmente la censuraba, sin dificultades, pero no sin dudas. Al cerrar los ojos por las noches se despedía de ella, ondeando una mano imaginaria, suplicándole en su fuero interno que le transfiriera valor para quedarse. Al sonido del despertador Valencia volvía a ser rutina y pasado; Barcelona, sólo futuro.

Las señales se contradecían y se compensaban las unas a las otras: caos. A la espera de la determinante, sus crías no hacían más que confundirla. Se cuestionaba si el hecho de atarse a las personas era tan limitador como le habían dicho. ¿Hasta qué punto merecía su carrera un sacrificio como ése? Millones de balanzas se desequilibraban. La de la vocación, la de los amigos, la de los sueños, la de las prioridades… caos. Se había dejado en manos del universo, y confiaba en que Urano jugara al escondite con Saturno, o que el asteroide 564 se desviara de su trayectoria, para no titubear cuando apareciese la señal definitiva.

Y llegó con cinco días de retraso, cinco minutos después de que Celia decidiera rendirse ante el tiempo. “Que sea que no, que sea que no”, pensaba, y los músculos le vibraban y una sensación efervescente nublaba sus papilas gustativas. “Mujer de contradicciones”: su madre no lo entendía, si sólo una semana antes la había llamado emocionada para informarle sobre la última señal que conducía al norte.

Fue que no. La balanza se inclinó, de golpe, al plato derecho. Nada de lo que contenía el izquierdo se evaporó, sino que desertó de su bando y se unió al ganador. Ahora pesaba y se hundía en el suelo. Perforaba todas las capas de la Tierra, dos veces cada una, y luego otra vez en dirección contraria. En ese momento Celia sintió que su termómetro de felicidad subía un grado. Casi corría por la calle. El sol calentaba parques y letreros de bares en los que nunca había reparado. Barcelona estaba ahora allí, fundida con Valencia: millones de toneladas de edificios habían viajado cuatrocientos quilómetros en cinco minutos para que Celia los descubriera. Las urbes encajaban sus esquinas y superponían sus avenidas, la una rellenaba con teleféricos los túneles de la otra.

Todo era nuevo: la sala diecisiete, el quinto paso de cebra, el color del oeste, las escaleras mecánicas, el revisor del tren y los guijarros del camino a casa.


Gracias a todos los que hacéis que Valencia sea mi particular Barcelona :)

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