miércoles, 31 de marzo de 2010

Valores

Ayer, en El País, apareció una entrevista a Danny Glover en la que el actor declaraba lo siguiente:


Déjame decirte que la televisión se ha convertido en algo terrorífico, algo
que irrumpe en las mentes de nuestros hijos mucho antes de que sus sistemas
de valores se hayan formado y sólo transmite una idea: consume, consume.

El actor se encuentra rodando una película en España titulada De mayor quiero ser soldado, que por lo visto trata un problema del que, a menudo, nos olvidamos: la televisión, la violencia y la manipulación de las inocentes cabecitas de los niños.

Desde la televisión (y desde los medios de comunicación en general) se bombardea a los pequeños con imágenes y modelos que minan sus sistemas de valores cuando todavía no han madurado. Hace poco establecí, mediante un ejercicio mental, mi propio sistema de valores, y me sorprendió el resultado que encontré: los tres primeros, por este orden, fueron aceptación, respeto y honestidad. Es cierto que son valores que valoro mucho -valga la redundancia- pero, muy a mi pesar, todavía no rijo mi vida en función de ellos. ¿Cómo voy a hacerlo, si hasta hace pocos meses no era consciente -y ni siquiera ahora lo soy al cien por cien- de que estaba caminando en círculos, en torno a unos valores que me perforaron el cerebro durante mi más tierna infancia?

Ejemplos los hay a montones, y no sólo para mi caso, sino para el de mi generación y las siguientes, además de algunas anteriores. ¿Qué nos dice la televisión a las mujeres? Elaboremos una breve lista: cocina, limpia, cambia pañales, dale el biberón al muñeco -o sea, entrénate para tu destino inevitable-, haz la compra, sigue de buen humor aunque tengas la regla, pon lavadoras, come galletas bajas en calorías, cena un yogur, no cenes, no comas, tapa esas arrugas, empieza a camuflarlas a los 20 años cuando todavía no han salido, monta en tu baño un mostrador de cremas y perfumes, acaba con los granos y con las espinillas, mantén tu pelo hidratado y brillante, no salgas de casa sin maquillarte, elimina hasta la última molécula de grasa de tu cuerpo, sal a correr todas las tardes, no te permitas ni un ápice de celulitis y ninguna estría, sé fiel a tu marido y sirve a tus hijos hasta que cumplan los 30, confórmate con ser el artículo de decoración accesorio al hombre, muéstrate siempre dispuesta para el sexo, tíñete las canas, llega perfecta al verano y al bikini, recibe a tu marido con una sonrisa cuando llegue del trabajo -porque tú no trabajas, claro-, levántate por las mañanas con el pelo perfectamente peinado y el cutis impoluto, sé una princesa desvalida a la espera de la salvación del príncipe, aprende de amor y sexo en revistas para quinceañeras aunque tú aún tengas ocho años, procura que te quepa la talla 34 durante toda tu vida, estate atenta a los designios de la moda para no parecer desfasada, ten tu primer novio a los 11 y echa el primer polvo a los 12, lee Crepúsculo para seguir cultivando fantasías en tu estéril cabeza, infórmate de los últimos cotilleos de los cantantes de Disney... (¿sigo?).

Y si no haces todas esas cosas, es que eres o serás lesbiana.

Los niños -varones- tampoco se libran de la autoimposición de valores y actitudes de los medios. Otra pequeña lista: compite jugando al fútbol, compite jugando a la consola, compite yendo en bicicleta, compite con el scalextric, peléate y grita para conseguir lo que quieres, juega con muñecos ciclados, usa pistolas de agua y de bolas, hazte hincha de un equipo de fútbol, bebe cerveza, lígate a una tía buena, folla como un cosaco, sé seductor y misterioso, ten amigos gays pero no te acerques demasiado a ellos, pon solución a tu calva incipiente, cocina únicamente si vives solo o si vienen tus colegos a comer -y que sea pasta de sobre-, cuando te toque tener a los niños pídeles un par de pizzas, siéntate a la mesa a esperar a que la comida esté hecha, muscúlate al máximo, no muevas un dedo en casa -¿alguien ha visto algún anuncio en el que aparezca un hombre limpiando?-, cómprate todas las consolas que existen, trabaja todo el día y llega a casa feliz y a punto para darlo todo en la cama...

¡Ah!, y si no haces todo eso, es que eres gay. Seguro.

