jueves, 11 de marzo de 2010

De bañistas impertinentes

Esperar a encontrar un tema sobre el que escribir es como esperar a que te baje la regla por primera vez: llega el día menos pensado.

Llevaba varios días dándole vueltas a la cabeza, intentando idear una buena entrada con la que alimentar a mis escasos (si no inexistentes) lectores. Hacía ya más de una semana que no actualizaba el diario: comenzaba a sospechar que su destino sería el mismo que el de todos los anteriores, es decir, el abandono y la desidia. Pero hoy, mientras cavilaba sobre la inspiración y la creatividad en el tren que me devolvía a mi pueblo después de una dura mañana en la facultad, ha ocurrido algo que me ha empujado a encender el ordenador nada más entrar por la puerta de casa.

Para no tener que soportar las aglomeraciones del autobús y el tráfico que se genera a primera hora de la mañana, opté a principio de curso por desplazarme en bicicleta desde la estación de tren del Cabanyal hasta la facultad, trayecto que me ocupa unos doce minutos. Por lo general, los trenes de ida y de vuelta van hasta los topes, así que no me queda más remedio que permanecer de pie con mi bicicleta durante los viajes. A veces, en cambio, tengo suerte y puedo dejar la bicicleta apoyada en una de las paredes del tren y aposentarme en un asiento más o menos cercano a ella.

Hoy ha sido uno de esos gloriosos días. He entrado al tren, he dejado la bici encajonada entre la puerta que no se abre en el viaje de vuelta a casa y una papelera y he inspeccionado el vagón hasta que he encontrado un sitio libre a apenas tres metros de mi inocente vehículo. Debo hacer aquí un inciso para confesar que, hasta bien entrado el primer cuatrimestre de curso, me costaba pillarle el truco a la manera en la que debía acomodar la bicicleta para que no se cayera a la primera curva o frenazo. Después de siete meses se puede decir que ya soy una experta en aparcar bicis.

Sin embargo, hoy me he distraído, o descuidado, o confundido, no sé; el caso es que en la primera parada he oído un ruido metálico y chirriante que me ha hecho apartar la vista del libro que estaba leyendo: mi bicicleta había caído. Tranquilamente, me he levantado de mi asiento y me he dispuesto a asegurarla mejor. Y he aquí el hecho noticioso (muy periodístico, sí señor): la mujer que se encontraba más cerca de mi bicicleta se ha dirigido a mí. Descríbola físicamente: señora de unos 60, pelo tintado de morado berenjena, gafas de sol de Carolina Herrera (como mínimo), atuendo sobrio y falsamente elegante, rodeada de maletas.

-Quita la bici de ahí, porque de milagro no me ha dado en el pie.

La he mirado, consciente de que era una de esas personas que tienen tanta mierda dentro que se dedican a buscar víctimas sobre las que vomitar sus frustraciones (frustraciones sin nada que ver, claro está, con mi pobre bicicleta). He levantado la bici del suelo y he procedido a colocarla de modo que no volviera a caer, pero la mujer no estaba contenta con mi reacción de indiferencia y ha vuelto a (intentar) atacarme:

-No dejes la bicicleta ahí si no "me la atas" bien.

He respirado profundamente, y con el tono más neutral que he encontrado, le he respondido:

-Yo siempre la dejo aquí y nunca cae. Si se ha caído ahora, pues mira...

Debo de haberle tocado la fibra, porque me ha espetado, acalorada y presa de los nervios:

-O la atas o te la tiro a la calle en la siguiente parada. O llamo al revisor.

Primero: ¿que usted, señora, y sin ánimo de ofender, va a lograr cargar con mi bici -que no pesa poco- y lanzarla por la puerta? Déjeme que lo dude. Segundo:

-Pues llame al revisor, a ver qué dice.

Definitivamente, esto de la PNL (Programación Neurolingüística) me está sirviendo a no involucrarme emocionalmente en las trifulcas que algunos se empeñan en armar. Es una gran sensación esto de que todo lo que no tiene que ver conmigo, en lugar de crisparme, me resbale por completo.

-Yo llevo un perro ahí -me señala una de las maletas que, efectivamente, se mueve-.

... ¿Qué me quiere decir con eso? ¿Que compre una maleta enorme en la que guardar mi bici? ¿Que igual que usted no deja el perro apoyado en una pared, yo tampoco puedo hacerlo con un objeto? ¿Está usted comparando a un animal con un ser inanimado? ¿Ya que los humanos somos seres vivos, deberíamos metemos todos en maletas cuando viajemos en tren?

Con la ayuda de un amable chico he dejado la bicicleta en una posición -que, por cierto, no conocía- en la que era imposible que volviera a caer. Y, tan pancha, he vuelto a mi asiento sintiéndome la reina de la dialéctica y regodeándome con las miradas de los demás ocupantes del vagón que, lo sé, estaban de acuerdo conmigo.

Con este episodio del que he salido vencedora gracias a mis recientemente adquiridas capacidades de calma e impasibilidad, me he quitado la espinita de esa otra vez en la que me subí al tren y, cuando fui a apoyar la bici en otra que estaba en el espacio en el que la gente deja las bicicletas -el mismo en el que la he dejado hoy, por cierto-, la mujer que curiosamente ocupaba el mismo asiento que la señora quejica de hoy y que, por lo que se desprende de la situación, era la propietaria de la bicicleta que ya estaba allí, me dijo:

-No apoyes tu bicicleta en la mía. Quédate de pie con ella.

Sólo le faltó decir: "es una orden". Seguramente me quedé con cara de gilipollas, y recordé eso que dicen los padres cuando eres pequeño: "no te pelees con tus amigos, no contestes cuando te provoquen". Pero la cuestión es que ya no somos pequeños, y es mucho más divertido actuar como te viene en gana en esas situaciones en las que sabes que tienes la razón. Si ése es el sitio de las bicicletas, da igual que ya haya una: yo apoyo la mía en ella, y santas pascuas. Es lo que siempre hago y lo que hace la gente cuando mi bicicleta ya está ahí y quieren aparcar la suya también. Claro que todo esto lo pensé después: en ese momento me pudo más el apego a la infancia y a los mandamientos sagrados de los padres y me quedé plantada y obediente de pie, con mi bicicleta, todo el trayecto -que además se me hizo eterno, porque las ganas de responderle a la mujer me reconcomían el estómago-.

El perro de la señora teñida me ha transportado a los veranos en la playa, cuando mi madre soltaba a mi perro por la orilla del mar y éste corría libre y despreocupado sin incordiar a nadie. Pero siempre aparecían las típicas bañistas cincuentonas -me sabe mal usar el femenino, pero siempre eran mujeres- quejándose de lo que mi perro todavía no había hecho, como cagarse en sus toallas o destrozar los castillos de arena de sus nietecitos. Sus bramidos me hacían preguntarme qué narices debía de pasar por sus cabezas para protestar por cosas que ni siquiera las atañían. Debían de tener una vida muy triste y vacía para blasfemar contra un perro que pasea tranquilamente por la playa, y no escuchar el ruido de las olas, tomar el sol o jugar con sus nietos, que es lo que se supone que se hace en vacaciones.

Seguro que la dueña del pobre perro de la maleta es una de esas bañistas.

2 comentarios:

  1. jajajaja... qué grande!! Pues sí, la de cosas que ocurren en los trenes de cercanías... yo también tengo unas cuantas para contar... xDD

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  2. Me ha encantado! (= ... sobre todo lo de "...consciente de que era una de esas personas que tienen tanta mierda dentro que se dedican a buscar víctimas sobre las que vomitar sus frustraciones..."

    (soy Estefi de Ab)

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