miércoles, 29 de diciembre de 2010

El tiempo

Cuando Celia era una niña, las semanas adquirían una dimensión extratemporal y se convertían en años. Quizá el tiempo se ralentizó durante los noventa; sin embargo, sus padres no percibían ese letargo que ella, a veces, aborrecía por su infinidad. Si bien los ratos de juegos en el parque se dilataban y retrasaban la llegada de la noche, así ocurría también con las esperas en el dentista, las clases de música, el paseo al colegio, los viajes en coche y las películas soporíferas.

Si le preguntaban cuál sería su edad perfecta, Celia contestaba que los dieciocho años. La independencia, los novios y las salidas nocturnas no podían esperar. Pero el tiempo transcurría lentamente, y la juventud no llegaba. Su cuerpo, inmutable, no mostraba síntomas de desarrollo. Celia se debatía entre los pasatiempos infantiles y las revistas de adolescentes que escondía en el armario. Sin embargo, aunque ansiaba ser adulta y libre, un algo confuso la mantenía anclada a la niñez: ¿quizá el tiempo? Celia renegó de los pintalabios cuando sus amigas abrazaron la coquetería, y siguió divirtiéndose con muñecas mientras las demás bailaban en discotecas light. Creía que ese mundo no estaba hecho para ella, para una niña de trece años cuya vida todavía no había arrancado del todo.

Fue a sus quince años cuando Celia notó que el tiempo se aceleraba. Aunque las horas en el instituto fueran densas y eternas, cuando se acostaba por la noche le parecía que la cama permanecía caliente, como si hiciera apenas dos minutos que la había dejado. Entonces revivía los momentos más notables de la jornada y llegaba a la misma conclusión que la anterior y que la siguiente: el día había sido un silbido, un suspiro, una ráfaga de instantes más o menos conexos entre ellos.

Después de cada cumpleaños, los días parecían más apiñados y la cama más candente. Las semanas eran una sucesión de automatismos y hábitos bien encolados a una rutina sofocante. Los recuerdos, cada vez más difusos e impersonales; la muerte, aunque lejana, cada vez más familiar. Llegaban los dieciséis y traían las salidas nocturnas, los diecisiete con los novios y los dieciocho de la mano de la independencia. Y con cada paso adelante, Celia rogaba volver atrás y exprimir una infancia desvalorizada que ella quiso acelerar.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Estoy

Estoy todo lo que he vivido. Estoy la casa de la playa en la que fui concebida. Estoy las náuseas del embarazo y las proteínas de los alimentos que contribuyeron a mi desarrollo fetal. Estoy el niño que todos creían que era hasta que una ecografía inutilizó los pequeños albornoces azules en los que habían bordado mi otro nombre. Estoy el 19 de marzo de 1990 en el que María Dolores me parió y estoy el traqueteo del tren que me impulsó a la vida. Estoy la teta de mi madre y el cordón umbilical que me unía a ella. Estoy mi osito Pepe, mis primeras vacaciones en los Picos de Europa y la cicatriz de mi barbilla. Estoy todos mis novios infantiles de la guardería y el goteo del melón en verano. Estoy la risa de la ignorancia cándida y las lágrimas de la efímera rabia. 

Estoy el vestido blanco con cuello negro que llevaba el día de mi segundo cumpleaños. Estoy la figura de jirafa que le regalé a mi hermano cuando nació, y estoy la decepción al verla resbalarse de sus manitas. Estoy primero, segundo y tercero de primaria, estoy Paula y Helena. Estoy cada disfraz de carnavales: la bruja, el racimo de uva, el periódico y el pastor. Estoy una niña que se asusta porque su cuerpo comienza a verter sangre sin haberse herido. Estoy la forma que adquirieron mis pechos –y la que tienen ahora-, el crecer de mis caderas y las estrías que lo atestiguan. Estoy las gafas y la pizarra que pierde claridad cuando me las quitaba para evitar sumarlas a la vergüenza del aparato dental que estoy. 