Imaginaos. Todo eso y mucho más es lo que nos inculcan desde que nos sentamos enfrente de la tele y vemos los Fruitis o Dragon Ball (eso en mi época, ahora se ven H2O y Hannah Montana). Si desde las series y dibujos animados que veíamos ya se nos enseñaban unos roles, cuando llegaba el corte para la publicidad la cosa ya era tremenda. Sobre todo en épocas navideñas y de comuniones, en las que los anuncios de juguetes se multiplican por mil. Y ya no hablemos de la publicidad que introducen entre programas destinados a adultos, y de la que todo niño acaba por empaparse cuando comparte un momento de tranquilidad con sus padres delante de la caja tonta (tonta porque nosotros hemos querido, por supuesto).

¿Cómo va a aprender un niño lo que es la aceptación, si le repiten una y otra vez que debe adelgazar o criar músculo? ¿Cómo interiorizará el respeto, si aprende a matarse a trabajar fuera y dentro de casa mientras su pareja es -teóricamente- un vago? ¿Y qué hay de la honestidad, si desde la cuna nos obligan a fingir sonrisas cuando en nuestro interior se derrumba el proyecto de vida perfecta que habíamos imaginado?

Aquí tengo dos soluciones: o moverme para cambiar las cosas o irme a parir una isla desierta y no salir de ella hasta que mis hijos tengan 20 años.

martes, 23 de marzo de 2010

Ara que tinc 20 anys

Cada vez que he cumplido años alguien me ha hecho la pregunta obligada: "¿Cómo te sientes con X años?". Normalmente he respondido lo mismo: "Igual que con X años -insértese la edad que se tenía un día antes-".

En esta ocasión ha sido distinto. La verdad es que he vuelto a responder lo mismo, pero más por costumbre que otra cosa. Cuando esas palabras, repetidas por enésima vez a lo largo de los años, salen ahora de mi boca, me dejan un regusto amargo. Siento que engaño a quien las escucha. Automáticamente valoro mi estado y me noto incómoda, tensa. No, es evidente que no me veo igual con 19 que con 20 años.

En mi vida, como en la de cualquiera, ha habido diferentes etapas. De la que precede a mis 10 años apenas guardo recuerdos. Tengo algún que otro claro abierto: recuerdo un verano, en el pueblo de mis abuelos, con un primo algo mayor que yo. Yo debía de tener unos seis o siete años. Los mayores comían paella y nosotros nos aburríamos, así que decidimos decirles que nos íbamos a jugar a la calle y, en lugar de eso, escapamos hacia la piscina del pueblo como alma que lleva el diablo. No sé si nos colamos o pagamos la entrada con dinero mangado de la cartera de nuestros padres, pero allí estábamos. Fue divertido hasta que una horda de familiares enfurecidos entró al recinto y nos sacó a rastras del agua. Nos ganamos una buena reprimenda.

Sin duda, los mejores recuerdos de esa época son los relativos a los primeros años de colegio, en párvulos. Jugando a los Power Rangers en el recreo y transcribiendo canciones de Nino Bravo para luego enseñárselas a mis compañeros y cantarlas juntos. Recogiendo envases vacíos y papel de plata arrugado en el patio para simular herramientas de cirugía y jugar a los médicos en mi casa. Los primeros años de primaria también fueron entrañables; luego la cosa degeneró un poco.

A partir de los 10 años inicié, sin saberlo, una nueva etapa de mi vida que, si hace un par de años la concebía como mi condición permanente e inmutable, ahora la entiendo como una transición de la que estoy acabando de escapar. Y digo escapar porque estos 10 años no han sido, precisamente, un camino de rosas. Los podría resumir en una frase: si hubiera sabido de antemano todo lo que iba a tener que afrontar en casi una década, seguramente me habría suicidado. Qué fuerte. Ahora, muchos de lo que entonces eran para mí problemas me parecen tonterías de adolescente. Claro que esto es así porque los recursos con los que cuento ahora multiplican por 1000 los que tenía entonces.

A los 18 años, casi a punto de cumplir 19, me desvié totalmente del camino que tanto esfuerzo me había costado trazar y abrí, conscientemente esta vez, una nueva etapa. Creo que acierto si digo que fue ese 5 de enero cuando empecé a vivir. Aunque entonces no me lo pareciera, fue el mejor regalo de Reyes que me han hecho, y que me harán. Debería cambiar mi cumpleaños de día.

