jueves, 17 de junio de 2010

La mañana

Es verano, y para ella las noches son más cortas que para nadie: empiezan a las dos de la madrugada y acaban a las seis. Después de lavarse los dientes y la lengua se saca la camiseta ancha, de publicidad, de la forma en que le enseñó su madre y a la que todavía no se ha habituado: cada mano agarra el lado contrario de las faldas de la prenda y estiran rápidamente hacia arriba, creando por un momento la ilusión de que de su interior va a brotar algo atípico, desconocido. Examina el suelo punteado y de paso se mira la tripa -que es de bebé-, ligeramente abombada, recubierta de un fino lanugo que se eriza con sólo acercarse su mano levitadora. Del interruptor de la luz a su cama hay cinco pasos que reduce a dos, y en menos de diez segundos ha involucionado en un capullo inmóvil que será su hogar hasta cuatro horas después.

Duerme por encima de sus sueños, interrumpidos por los ladridos de un perro que se agazapa ante la oscuridad y los conejos. Los escalofríos la asaltan, puntuales, a las cinco de la mañana, y la despabilan con delicadeza, como lo harían los besos de un amante avezado. El perro ya no ladra: aúlla, y otro alarido le ordena, inútilmente, silencio. No importa, quedan dos minutos para que el despertador corte en seco la caricia onírica del viento. Le parece que ha dormido con los ojos abiertos, así que sólo le queda desprenderse de su revestimiento y estrenar, como cada día, el ciclo de las alas. Es temprano, y todavía no las ha integrado en la memoria de la especie. Vuela con ellas conscientemente, se eleva sobre la cama y la taza de leche. Pasa las páginas de una revista sólo con imaginar el gesto de salivarse las puntas de los dedos.

Todavía entre ondas zeta aterriza en la estación de trenes. Ríe al ver la cara de jueves que un hombre trata de esconder detrás de las gafas. No está bien visto reír sola y en público, y pensar en eso le da más ganas de reír. En el vagón se le caen los párpados, hay un magnetismo en las pestañas inferiores que los atrae. Bosteza. Quiere desperezarse, pero eso ya sería demasiado informal. Pegado a los cristales transcurre un mural de huertos, palmeras y barracas al borde de caminos de barro. Todo está bañado por el sol; incluso la sombra. Ahora, simultáneamente, bosteza y ríe: repasa todas las caras de jueves y se ríe.

No es cierto que la felicidad más plena sea aquella cuyo motivo se ignora.

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