Estoy la confusión de las noches que siguieron a la marcha de mi padre, padre que estoy también. Estoy el instituto en el que entré con prudencia y al que acoplé mis carencias emocionales. Estoy cada profesor que tuve, estoy los amigos que gané y los amigos que he perdido. Estoy la tarde oscura que me recibía al llegar a casa, el violoncello al que amaba y odiaba y los ensayos mudos con la orquesta y con mi voz interior. Estoy el tiempo que pasaba despacio.
Estoy, también, el primer cigarrillo a escondidas y el primer trago de alcohol. Estoy mis cabellos abundantes y sueltos y las sudaderas que les iban a la par. Estoy la libertad que sentí cuando descubrí la otra perspectiva desde la que podía ver el mundo. Estoy el primer chico al que besé y al que tuve que echar de una casa que no era la mía. Estoy cada rasgo de la adolescencia: desengaño, soledad, euforia, egolatría, claustrofobia, impulsividad, prisas y anhelo. Estoy el rebelde rechazo a la autoridad: a la de mis padres, a la de la moda, a la de los medios y a la del gobierno. Estoy las fantasías incumplidas y el sueño de diferenciarme y parecerme por encima de todo.
Estoy todas las notas que han interpretado mis dedos cansados y furiosos; la primera frase de la sonata de Brahms, eso estoy. Estoy Viena, Florencia, Berlín y cada ciudad en la que sonó nuestra música, mi música. Estoy el sí y el no, el hola y el adiós, el hasta siempre. Estoy mi expediente de expulsión y el arrepentimiento y la culpa que me regaló. Estoy el saber que mi padre nunca volvería a vivir en casa. Estoy esa vez en la que dije a Nadal que lo odiaba. Estoy los portazos y las discusiones con mi madre, con mis amigas y conmigo misma. Estoy el descubrimiento progresivo, el no querer saber, la negación y la aceptación resignada.
Estoy mis complejos y mis dietas. Estoy el primer bocadillo que tiré a la basura. Estoy las mentiras y las estratagemas para encubrirme. Estoy la clavícula saliente y la mirada preocupada de mi madre. Estoy la báscula, la psicóloga con ansias de riquezas y la talla 34. Estoy una zombi. Estoy los sollozos de mi padre y la compasión de quienes no sabían pero imaginaban. Estoy el frío punzante y doloroso que estrujaba mis huesos. Estoy el peluche de oveja que me regalaron para amortiguar la angustia de mi pecho. Estoy los seis meses que pasé en el hospital, y estoy la desesperación a la que el ansia de renacer sustituía lentamente.
Estoy la primera vez que pisé la calle con unos pantalones negros y un jersey rojo de cuello alto. Estoy toda mi familia, estoy incluso mi perro y el perro de mis tíos. Estoy Valencia y Albacete. Estoy Liz, Diana, Lucía, Raquel, Marta. Estoy el verano de 2009, el moreno de mi piel, expuesta al cielo las veinticuatro horas del día. Estoy la nueva cara de mi madre, la edad del pavo de mi hermano, el sacrificio de mi gata. Estoy las olas del mar de la primera noche de verano. Estoy el avión que me aleja de lo conocido y que me trae una nueva –pero temporal- distracción malintencionada. Estoy la variedad del metro de Londres. Estoy mi habitación alquilada, la de antes y la de ahora. Estoy exámenes, horas de piscina y cervezas que justifican conversaciones.
Estoy las palabras que escribo, grabo y pronuncio. Estoy el recuerdo de mi infancia y la agridulce añoranza de sus agostos, sus barrigas descubiertas, sus pirris en la cabeza, sus mimos desinteresados, sus primos también infantes y sus viajes en coche en el recién descubierto asiento delantero. Estoy el ir allí y el volver aquí. Estoy también mil dudas y sus dos mil respuestas posibles. Estoy la elección y el descarte. La equivocación, el error, el fallo: como quieras llamarle. Estoy dos piernas, dos brazos, dos ojos, dos orejas e infinitas combinaciones. Estoy nuevas personas, estoy el cambio a mi alrededor. Estoy yo, Irene, pero no soy Irene.

sábado, 23 de octubre de 2010

Observando sensaciones

Cada vez que acabo un módulo del curso de Programación Neurolingüística salgo con miles de conocimientos nuevos y la sensación de haber experimentado una mini-evolución exprés. También me hago muy consciente de todo lo que me queda por aprender, cosa ya no me gusta tanto. Me agobio un poco pensando que quiero descifrar ya todos esos enigmas, sentimientos y comportamientos que se sitúan enfrente de mí, y que sin embargo debo ir poco a poco e integrar paulatinamente en mí los nuevos hábitos que quiero adoptar.