Sea como sea, haya sido como haya sido, vista mi vida desde mis 20 años, no cambiaría nada. Si cuando tenía 12 años hubiera tenido la oportunidad de verme tal y como soy ahora, habría puesto la mano en el fuego por que ésa no podía ser yo. Si retrocediera en el tiempo y le dijera a esa adolescente todo lo que ahora pienso, lo que ahora sé, lo que ahora valoro, estoy segura de que me habría tomado por una loca suplantapersonas. Además de que no habría entendido nada de lo que me hubiera dicho.

Siento que con 20 años empieza otra etapa diferente. Es en ésta en la que conseguiré dejar atrás la anterior. La cerraré con candado y tiraré la llave, aunque guardaré mi propio baúl de los recuerdos para no olvidar todo lo que me ha ayudado a ser quien soy hoy.

Nunca he hecho balance de mi vida anterior a una edad. Pero es que ésta no es una edad corriente. Es la edad que inaugura un ciclo nuevo, misterioso y rebosante de recovecos que investigar. Tengo ganas de seguir digievolucionando. De seguir creando mi propia vida, de ser actriz en lugar de espectadora. He aprendido algo apasionante en este último año, y es que yo tengo el poder de mi vida. Yo puedo decidir si estoy contenta o triste, si actúo u observo, si me conformo o busco algo más. Que no te confundan: no estás a merced de nadie. No es la lluvia lo que te pone de mal humor, es tu percepción de la lluvia lo que te enfurruña. Y como dicen en Lost, "¿no puedes, o no quieres?".

Bah. Me parece que me he ido un poco por las ramas. Como he dicho, no estoy habituada a los balances, ni a los propósitos de Año Nuevo, ni a los deseos de prosperidad. Sólo quería aclararme un poco, porque pienso que los 20 me han sentado de tal forma que... no sé, tengo sensaciones que nunca había experimentado. Me siento bien, en calma. En paz.

jueves, 11 de marzo de 2010

De bañistas impertinentes

Esperar a encontrar un tema sobre el que escribir es como esperar a que te baje la regla por primera vez: llega el día menos pensado.

Llevaba varios días dándole vueltas a la cabeza, intentando idear una buena entrada con la que alimentar a mis escasos (si no inexistentes) lectores. Hacía ya más de una semana que no actualizaba el diario: comenzaba a sospechar que su destino sería el mismo que el de todos los anteriores, es decir, el abandono y la desidia. Pero hoy, mientras cavilaba sobre la inspiración y la creatividad en el tren que me devolvía a mi pueblo después de una dura mañana en la facultad, ha ocurrido algo que me ha empujado a encender el ordenador nada más entrar por la puerta de casa.

Para no tener que soportar las aglomeraciones del autobús y el tráfico que se genera a primera hora de la mañana, opté a principio de curso por desplazarme en bicicleta desde la estación de tren del Cabanyal hasta la facultad, trayecto que me ocupa unos doce minutos. Por lo general, los trenes de ida y de vuelta van hasta los topes, así que no me queda más remedio que permanecer de pie con mi bicicleta durante los viajes. A veces, en cambio, tengo suerte y puedo dejar la bicicleta apoyada en una de las paredes del tren y aposentarme en un asiento más o menos cercano a ella.

Hoy ha sido uno de esos gloriosos días. He entrado al tren, he dejado la bici encajonada entre la puerta que no se abre en el viaje de vuelta a casa y una papelera y he inspeccionado el vagón hasta que he encontrado un sitio libre a apenas tres metros de mi inocente vehículo. Debo hacer aquí un inciso para confesar que, hasta bien entrado el primer cuatrimestre de curso, me costaba pillarle el truco a la manera en la que debía acomodar la bicicleta para que no se cayera a la primera curva o frenazo. Después de siete meses se puede decir que ya soy una experta en aparcar bicis.

Sin embargo, hoy me he distraído, o descuidado, o confundido, no sé; el caso es que en la primera parada he oído un ruido metálico y chirriante que me ha hecho apartar la vista del libro que estaba leyendo: mi bicicleta había caído. Tranquilamente, me he levantado de mi asiento y me he dispuesto a asegurarla mejor. Y he aquí el hecho noticioso (muy periodístico, sí señor): la mujer que se encontraba más cerca de mi bicicleta se ha dirigido a mí. Descríbola físicamente: señora de unos 60, pelo tintado de morado berenjena, gafas de sol de Carolina Herrera (como mínimo), atuendo sobrio y falsamente elegante, rodeada de maletas.

-Quita la bici de ahí, porque de milagro no me ha dado en el pie.

