Cuando Celia era una niña, las semanas adquirían una dimensión extratemporal y se convertían en años. Quizá el tiempo se ralentizó durante los noventa; sin embargo, sus padres no percibían ese letargo que ella, a veces, aborrecía por su infinidad. Si bien los ratos de juegos en el parque se dilataban y retrasaban la llegada de la noche, así ocurría también con las esperas en el dentista, las clases de música, el paseo al colegio, los viajes en coche y las películas soporíferas.
Si le preguntaban cuál sería su edad perfecta, Celia contestaba que los dieciocho años. La independencia, los novios y las salidas nocturnas no podían esperar. Pero el tiempo transcurría lentamente, y la juventud no llegaba. Su cuerpo, inmutable, no mostraba síntomas de desarrollo. Celia se debatía entre los pasatiempos infantiles y las revistas de adolescentes que escondía en el armario. Sin embargo, aunque ansiaba ser adulta y libre, un algo confuso la mantenía anclada a la niñez: ¿quizá el tiempo? Celia renegó de los pintalabios cuando sus amigas abrazaron la coquetería, y siguió divirtiéndose con muñecas mientras las demás bailaban en discotecas light. Creía que ese mundo no estaba hecho para ella, para una niña de trece años cuya vida todavía no había arrancado del todo.
Fue a sus quince años cuando Celia notó que el tiempo se aceleraba. Aunque las horas en el instituto fueran densas y eternas, cuando se acostaba por la noche le parecía que la cama permanecía caliente, como si hiciera apenas dos minutos que la había dejado. Entonces revivía los momentos más notables de la jornada y llegaba a la misma conclusión que la anterior y que la siguiente: el día había sido un silbido, un suspiro, una ráfaga de instantes más o menos conexos entre ellos.
Después de cada cumpleaños, los días parecían más apiñados y la cama más candente. Las semanas eran una sucesión de automatismos y hábitos bien encolados a una rutina sofocante. Los recuerdos, cada vez más difusos e impersonales; la muerte, aunque lejana, cada vez más familiar. Llegaban los dieciséis y traían las salidas nocturnas, los diecisiete con los novios y los dieciocho de la mano de la independencia. Y con cada paso adelante, Celia rogaba volver atrás y exprimir una infancia desvalorizada que ella quiso acelerar.