El comportamiento humano es algo que me apasiona. Si ahora volviera a empezar la universidad es posible que eligiera estudiar Psicología, aunque sin encasillarme en ninguna escuela de pensamiento ni seguir al pie de la letra lo que dicte la ciencia: lo haría, más bien, para conocer diferentes visiones del mundo y de las personas y tener una base metódica sobre la que investigar. De todas maneras, hay gente que no ha estudiado esa carrera y ejercen (aun sin quererlo) de psicólogos mucho mejor que algunos titulados. También tengo la impresión de que gran parte de quienes estudian Psicología lo hacen para solucionarse sus propios rollos mentales, razón respetable como cualquier otra.

Al empezar estos dos días de curso decidí, por primera vez, colocarme en la clase en una posición de observadora. He estado más atenta que nunca a las palabras que han utilizado mis compañeros, a los movimientos que han realizado con las manos y con las piernas, a la concordancia entre lo que decían sus labios y lo que expresaban sus ojos. He tratado de concentrar mis cinco sentidos en la causa, y he visto cosas extraordinarias. He captado la inseguridad, el enfado, la ansiedad o la frustración aunque sus propietarios estuvieran repimiéndolos. Aun siendo sutiles, todas esas emociones son apreciables si estamos alerta. Reconocerlas nos da información muy valiosa sobre los patrones de conducta de las personas, y nos permite adivinar por dónde van a salir.

En nuestro interior albergamos un gran abanico de sensaciones, y a lo largo de nuestra vida vamos descubriendo más. Sin embargo, solemos conformarnos con identificar cuatro o cinco de ellas, y olvidamos las demás. Cuando alguien nos pregunta cómo estamos o cómo nos sentimos, la respuesta estándar y automática es "bien" (o "mal", como mucho). Sale de nosotros instantáneamente, sin necesidad de reflexionar. Pero si analizamos nuestro sistema, si nos preguntamos a nosotros mismos qué es lo que realmente sentimos, seguro que la respuesta cambia. Entonces pueden aparecer frases como "me siento pletórico" o "me encuentro angustiado". Si quien nos pregunta es alguien de poca confianza o nos encontramos en un contexto de mera formalidad no es necesario responder de ese modo, siempre que seamos conscientes de qué sentimos realmente. No importa tanto (mejor dicho, no importa en absoluto) lo que expresemos de cara afuera, sino lo que reconozcamos en nuestro interior.

Sentimos emociones continuamente, y las rechazamos o las escondemos en lugar de darles un nombre y aceptarlas como parte de nosotros. Una de las evidencias que he descubierto durante estos días es que debo (debemos) ser conscientes de lo que sentimos, analizarlo, aceptarlo y apadrinarlo. Es así, tanto para las emociones positivas como para las que menos nos gustan (no por ello negativas, porque también de ellas se puede aprender algo bueno). El primer paso para que un sentimiento que no nos está beneficiando desaparezca es saber que lo tenemos, y no esquivarlo ni intentar evitar -casi siempre de forma inconsciente- las situaciones en las que lo experimentamos.

Una vez más, no sé cómo habrá quedado esta entrada. La verdad es que sólo me apetecía reflexionar un poco y poner por escrito todo lo aprendido este fin de semana.

Feliz domingo a todos!

martes, 19 de octubre de 2010

El lenguaje secreto de las palabras

Hoy vengo a hablaros de las palabras.

Utilizamos las palabras para comunicarnos con los demás. Para muchos constituyen la única vía de comunicación e ignoran que el lenguaje corporal e incluso la respiración tienen, en innumerables ocasiones, efectos más potentes sobre nuestros interlocutores que las palabras. De ese tema, sin embargo, ya me ocuparé otro día, no vaya a ser que me desvíe.

Lo que iba diciendo. Las palabras llenan nuestras cabezas siempre que estamos despiertos, y lo hacen cuando dormimos si es que soñamos. Podemos pronunciarlas con los labios si contamos con alguien que quiera escucharlas; se produce así un monólogo si la(s) otra(s) persona(s) no participa activamente de la charla, o una conversación si decide(n) contestarnos, a su vez, con más palabras.