La he mirado, consciente de que era una de esas personas que tienen tanta mierda dentro que se dedican a buscar víctimas sobre las que vomitar sus frustraciones (frustraciones sin nada que ver, claro está, con mi pobre bicicleta). He levantado la bici del suelo y he procedido a colocarla de modo que no volviera a caer, pero la mujer no estaba contenta con mi reacción de indiferencia y ha vuelto a (intentar) atacarme:

-No dejes la bicicleta ahí si no "me la atas" bien.

He respirado profundamente, y con el tono más neutral que he encontrado, le he respondido:

-Yo siempre la dejo aquí y nunca cae. Si se ha caído ahora, pues mira...

Debo de haberle tocado la fibra, porque me ha espetado, acalorada y presa de los nervios:

-O la atas o te la tiro a la calle en la siguiente parada. O llamo al revisor.

Primero: ¿que usted, señora, y sin ánimo de ofender, va a lograr cargar con mi bici -que no pesa poco- y lanzarla por la puerta? Déjeme que lo dude. Segundo:

-Pues llame al revisor, a ver qué dice.

Definitivamente, esto de la PNL (Programación Neurolingüística) me está sirviendo a no involucrarme emocionalmente en las trifulcas que algunos se empeñan en armar. Es una gran sensación esto de que todo lo que no tiene que ver conmigo, en lugar de crisparme, me resbale por completo.

-Yo llevo un perro ahí -me señala una de las maletas que, efectivamente, se mueve-.

... ¿Qué me quiere decir con eso? ¿Que compre una maleta enorme en la que guardar mi bici? ¿Que igual que usted no deja el perro apoyado en una pared, yo tampoco puedo hacerlo con un objeto? ¿Está usted comparando a un animal con un ser inanimado? ¿Ya que los humanos somos seres vivos, deberíamos metemos todos en maletas cuando viajemos en tren?

Con la ayuda de un amable chico he dejado la bicicleta en una posición -que, por cierto, no conocía- en la que era imposible que volviera a caer. Y, tan pancha, he vuelto a mi asiento sintiéndome la reina de la dialéctica y regodeándome con las miradas de los demás ocupantes del vagón que, lo sé, estaban de acuerdo conmigo.

Con este episodio del que he salido vencedora gracias a mis recientemente adquiridas capacidades de calma e impasibilidad, me he quitado la espinita de esa otra vez en la que me subí al tren y, cuando fui a apoyar la bici en otra que estaba en el espacio en el que la gente deja las bicicletas -el mismo en el que la he dejado hoy, por cierto-, la mujer que curiosamente ocupaba el mismo asiento que la señora quejica de hoy y que, por lo que se desprende de la situación, era la propietaria de la bicicleta que ya estaba allí, me dijo:

-No apoyes tu bicicleta en la mía. Quédate de pie con ella.

Sólo le faltó decir: "es una orden". Seguramente me quedé con cara de gilipollas, y recordé eso que dicen los padres cuando eres pequeño: "no te pelees con tus amigos, no contestes cuando te provoquen". Pero la cuestión es que ya no somos pequeños, y es mucho más divertido actuar como te viene en gana en esas situaciones en las que sabes que tienes la razón. Si ése es el sitio de las bicicletas, da igual que ya haya una: yo apoyo la mía en ella, y santas pascuas. Es lo que siempre hago y lo que hace la gente cuando mi bicicleta ya está ahí y quieren aparcar la suya también. Claro que todo esto lo pensé después: en ese momento me pudo más el apego a la infancia y a los mandamientos sagrados de los padres y me quedé plantada y obediente de pie, con mi bicicleta, todo el trayecto -que además se me hizo eterno, porque las ganas de responderle a la mujer me reconcomían el estómago-.

El perro de la señora teñida me ha transportado a los veranos en la playa, cuando mi madre soltaba a mi perro por la orilla del mar y éste corría libre y despreocupado sin incordiar a nadie. Pero siempre aparecían las típicas bañistas cincuentonas -me sabe mal usar el femenino, pero siempre eran mujeres- quejándose de lo que mi perro todavía no había hecho, como cagarse en sus toallas o destrozar los castillos de arena de sus nietecitos. Sus bramidos me hacían preguntarme qué narices debía de pasar por sus cabezas para protestar por cosas que ni siquiera las atañían. Debían de tener una vida muy triste y vacía para blasfemar contra un perro que pasea tranquilamente por la playa, y no escuchar el ruido de las olas, tomar el sol o jugar con sus nietos, que es lo que se supone que se hace en vacaciones.

Seguro que la dueña del pobre perro de la maleta es una de esas bañistas.