Y gran parte del día la pasamos a solas, cada uno consigo mismo, en amor y compañía en algunos casos y en guerra y discordia en otros. Ni siquiera en esos momentos nuestros cerebros dejan de parir palabras y de bombardearnos con las frases que con ellas construyen. Como sería agotador atender a todo lo que nos decimos a nosotros mismos, nuestra consciencia se agacha y todas esas palabras se almacenan directamente en el inconsciente sin filtro ni reciclaje alguno.

Podría ser que esas palabras que nos dedicamos sean alegres, animadoras y motivadoras. Sin embargo, en la mayoría de casos no es así. Cuando aprendí esto, me sorprendí al darme cuenta de la cantidad de basura que metía en mi disco duro cada día: desde perlas incapacitadoras ("no puedo", "no sé hacer X"), pasando por dulces piropos ("qué imbécil soy", "qué horrible estoy hoy") y acabando con interpretaciones enrevesadas de hechos que me atañían ("no me ha contestado cuando le he hablado, así que me odia y quiere hacerme sufrir". Quizá habría sido más fácil y acertado pensar que, sencillamente, no me había oído, pero ¡ah, el cerebro, ese gran liante!).

Y no sólo cuando estamos solos nos hablamos de este modo: también cuando mantenemos una conversación con alguien (o álguienes). Esto es más venenoso que lo otro, ya que no solamente nos contaminamos a nosotros mismos sino también a nuestro interlocutor, si es que se deja (algo que ocurre frecuentemente).

¿Creéis que las palabras son inofensivas? Voy a poner un ejemplo a partir del cual podréis responderos vosotros mismos. Todas las personas que aparecen en él permanecerán en el anonimato (excepto yo), y si quieren expresar su opinión con nombre y apellidos que abran un blog y lo hagan (no estoy yo aquí para vender argumentaciones ajenas firmadas, oiga!).

Esta conversación tuvo lugar el pasado fin de semana, como resultado de un largo diálogo sobre la felicidad, el poder de la mente y hasta el tarot (tema para otro día). Al final, no sé bien por qué, una amiga me preguntó cuánto tiempo llevo con mi novia. "Casi cuatro meses", contesté. "¿Y todavía no habéis discutido?", se sorprendió. "No". Entonces oí voces a coro por mi izquierda y por mi derecha: "Ya llegará, ya llegará...". Otra vez esa manía tan inherente a la naturaleza humana de encasquetar a los demás lo que nos es propio. "¿Y por qué tiene que llegar?", pregunté yo.

¿Y por qué? No lo acababa de entender. Se me ocurrió otra pregunta, que lancé a la amiga de mi izquierda. Ella lleva cuatro años y pico con su novio, así que ¿quién mejor que ella para aleccionarme sobre las aventuras y desventuras de pareja? En fin, que la pregunta en cuestión era ésta: "¿Tú cuántas veces has discutido con tu novio?". Supongo que me diría que muchas (o pocas, da igual: su respuesta no es lo que interesa en este momento). Entonces encontré otra pregunta mejor: "¿Qué entiendes tú por discusión?". ¡Ah, amiga, ahí te hemos pillao!

¿Qué entendéis por discusión? Yo, cuando pienso en esa palabra, me vienen otras muchas a la cabeza: gritos, insultos, enfados, llantos, resentimientos, conversaciones aplazadas, temores, falta de respeto, malas caras, silencio. Al final mi amiga llegó a la conclusión de que nunca había tenido una discusión con su novio, solamente pequeños desacuerdos o diferencias de opinión que no comportan malestares. ¿Y por qué no cambiarles la etiqueta y llamar "desacuerdos" (o cualquier otra palabra que defina mejor esos episodios) a esas supuestas "discusiones"? "Lo que pasa es que es más rápido y cómodo llamarlos discusiones", me dijo.

Bien. Claro que es más rápido y más cómodo. También és más rápido y cómodo escribir los exámenes (o en este blog, sin ir más lejos) con lenguaje sms y no por eso lo hacemos (al menos yo). Sin embargo, ¿cómo afectan esas palabras a nuestro inconsciente? Imagina una escena en la que tu pareja y tú intentáis decidir qué película vais a ver este precioso martes (o, si lo preferís, un miércoles, que es más barato). Tu pareja lleva años deseando que estrenen "Campanilla y el gran rescate" y tú matarías por ver la película del caralibro. El desenlace no importa, es irrelevante. Lo que nos interesa es: ¿cómo queda grabada en la mente esa conversación si la archivamos como "discusión"? "Discusión" es una palabra pesada, fuerte, puede que hasta traumática. Ahora quítale carga: rebobina y bautiza la escena como "desacuerdo" o, ¿por qué no?, como "conversación", simple y llanamente.

El lenguaje es rico, y tanto el vocabulario castellano como el catalán están llenos de palabras que colorean nuestro hablar. Son los matices de los vocablos los que determinan nuestra experiencia, nuestro recuerdo y nuestra memoria. Utilizar las palabras conscientemente nos ayuda a reconfigurar nuestras vivencias y nos allana el camino. Esto es lo que yo pienso y lo que he aprendido tras un año y pico mamando Programación Neurolingüística; no quiero decir que sea una verdad categórica y que tengáis que compartirla. Sencillamente, a mí me va mejor desde que la aplico en mi vida.

Y, qué narices, sí que es una verdad categórica. Take it or leave it.

lunes, 11 de octubre de 2010

Reflexiones inexactas sobre Londres

Mi penúltima entrada en este bitácora data de dos semanas después de mi aterrizaje en Londres. Hoy, más de un mes después de mi regreso a la península, revivo este rincón de la red con intención de resumir las conclusiones que he extraído tras casi dos meses trabajando, viajando, saliendo y viviendo en Inglaterra.

Londres… una ciudad gigantesca que conseguía despertarme miles de sensaciones diferentes cada día. Frustración a las ocho de la mañana, cuando la luz se colaba en mi habitación del barrio de Bethnal Green por culpa de la harapienta cortina y me despertaba irremediablemente. Sospecha media hora más tarde, cuando salía a Mansford Street y el albañil de la obra de la iglesia de al lado me preguntaba, como cada día, por qué no contestaba a sus llamadas (le di mi teléfono, me sabía mal decirle que no a pesar de que sabía que no pensaba descolgarlo). Vitalidad antes de comer, contando cuántas personas de cada etnia o cultura me cruzaba mientras paseaba por las calles, y comparando los precios de las sandías las fruterías pakistaníes empotradas en cada esquina.

Modorra a las calurosas dos y diez de cada tarde, la hora de entrar a trabajar. Una mezcla de satisfacción y prisa cuando se formaban aquellas largas colas en las cajas de la tienda y tenía que concentrarme en recordar el código de las bakers potatoes o de el fennel (todavía no sé qué narices es ese vegetal, ni cuál es su traducción en castellano!). Cansancio al cerrar el local a las diez de la noche i un xut d’energia quan acabava de sopar, encenia l’ordinador i hi estaves tu, fent-me carasses i donant-me petons a través de dos pantalles i milers de quilòmetres.

Agobio e impotencia algunos de los primeros días e incluso semanas: la burocracia londinense es desesperante. Para abrir una cuenta en el banco tienes que tener contrato de trabajo, pero resulta que para que te contraten necesitas una cuenta corriente inglesa. También debes estar identificado por un número de la seguridad social, que no te lo asignan si no tienes una dirección propia en Inglaterra… Por suerte para mí, encontré habitación en una casa a los pocos días y pude comenzar las gestiones para convertirme en una perfecta ciudadana inglesa (aunque fuera para poco tiempo).

Euforia cuando me contrataron tras diez días pateando tanto las calles de Londres que ya no encontraba locales en los que dejar mi currículum. Mucha vergüenza cuando me algún cliente se dirigía a mí y yo no entendía si quería salsa al pesto o que le indicara el camino al aseo. Durante los primeros días de trabajo me propuse, sin muchos frutos, captar el cien por cien de las palabras que me dirigían a velocidad de vértigo los innumerables londinenses que pasaban por la tienda cada día, y no tardé en darme cuenta de que resultaba más sencillo y productivo callar, escuchar para ir abriendo el oído y enviarlos al encargado para resolver sus orgánicas dudas.

Energía positiva al salir de la piscina a la que iba algunos días a la semana, a pesar de que me hubieran cobrado unos cinco euros entre la entrada y la taquilla del vestuario. Una confusión mezclada con curiosidad las veces que salí de fiesta con los compañeros de trabajo y oía sus distintos acentos fusionarse y contagiarse entre ellos: un portugués (Djalo), varios nigerianos (Michael y Beatrice), una australiana (Kate), una apátrida nacida en Escocia (Natalie), un polaco (Pszem), una alemana (Anissa), una irlandesa (Linda)… una tienda convertida en pequeña muestra de la sociedad londinense, siempre abigarrada y carente de una identidad firme, pero que crea a cada segundo una nueva personalidad mientras los ciudadanos se incorporan o se marchan para siempre, agotados por el ritmo imparable de la ciudad.

En Londres es imposible estar solo, y a veces incluso sentirse solo. Si la soledad te acecha no tienes más que poner un pie en la calle y, apenas hayas recorrido un par de calles del barrio, alguien se habrá parado a hablarte aun sin excusa para hacerlo. La gente que vive en Londres huye del aislamiento como si les quemara la piel. La ciudad les ha hecho extrovertidos; a algunos hasta el atrevimiento descarado. Muchos llegan allí sin nadie, y el instinto de supervivencia les empuja a buscar a gente entre la que puedan sentirse integrados. Da igual si les cae bien o mal, o si son del tipo de persona con la que se habían prometido no juntarse jamás. Quedarse en casa una noche es pecado casi cualquier día de la semana: Londres vibra de lunes a domingo durante las veinticuatro horas del día, y cada segundo perdido de esa noria se vuelve irrecuperable.

Sé que volveré a Londres, y que la próxima vez que lo haga será para quedarme una temporada más larga. Su inmensidad la hace apta para cualquier objetivo de vida: formar una familia y trabajar, estudiar, salir de noche o deambular por las calles sin más destino que la próxima parada de metro o el siguiente parque. Londres es una ciudad que te atrapa sólo si te dejas, pero supone un placer abandonarse a sus encantos.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Sólo una señal

I'm back!!! Sí, he salido de Londres vivita y coleando, y llevo ya más de tres semanas en España durante las cuales he tenido tiempo de acostumbrarme y reacostumbrarme a la vida en la península.

Quiero escribir sobre la experiencia, porque los dos meses que he pasado fuera bien lo valen. Cuando me asiente y me adapte al ritmo universitario que he inaugurado una hora atrás me sentaré a reflexionar para que me salga un compendio emocionante que ilustre mi aventura londinense.

Así que esta entrada sólo era para demostrarme a mí misma que puedo mantener vivo un blog aunque lo deje abandonado de vez en cuando durante dos meses.

Feliz comienzo de curso y hasta dentro de unos días!

martes, 20 de julio de 2010

Cómo me hice autosuficiente

Hoy, dos semanas después de mi llegada a Londres, puedo decir que la independiencia me está yendo bastante bien.

Para quien no lo sepa (y serán mayoría) vine a esta ciudad -que, por cierto, no conocía- con la idea de buscar un trabajo que me permitiera, junto con los ahorros de mi corta existencia, pasar un verano diferente y sin demasiadas penurias. De momento creo que ambos objetivos se están cumpliendo: la experiencia está siendo distinta no solamente en cuanto a una época del año concreta, sino respecto a todo. Nunca antes había trabajado "en serio", así que estoy descubriendo lo fucking cansado que es pasar ocho horas de pie repitiendo tareas de lo más rutinarias. Pero me queda el segundo objetivo hecho realidad: estoy sobreviviendo sin pasarlo nada mal. Voy tirando de la cuenta en la que he guardado durante toda mi vida las estrenas (aguinaldos), pagas, sueldos en negro de trabajillos varios... ya que, al haber trabajado sólo tres días, todavía no he visto ni un duro (o mejor dicho, ni un pound) de mi sueldo, evidentemente.

¡Pues sí! Tengo trabajo. Y no es en un Starbucks -menos mal, porque me caen fatal!-, ni en un McDonald's explotador y roñoso, como pensaba yo... Después de repartir más de setenta currículums por las zonas céntricas de Londres me llamaron de varias entrevistas y pruebas, y finalmente he acabado currando en una tienda a diecisiete minutos andando de mi casita. En cuanto entré para dar el currículum pensé que era el sitio ideal para mí, y ¡voilà! Aquí me tenéis, cinco días a la semana, ocho horas al día, con un sueldo para nada despreciable. Está claro que con el alquiler de la habitación, la comida, el transporte -el metro está muuuuy caro, amigos- y los caprichitos varios no voy a conseguir ahorrar, pero como recordaréis el ahorro no estaba entre mis objetivos de partida.

La tienda se llama The Grocery , y vende comida orgánica (sinceramente, no entiendo muy bien qué es eso, porque no concibo una comida que no sea orgánica) y vegana. Allí he visto productos que ni sabía que existían. Es todo bastante carillo, sobre todo la verdura y la fruta: la calidad que tiene es, por lo visto, difícil de encontrar en Londres, ciudad en la que reinan los restaurantes de comida rápida. Los clientes son casi todos en plan alternativo-gafapasta-tatuados-hippies, así como mis compis de trabajo -me encantan!-. De momento, entre los que he conocido solamente hay una inglesa: los demás somos todos extranjeros.

La mayor ventaja del trabajo es que puedo quedarme con la comida cuya fecha de caducidad ha vencido -pero que, ¡ah, amigos!, sigue siendo comestible, que no vendible-. Así que llevo varios días comiendo de gorra, y encima exquisiteces vegetarianas que a otros les cuestan una pasta. Otro punto a favor: lo no caducado puedo comprarlo con un descuento del 20% por trabajar allí, cosa que supone un alivio para mi bolsillo estudiantil (teniendo en cuenta lo que vale aquí el aceite de oliva, estoy más feliz que unas castañuelas).

Claro que no todo va a ser chachipiruli: estar ocho horas de pie en la caja (ya nos podían poner una silla, ¡pero no!) me deja las piernas... en fin, que no sé cómo me las deja, porque ni las siento. De vez en cuando aprovecho para dar una vuelta por la tienda para comprobar que todo está en su sitio y de paso desentumecerme, pero aun así llego a casa casi arrastrándome por las calles. ¿Y qué más? Ooooh! El idioma!!! Normalmente es fácil, sólo tengo que preguntarles a los clientes si quieren una bolsa -aquí se pagan- y pedirles que introduzcan el PIN de la tarjeta de crédito, pero si me preguntan algo... ¡¡¡tiemblo!!! De todos modos me voy acostumbrando al inglés mezclaíllo que se habla aquí -me imaginaba Londres multicultural, pero no tanto: los ingleses deben de suponer el 40% de los habitantes de la ciudad, o ésa es mi experiencia-.

Peeeeeero antes del trabajo tenía que conseguir algo esencial: casa. Y lo hice dos días después de aterrizar en Londres -mientras me alojé en casa de mi primo, que estudia aquí-. Si alguna vez se os ocurre experimentar una aventura de este tipo, os aconsejo que no lo hagáis con una de esas agencias que te prometen un puesto de trabajo asegurado y una habitación en un piso repleto de comodidades, porque por lo que he oído ninguna de esas dos promesas suele cumplirse y, además, todo eso lo puede conseguir uno por su cuenta: y como prueba, yo (muaks, muaks, ¡qué grande soy!). Tengo una habitación sencilla pero cómoda y agradable en zona 2, concretamente en Bethnal Green, y a dos paradas de metro del centro, o sea, de la zona 1. El barrio es todavía más multicultural que las calles principales de la ciudad, y está muy bien conectado mediante autobuses y metro con cualquier zona de fiesta, ocio, turismo, etcétera que podáis imaginar. Vivo en una casa con otras cinco personas -y dos okupas: ¡hola desde aquí!-: tres chicas y un chico españoles y otro chico neozelandés que tiene una cara graciosísima -y es el rey de los ventilacos, ¿eh, Nacho?, o eso sospechamos...-. Mi cuarto da a la cocina y a un jardín hecho polvo que quizá algún día me atreva a adecentar, aunque ahí hay faena más bien para tres o cuatro tardes.

El alquiler es una pasta. Aquí se paga por una semana lo que en Valencia pagaríamos por un mes. No es que no vaya a ahorrar, es que creo que me voy a ir de Inglaterra en números rojos. Vamos, que la aventura londinense me va a salir cara, creo yo. Por la gracia de trabajar en Londres voy a tener que trabajar todo el curso en España, lo que yo os diga...

Hale, ya me he cansado. Otro día sigo con los aspectos turísticos, de la vida diaria, del clima y todas esas cosas que, en realidad, podéis leer en las guías que venden en los aeropuertos.

Mmm... bye!

domingo, 4 de julio de 2010

Londres

Recorde quan tenia cinc o sis anys i desitjava que el dia tinguera més de vint-i-quatre hores, perquè aquestes se’m quedaven curtes. Em gitava tots els dies no més tard de les deu de la nit, incondicionalment. Les cançons dels dibuixos animats o del col•legi espantaven la son i, per molt que intentara fer-les fora del meu cap, m’acompanyaven fins que les mans, esgotades, s’afluixaven i deixaven d’estrènyer les oïdes. Pels matins les ganes d’anar a l’escola em treien del llit sense que ma mare haguera d’insistir-me. A les huit i quart sonava l’escopetada d’eixida i les hores començaven a córrer a un ritme fugitiu que ara em sembla irrecuperable.

Ja fa uns quants anys que em fa vertigen la rapidesa amb la qual passa el temps. Quan tinc estones buides obric les carpetes de fotos de l’estiu passat i m’observe: sóc la mateixa? No, evidentment. En aquelles fotografies Irene tenia dinou anys, i ara en té vint; la seua pell era més morena que ara, cosa que a Londres serà difícil aconseguir; estava convençuda de que aquella felicitat calmada i al mateix temps eufòrica era la màxima a la que podia aspirar, i ara se’n ha adonat que estava, per sort, equivocada. Perquè ara és quan comença a tastar la vertadera plenitud, quan albira la llum que envolta a ella i al món.

L’altre dia vaig estar mirant fotos de paper, de les d’abans. Tinc bastants àlbums que arriben fins als meus catorze anys, més o menys; després les imatges s’acaben i s’espargicen per diferents ordinadors, i moltes han mort a la par que aquelles màquines de vida ínfima. Però la Irene bebè i xiqueta encara viu a la prestatgeria més alta de la meua habitació. Tenia uns ulls blaus i gegants que ara són verds, encara que molta gent continua veient el mar en ells. El mar... aquest mantó interminable és la font de la meua llibertat: saber que puc escapar per ell quan la sensació de claustrofòbia oprimisca el meu cap, o quan haja d’agafar avions que potser canvien inclús la cadència del temps...

A dia i mig d’anar-me’n a Londres per passar-hi, en teoria, tot l’estiu, tindre el mar a prop és el que em salva d’eixir boja. No tinc res preparat, només un bitllet d’avió que em soltarà a una ciutat desconeguda i gegant, inabastable. No sé on viuré, ni on treballaré, ni amb qui gastaré les hores. Però allò que més por em fa és el record de l’estiu passat, potser idealitzat, i el desig de repetir-lo aquests mesos en lloc de trobar-me, de cop, tan lluny de tot el que es queda ací. M’agradaria que tot s’aturara a Espanya i esperara a que jo arribara per tornar a funcionar. Si ja tinguera llesta la màquina del temps viatjaria al passat i em quedaria amb un estiu de platja, sol, viatges senzills i passeigs per la ciutat abrasant. M’agradaria fer un retalla i pega per transportar l’estiu de 2009 a aquests mesos i viure’l de forma pareguda però diferent, perquè tu també hi estaries –i la Irene de 2010 és una versió molt millorada de l’antiga-.

No sé molt bé què pinte a Londres, ni per a què vaig, perquè sent que no estic al moment idoni per viure aquesta experiència. No m’abelleixen aventures ni incerteses a països estrangers: vull un estiu tradicional a la costa, com els que vivia de xicoteta a la caseta del meu avi, ara enderrocada. Vull gaudir-te aquest estiu, encara que el temps transcorre a la velocitat de la llum i el següent està en girar el cantó. Vull recordar el començament de l’estiu cadascuna de les nits de juliol, agost i setembre, i no dubtes que ho faré en la distància. I no serà en anglès sinó en valencià, la llengua en la que pense últimament sense saber exactament per què.

I tanmateix, me’n vaig... hi ha alguna cosa que m’empeny a anar-me’n. Les senyals de les que tant parle són les culpables. Així que es vegem allà... o no? Tens la porta oberta (tot i que no sé si serà la porta d’un apartament, d’un alberg o d’un contenidor...).

Gaudim l'estiu, que aquest mai no tornarà!